EL MUNDO
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Mis víctimas, tus víctimas, o el cálculo inmoral
Siete+7
De Santiago
Por John Dinges *
La gente se resiste a comparar un tipo de crimen contra la humanidad con otro tipo de crimen contra la humanidad. Muchas veces me han dicho que el holocausto nazi no permite comparaciones debido a la cantidad y la identidad de las victimas, y porque representó la culminación de siglos de antisemitismo. También me dijeron que “genocidio” es un término reservado para unos pocos asesinatos en masa técnicamente determinados –como los de Rwanda– pero que no puede aplicarse, por ejemplo, a la matanza de miles de personas unidas por un mismo credo político y no por su raza u origen étnico. Y se dice que los asesinatos en masa durante las guerras tienen su propia categoría moral y su propia justificación. El caso que más recuerdo es el de los bombardeos anglo-americanos en Dresden, que dejaron un balance de cientos de miles de civiles muertos durante la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué diremos entonces de las víctimas pasadas y futuras de conflictos definidos como guerras contra el terrorismo? ¿Seguiremos aborreciendo o justificando las consecuencias de esas guerras según nuestra propia ideología, fría y moribunda, haciendo distinciones torcidas entre los niveles de culpa y asociación entre quien se merece lo que le ocurre y quien no tiene derecho a nuestra compasión?
Mutatis mutandi, me enseñaron en la clase de Lógica. Cuando uno argumenta, tiene que tomar en cuenta los cambios e introducir las correspondientes distinciones.
Por lo tanto, compararé un 11 de septiembre con otro 11 de septiembre.
El 11 de septiembre de 1973 yo estaba en Chile mirando el humo desde las ruinas de La Moneda. El 11 de septiembre del 2001, el humo salía del Pentágono a sólo pocos kilómetros de mi hogar en Washington. Un poco más temprano esa misma mañana, cuando escuché que un avión se había estrellado contra el World Trade Center, estaba escribiendo el primer capítulo de mi libro sobre la Operación Cóndor y los asesinatos en masa de los ‘70, producidos en el marco de lo que los países sudamericanos llamaron “la guerra contra el terrorismo internacional”. En un momento de esa mañana terrible me llamó una amiga. “¿Sabes qué día es?”, preguntó. Era una de las amigas chilenas de las que podía esperar que hiciera la conexión con el golpe militar. Era una mujer judía cuyo padre había muerto en el Holocausto.
Antes de decir “na’ que ver”, reflexioné un momento sobre las conexiones. Las estadísticas oficiales: 3.197 víctimas en Chile, 3.025 en Estados Unidos (incluyendo a los 19 terroristas que cometieron el crimen). El motivo: en un caso, el miedo y el odio por el gobierno de Allende y los que apoyaron sus ideas. Veintiocho años más tarde el factor religioso se sumaba al disgusto ya existente hacia Norteamérica, a la que sus enemigos retrataban como la fuente del mal en el mundo. Los autores intelectuales, en ambos casos, hombres religiosamente devotos con muchos recursos financieros, fanáticos de la justicia por mano propia y arrogantes de poder que organizaban a otros cientos de hombres con el único afán de aniquilar sistemáticamente al enemigo.
No, no renunciaré a comparar los crímenes contra la humanidad de Augusto Pinochet, Manuel Contreras y las unidades militares que ellos entrenaron y usaron para alcanzar sus metas, con los crímenes contra la humanidad de Osama bin Laden y Al-Qaeda. Es más, quiero sumar el “agravante” del caso Letelier, que estrecha aun más la directa conexión entre las dos organizaciones criminales. Hasta el crimen de Al-Qaeda el 11 de septiembre del año pasado, la DINA chilena –al enviar un pelotón especial a Washington para asesinar al ex ministro de Allende Orlando Letelier– se destacaba históricamente por haber cometido en la capital de Estados Unidos el crimen más insigne del terrorismo internacional.
Las reflexiones motivadas por este último 11 de septiembre son mi respuesta a todos los que desde la izquierda –en Chile, Latinoamérica y otras partes– expresan su satisfacción por el sufrimiento que vivimos nosotros, los estadounidenses.
En la mañana del 11 recibí un mensaje por Internet. Me pareció típico. Es el mismo que escuché o leí en muchas conversaciones, editoriales y opiniones privadas durante el año pasado mientras viajaba por países del Cono Sur.
Empezaba así: “No lloramos por ti, Estados Unidos. ¿Podemos preguntar lo que se siente, yanqui, cuando sufres en carne propia lo que le has hecho tantas veces a tantos pueblos de la tierra?”.
A esa gente le digo que al rehusarse a identificar su sufrimiento con el nuestro, reservando su victimización y su sentido de la justicia sólo para ellos, lo que hacen es fertilizar una amarga cosecha de miedo y odio y perjudicar la campaña común para combatir todos los crímenes contra la humanidad.
Estas reflexiones también son una respuesta para los latinoamericanos que están más dispuestos a expresarle su compasión y solidaridad a Estados Unidos que a su propio país. Tiende a ser la misma gente que justifica, minimiza o incluso se burla de la memoria de las 3.197 personas que murieron en Chile, los 15 mil que perecieron en Argentina y las cientos de miles de víctimas de la tortura de todos los países del Cono Sur.
Les agradezco su solidaridad, pero les pido que por favor reflexionen sobre la hipocresía que consiste en llorar por la gente de mi rico y poderoso país mientras cierran los ojos frente a los sufrimientos y crímenes –igual de horrorosos– cometidos en su propio país.
Quisiera admitir todo tipo de comparación. Los 11 de septiembre de Chile y de Estados Unidos, el Holocausto y Rwanda, los Gulags, los Cóndores y los crímenes de Al-Qaeda deben convertirse en partes de un mismo mal que debemos combatir juntos y cuyas víctimas tenemos que acoger indiscriminadamente.
Actuar de otra manera significaría asilarnos en la victimización y la ideología añeja de la retaliación. Sería aceptar el cálculo terrible e inmoral que explica y racionaliza el sufrimiento de otros mientras se aflige solo por el propio.
En septiembre pasado, por fin fui capaz de retomar la redacción del capítulo en el cual estaba trabajando. Trataba sobre el golpe y los líderes militares cuyas acciones condujeron inexorablemente a la realización de asesinatos en masa en Chile. Lo llamé “El primer 11 de Septiembre”. Mutatis mutandi, por supuesto.
* John Dinges fue corresponsal del Washington Post en Chile en los años 70. Es autor junto a Saul Landau de Asesinato en Washington, un libro sobre el asesinato de Orlando Letelier y su colega norteamericana Ronni Moffitt. Actualmente es profesor en la Escuela de periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York.
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