Lun 17.11.2008

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINIóN

¿La hegemonía del bien?

› Por Boaventura de Sousa Santos *

La elección del presidente Obama es un acontecimiento de importancia global y trascendente para todos los que creen en la posibilidad de un mundo mejor. En los últimos quince años, otros dos acontecimientos alcanzaron esta mágica cualidad: la elección del presidente Nelson Mandela en Sudáfrica, en 1994, y los millones de personas que salieron a las calles de todo el mundo el 15 de febrero de 2003 para protestar contra la invasión de Irak. Muy diferentes entre sí, estos tres hechos tienen en común una concepción posnacionalista del mundo. El mundo es la ciudad natal de la esperanza y lo que sucede en un país habla de todos los demás. Los tres acontecimientos comparten el ser testimonio de la inagotable creatividad de la especie humana, para lo mejor y para lo peor. Los tres eran considerados casi imposibles hasta el momento en que nos golpearon a la puerta. Participan también de la capacidad de los seres humanos para celebrar incondicionalmente la magia de los momentos de comunión libre de las constricciones de la realidad, como si ésta hubiese salido a almorzar y aún no hubiese regresado.

Sin embargo, la relación entre la victoria de Obama y los otros dos hechos es todavía más profunda. Obama y Mandela son hombres con fuertes raíces africanas y están orgullosos de ellas. Mandela es un líder de noble linaje xhosa y Obama es miembro de la etnia luo de Kenya (una etnia discriminada antes y después de la independencia), como refiere en su libro best-seller. Sus identidades fueron urdidas por la memoria del sufrimiento injusto, la segregación, el colonialismo. Mandela simboliza el caso extremo de una mayoría sometida durante décadas a un cruel sistema de apartheid. Obama, a pesar de no ser él mismo descendiente de esclavos, simboliza el rescate del innombrable sufrimiento infligido a los afroamericanos, un sufrimiento tan naturalizado por los opresores que continuó hasta nuestros días bajo la forma del racismo. Más allá del voto de los blancos, Obama conquistó el voto abrumador de los ciudadanos afro y latino descendientes y conquistó también el voto de una minoría casi olvidada, los jóvenes. Su triunfo es el triunfo de las minorías cuando descubren que, unidas, son mayoría. En los últimos quince años, Africa se muestra al mundo sobre los hombros de estos dos gigantes y les dice ¡basta! a los insultos del Banco Mundial y el FMI, para los que Africa es un continente infeliz, donde el capitalismo global deposita multitudes de seres humanos considerados descartables. Por una vía muy propia, sellada por su pasado colonial, Africa llega al protagonismo mundial que en las dos últimas décadas conquistaron Asia y América latina (que también es afrolatina e indolatina).

La relación entre la victoria de Obama y los millones que protestaron contra la guerra ilegal e injusta en Irak no es menos relevante. Esas multitudes no consiguieron impedir la guerra, tal como le ocurrió al senador Obama, uno de los pocos que votó en contra del ataque. Pero ahora, como presidente de los Estados Unidos, tendrá en sus manos la posibilidad de poner fin a esa guerra y, de hecho, eso mismo fue lo que prometió a sus electores. Los que lo votaron quieren, además, que termine con la guerra gemela que avasalla a Afganistán. En este sentido, su estado de gracia será corto, tanto en el país como en el mundo. Afganistán tiene una memoria y una apasionante historia de luchas victoriosas contra invasores extranjeros militarmente más poderosos. No hay armas que sometan a este país. Todo indica que Obama privilegiará la diplomacia y entenderá que Al Qaida no puede ser destruida militarmente. Puede, eso sí, ser aislada por la paz y la cooperación no colonialista. La victoria de Obama significa que, finalmente, quienes protestaron no protestaron en vano.

La mención conjunta de tres acontecimientos que apuntan a devolver a la humanidad lo mejor de sí misma puede ser sorprendente, ya que la victoria de Obama parece tener un significado global incomparablemente superior al de los otros dos. Este desequilibrio es resultado del privilegio hegemónico de los Estados Unidos en el mundo de hoy, un privilegio en declive, sobre todo en el dominio económico, aunque por ahora sigue siendo muy fuerte. Para bien y para mal. El 11 de septiembre “transformó al mundo”, mientras otras poblaciones del mundo sufren anualmente ataques tan injustos, tan criminales y muchas veces más devastadores que el ataque a las Torres Gemelas sin que merezcan más que una pequeña referencia noticiosa. Del mismo modo, un pequeño país, Paraguay, eligió este año a un obispo, teólogo de la liberación, para librar a su país de la más odiosa oligarquía, sin que mereciese una mención detallada en la prensa internacional.

Obama tiene el privilegio de ofrecer al mundo entero un glorioso momento de hegemonía del bien. Sólo por eso hará historia. Ese momento no durará mucho. La realidad no acostumbra demorar demasiado cuando sale a almorzar. Cuando termine, todo va a depender del modo cómo el impulso del bien enfrente al impulso del mal. Y todo va a comenzar en los Estados Unidos, un país contradictorio y sufrido. Contradictorio, porque es el mismo pueblo que hace ocho años “eligió” a W. Bush, el peor presidente de la historia de los EE.UU. Sufrido, porque la estupidez, la avaricia y la corrupción que dominaron la Casa Blanca dejaron al país al borde de la quiebra financiera y moral. La última fue rápidamente redimida por Obama. La primera será mucho más difícil de redimir.

* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de la Universidad de Coimbra (Portugal) y de la Universidad de Wisconsin (EE.UU.).

Traducción: Javier Lorca.

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