EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Juan Gabriel Tokatlian *
Barack Obama y el Partido Demócrata recibieron un amplio mandato para el cambio. No sólo ganaron el Ejecutivo, sino que también pasaron a controlar la Cámara de Representantes y el Senado y a tener la mayoría de gobernaciones en el nivel estadual. Las elecciones del 4 de noviembre se desarrollaron en un clima de época marcado por un franco estímulo participativo que conjugó emociones como la esperanza, el enojo y el miedo y que permitió que ese día se erigiera en una jornada crucial en la historia de la democracia estadounidense.
Con un poder originado en este contexto, la pregunta es ahora cuál será la envergadura del cambio que lleve a cabo Obama. Primeramente, es fundamental subrayar que Obama expresa el cambio, pero no la revolución: quienes hayan conjeturado mutaciones radicales, profundas y decisivas con su elección no entienden suficientemente la realidad estadounidense y los límites actuales de la política en Occidente, así como el alcance promisorio pero acotado de las promesas de su campaña hacia la presidencia. En segundo lugar, es probable que las transformaciones internas sean más decisivas y elocuentes que las externas, a pesar de que estas últimas puedan tener importancia simbólica. El mayor reto doméstico es la configuración de una coalición sólida y renovada que apoye una agenda estrecha de reformas medianamente progresistas.
La impronta social, cultural y política que ha dejado el conservadurismo en el último cuarto de siglo es un legado difícil de revertir en lo inmediato; exige paciencia y osadía y demanda un alto nivel de participación ciudadana. Ordenar la casa en términos económicos y financieros implicará tomar decisiones drásticas y en pos de una redistribución de poder a favor de los grupos sociales más carenciados y los sectores genuinamente productivos. Desmilitarizar la política externa y defensa de EE.UU., acelerada durante los dos gobiernos de George W. Bush, requiere temple e intrepidez.
A partir de enero de 2009 el eslogan “sí se puede” debería transformarse en una política pública del “sí se hace”, pero para esto Obama necesitará que el tiempo político de los cambios sea más extenso que el cronograma electoral. Hoy es muy posible que la sociedad estadounidense se lo conceda.
En el frente externo no se advierten giros categóricos, aunque hay dos promesas de campaña que debe cumplir: desmantelar Guantánamo y retirarse de Irak. El primer tema deberá vencer complejas consideraciones legales internas y el segundo, el acuerdo que intenta concretar Washington con Bagdad antes de fin de año. En otros aspectos no menos importantes Obama se mostró ortodoxo: por ejemplo, avaló la guerra preventiva, cree que la guerra en Afganistán es una “buena guerra” y no se ha deslindado suficientemente del influyente lobby israelí. Una señal del tipo y hondura del cambio en política internacional lo dará, en parte, el nombramiento del secretario de Estado. Se especula con cuatro nombres de estilos y miradas diferentes: un senador republicano de Indiana, Richard Lugar, moderado y próximo al establishment de defensa; un demócrata muy liberal, Bill Richardson, gobernador de Nuevo México; un diplomático de carrera, Richard Holbrooke, pragmático y cercano a los Clinton, y otro diplomático de carrera, Dennis Ross, “halcón” en el tema de Medio Oriente. La diversidad que expresan estos perfiles preanuncian los compromisos y vaivenes que posiblemente caracterizarán el inicio de la política exterior del gobierno Obama.
En relación con América latina, los anuncios de campaña, los resultados electorales y los potenciales responsables para el área son datos relevantes a tener en cuenta. Obama prometió normalizar la relación con Cuba y en este sentido podría haber avances inesperados. Ni Venezuela ni Bolivia fueron objeto de una retórica hostil y se presagia un compás de espera para evitar un mayor deterioro de las relaciones: los respectivos embajadores en Caracas y La Paz fueron obligados a abandonar los dos países. En la frontera próxima también está el caso de Haití: cuando asuma Obama en 2009 ya habrán pasado cinco años de la intervención político-militar avalada por la ONU en 2004; una misión que estabilizó precariamente el país, pero que no puede seguir allí indefinidamente.
La sensibilidad del nuevo presidente frente al tema de los derechos humanos se puede llegar a expresar para el caso de Colombia. Para Argentina éste podría ser un tópico de vinculación provechosa dado el lugar de los derechos humanos en la política exterior de Cristina Fernández.
La situación estratégica en la región es inmejorable para Brasil. Por un lado, México se ha transformado del caso-testigo a imitar en los noventa a país-problema en esta primera década del siglo XXI. Obama anunció su interés de reabrir y enmendar el Nafta; algo que incidirá en las relaciones mexicano-estadounidenses. El avance del crimen organizado y el auge del narcotráfico en México, así como el delicado tema de las migraciones pueden colocar a ese país en un lugar privilegiado de interés pero también negativo en cuanto a las iniciativas. Por otro lado, Brasilia se ha tornado cada vez más indispensable –por el lado positivo– para Washington: alianza estratégica en materia de biocombustibles (algo que Obama quiere profundizar), seriedad en el manejo de la crisis financiera actual, proveedor de estabilidad en la vecindad, entre otros.
Por último, en algún sentido el rumbo de los lazos con la región estará determinado por el peso de las burocracias y el papel de los individuos. El Departamento de Estado viene perdiendo gravitación en la política hacia la región. Por ejemplo, en el Comando Sur estacionado en Miami hay más personal civil dedicado a América latina que en todos los departamentos del Ejecutivo localizados en Washington. Asimismo, el rol de las personas puede ser relevante. Dos eventuales figuras que podrían ocupar cargos importantes en la política hacia Latinoamérica. Greg Craig, consejero del senador Edward Kennedy, y Carl Meacham, consejero del senador Lugar, son considerados moderados e inclinados hacia la diplomacia y no la coerción. En todo caso, no se vislumbran sorpresas: mejorar las relaciones que dejó deterioradas Bush parece suficiente, al menos en un inicio.
En breve, el gobierno de Obama podría ser prudentemente reformista. En la coyuntura actual del sistema internacional éste es un avance indiscutible.
* Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.
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