EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Roberto Bergalli *
Si ha tenido que ser en Argentina donde se presente la primera querella por los delitos de genocidio y/o de lesa humanidad en aplicación del principio de jurisdicción universal y no haya podido prosperar una demanda semejante en la propia España, ello merece una explicación. Tal esclarecimiento requiere transitar por las dos vertientes con las cuales ha discurrido el proceso que motiva la querella promovida por Carlos Slepoy y que ejercitan dos descendientes de represaliados por el régimen de barbarie que implantó el franquismo alzado en armas frente al legítimo gobierno de la Segunda República, hace hoy setenta y cuatro años.
Una primera es que, efectivamente, no ha sido posible instaurar acciones semejantes ante la Justicia española. Naturalmente, no en la larga noche que duró el régimen dictatorial. Tampoco superado su final, a causa de la flebitis que llevó a la muerte al dictador, y tampoco después, en vigencia de la democracia política. Esto ha sido así pues, aun antes de aprobada la Constitución de 1978, se sancionó la Ley 46/1977 –15 de octubre–, de Amnistía, que entonces posibilitó la apertura del período conocido como de transición política, con los importantes frutos para la pacífica estabilidad posterior de España (salvo en lo que respecta a los actos de terrorismo que aún se producen en alguna Comunidad Autónoma como Euskadi), el sustancial progreso social y el notable adelanto económico.
Pues bien, esa amnistía ha constituido una losa infranqueable para abrir investigaciones relativas a los crímenes cometidos por el franquismo, a lo largo de la transición; algunos cuestionan hoy que tal ley sólo benefició a los supérstites del régimen.
En lo que atañe a la viabilidad de la querella sobre la que debe expedirse la jueza Servini de Cubría, en principio esa acción debería ser acogida. En efecto, el principio de la jurisdicción universal rige en Argentina en virtud de lo establecido por la vigente Constitución de 1994, en su art. 118, en juego con los arts. 5 y 11 de la ley 26.200 de 2006 por la que se acogió el Estatuto de Roma de 1998. De este juego de reglas se declara la competencia de los tribunales federales argentinos para conocer en los delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, cualquiera sea el lugar donde hayan sido perpetrados, los que asimismo son imprescriptibles. Este tipo de delitos son los que, cometidos en España, ahora se denuncian en Argentina. Y no debe olvidarse tampoco que, por la vigencia de ese mismo principio de jurisdicción universal en España fue posible que el entonces juez Garzón acogiera similares demandas de organizaciones de la sociedad civil, asociaciones de derechos humanos integradas por argentinos exilados y la propia de Fiscales Progresistas, con lo que se motorizó todo el proceso posterior, que devino en el juzgamiento y condena de los militares y policías genocidas argentinos.
Como relatara ya en Página/12 (v. “Garzón o el escándalo judicial”, 24 de febrero), el magistrado juez de instrucción de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón declaró su competencia para entender en presuntos delitos de “detención ilegal”, disponiendo la apertura de fosas en diferentes lugares de territorio español y exhumaciones de los restos humanos que se encontraran en ellas, pertenecientes a personas exterminadas por la represión franquista. La abierta batalla que se ha declarado en España, con dilatadas expresiones de apoyo al magistrado y amplias repercusiones internacionales (los más prestigiosos medios han dedicado en Europa, en Asia y en América editoriales denunciando una persecución contra Garzón) está poniendo de manifiesto un profundo encono popular contra el propio Tribunal Supremo que el día próximo 22 debe decidir si procesa al juez. Sobre éste penden otras dos denuncias más que la de prevaricación por la cual ya el magistrado Varela del Supremo, designado instructor, imputa a Garzón haber declarado su competencia en aquellos delitos de “detención legal”, a sabiendas que no podía hacerlo por vigencia de la ley de amnistía (las de haberse presuntamente aprovechado de un préstamo del Banco de Santander para realizar un curso académico en Nueva York y por haber dispuesto escuchas telefónicas de los abogados defensores de ciertos imputados por una vasta red de corrupción –caso Gürtel- que afecta al principal partido de la oposición en España, el Popular).
Si se decretara el procesamiento de Garzón, es obvio que el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces, lo suspendería en sus funciones. Así prosperaría otro encono personal que el juez se ha ganado con una integrante de este órgano, la antigua magistrada Margarita Robles, por viejas rencillas suscitadas en el período que ambos, en situación de excedencia, intervinieron en el gobierno de España.
Esta última situación de incriminado no es únicamente el resultado de los hechos que se le imputan a Garzón. En efecto, más allá que este magistrado, en largas dos décadas de ejercicio jurisdiccional, ha puesto de relieve un expansivo protagonismo que lo ha colocado, muchas veces, en posiciones polémicas, también registra en su haber un paso por la escena política de la que extrajo manifiestas enemistades por su desmedido afán protagónico, aunque luego enviara a prisión a ministros del gobierno de Felipe González por armar grupos parapoliciales de asesinos. La situación también debe verse desde el prisma que revela un cerrado corporativismo de una clase judicial, provengan sus miembros de posiciones más volcadas hacia el extremo de la derecha y, por tanto, proclives a representar el franquismo latente en ciertas instituciones del Estado y de la sociedad española, o desciendan de una tradición de izquierda, minoritaria.
Así las cosas, es difícil negar que esta administración de justicia española como cualquier otra del ámbito de la cultura jurídica occidental –tanto la del Common Law como la continental europea, de derecho escrito–- padecen del mismo mal común: carecen de toda legitimidad democrática, aunque se hayan previstos otros resortes para suplir la ausencia de la voluntad de los justiciables en el origen de los cargos judiciales.
* Profesor de la Universitat de Barcelona.
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