EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Gabriel Puricelli *
Munido de una sentencia judicial en lugar de una pistola y al grito de “¡Fuera Garzón!” en lugar de “¡Al suelo todo el mundo!”, el franquismo irrumpe de nuevo en el centro de la escena pública española para demarcar los límites precisos de una transición a la democracia que tantas veces se pintó como modélica. Una demanda presentada nada menos que por una organización (“de fachada”, hubiera adjetivado la jerga anticomunista) falangista, detonó una de las tantas bombas sin explotar que quedaron de la Guerra Civil, en el corazón mismo del Poder Judicial.
El canonizado pacto (más bien, una serie de ellos) que hizo posible la salida de la dictadura contenía una serie de cláusulas que se hicieron bien explícitas a medida que las elecciones se hacían rutina: alineamiento atlantista en materia de defensa, abandono de la república como forma de gobierno y sostenimiento continuado del culto católico, entre otras. Con ayuda de la entonces Comunidad Económica Europea, se pudo agregar a eso un razonable estado de bienestar (que no era parte del menú que ofrecía la provinciana burguesía peninsular). Y como cerrojo, la amnistía. Lo pasado, muerto y enterrado, aunque no se diga siquiera dónde.
Hubo quienes se empeñaron en correr esos límites. Como protagonista del destape, la mayoría de la sociedad española. Como animadoras de las luchas que incomodaron la siesta franquista durante 40 años, las vanguardias artísticas, aunque prematuramente se las deglutiera el aparato de las industrias culturales. Y en las diversas arenas del Estado, una generación entera de magistrados a la muerte del “Caudillo”, jóvenes, y un puñado de militantes que llegarían a cargos constituyentes y electivos y permitirían que España completara los ítems de la agenda de libertades civiles del Mayo del ’68 en unos pocos años. Pero por debajo de ello, una capa geológica más plástica que fosilizada fue construyendo su herramienta electoral (el Partido Popular), perfeccionando sus logias religiosas (el Opus Dei) o inventando nuevas, más oscuras y perversamente atractivas (los Legionarios de Cristo) y un brazo judicial potente concebido como última línea de defensa. Eso es lo que se vio ayer. Un cuadro que no amenaza con retrocesos de otro orden porque ya no hay Tejeros en un poder militar hoy más democrático que otros estamentos y renacido en un atlantismo que reemplazó la vieja alma corporativa.
Garzón se transformó en un blanco porque pretendió terminar con el cautiverio de los muertos. Sin embargo, la reacción (en todo el hondo sentido del término) va dirigida a toda la pulsión secularizadora que renovó su impulso bajo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. En la cuenta del ejemplar juez de la Audiencia Nacional están las estatuas de Franco volteadas hace poco de sus pedestales, el derecho de las mujeres a elegir, la Ley de Memoria Histórica con todo y sus limitaciones. El golpe viene en el preciso momento en que el gobierno socialista retrocede en chancletas, falto de visión alternativa de la economía, frente a la crisis motorizada por la ruleta rusa financiera global. De allí la importancia de una crítica no sólo ética de la acción de los jueces plantados por el franquismo: la crítica debe ser política y dar cuenta de la necesidad que tienen los sectores democráticos españoles de dar una respuesta que complete la salida de un autoritarismo en el cual (aun habiéndolo olvidado de a ratos) están tristemente empantanados.
* Coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net/).
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