EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Atilio A. Boron *
En el día de ayer Hillary Clinton declaró ante la prensa que lo que había que evitar a toda costa en Egipto era un vacío de poder. Que el objetivo de la Casa Blanca era una transición ordenada hacia la democracia, la reforma social, la justicia económica, que Hosni Mubarak era el presidente de Egipto y que lo importante era el proceso, la transición. A diferencia de lo ocurrido en otra ocasión, el presidente Obama no exigiría la salida del líder caído en desgracia.
Como no podría ser de otro modo, las declaraciones de la secretaria de Estado reflejan la concepción geopolítica que Estados Unidos ha sostenido invariablemente desde la Guerra de los Seis Días, en 1967, y cuya gravitación se acrecentó después del asesinato de Anwar el-Sadat en 1981, y la asunción de su por entonces vicepresidente, Hosni Mubarak. Sadat se había convertido en una pieza clave para Estados Unidos e Israel –y de paso le confirió a Egipto la misma categoría– al ser el primer jefe de estado de un país árabe en reconocer al Estado de Israel y al firmar un tratado de paz entre Egipto y ese país el 26 de marzo de 1979. Las dudas y los rencores que aún abrigaban Sadat y el primer ministro israelí Menájem Begin como consecuencia de cinco guerras y que tornaban en interminables las negociaciones de paz fueron rápidamente dejados de lado cuando tanto ellos como el presidente James Carter se notificaron que el 16 de enero de ese año un estratégico aliado pro-norteamericano en la región, el sha de Irán, había sido derrocado por una revolución popular y buscado refugio en Egipto. La caída del sha fue seguida por el nacimiento de la república islámica bajo la conducción del ayatolá Ruhollah Jomeini, para quien Estados Unidos y la entera “civilización americana” no eran otra cosa que el “Gran Satán”, el enemigo jurado del Islam.
Si la violenta eyección del sha sacudía el tablero de Medio Oriente, no eran mejores las noticias que provenían del convulsionado traspatio centroamericano: el 19 de julio de 1979 el Frente Sandinista entraba a Managua y ponía fin a la dictadura de Anastasio Somoza, complicando aún más el cuadro geopolítico norteamericano. A partir de ese momento, el delicadísimo equilibrio de Medio Oriente tendría en Egipto el ancla estabilizadora que la política exterior norteamericana se encargó de reforzar a cualquier precio, aún a sabiendas de que bajo el reinado de Mubarak la corrupción, el narcotráfico y el lavado de dinero crecían a un ritmo que sólo era superado por el proceso de pauperización y exclusión social que afectaba a sectores crecientes de la población egipcia; y que la feroz represión ante los menores atisbos de disidencia y las torturas eran cosas de todos los días.
Por eso suenan insoportablemente hipócritas y oportunistas las exhortaciones del presidente Obama y su secretaria de Estado para que un régimen corrupto y represivo como pocos en el mundo –y al cual Estados Unidos mantuvo y financió por décadas– se encamine por el sendero de las reformas económicas, sociales y políticas. Un régimen, además, donde Washington podía enviar prisioneros para torturar sin tener que enfrentar molestas restricciones legales y la estación de la CIA en El Cairo podía operar sin ninguna clase de obstáculos para llevar adelante su “guerra contra el terrorismo”. Un régimen, además, que pudo bloquear Internet y la telefonía celular y que apenas si despertó una mesurada protesta por parte de Washington. ¿Habría sido igual de tibia la reacción si quien hubiera cometido tales tropelías hubiese sido Hugo Chávez?
Dado que Mubarak parecería haber cruzado el punto de no retorno, el problema que se le presenta a Obama es el de construir un “mubarakismo” sin Mubarak; es decir, garantizar mediante un oportuno recambio del autócrata la continuidad de la autocracia pro-norteamericana. Como decía el Gatopardo, “algo hay que cambiar para que todo siga como está”. Esa fue la fórmula que sin éxito alguno Washington intentó imponer en los meses anteriores al derrumbe del somocismo en Nicaragua, apelando a la figura de un personaje del régimen, Francisco Urcuyo, presidente del Congreso Nacional, cuya primera y prácticamente última iniciativa como fugaz presidente fue la de solicitar al Frente Sandinista, que venía aplastando a la guardia nacional somocista por los cuatro rincones del país, que depusiera las armas. Lo depusieron a él al cabo de pocos días, y en el habla popular nicaragüense el ex presidente pasó a ser recordado como “Urcuyo, el efímero”.
Lo que ahora está intentando la Casa Blanca es algo similar: presionó a Mubarak para que designara a un vicepresidente en la esperanza de que no reeditase el fiasco de Urcuyo. La designación no pudo haber sido más inapropiada pues recayó en el jefe de los servicios de inteligencia del ejército, Omar Suleimán, un hombre aún más refractario a la apertura democrática que el propio Mubarak y cuyas credenciales no son precisamente los que anhelan las masas que exigen democracia. Cuando éstas ganaron las calles y atacaron numerosos cuarteles de la odiada policía y de los no menos odiados espías, soplones y organismos de la inteligencia estatal, Mubarak designa al jefe de estos servicios nada menos que para liderar las reformas democráticas. Es una broma de mal gusto y así fue recibida por los egipcios, que siguieron tomando las calles convencidos de que el ciclo de Mubarak se había terminado y que había que exigir su renuncia sin más trámite.
En la tradición del socialismo marxista se dice que una situación revolucionaria se constituye cuando los de arriba no pueden dominar como antes y los de abajo ya no quieren ser dominados como antes. Los de arriba no pueden porque la policía fue derrotada en las luchas callejeras, y los oficiales y soldados del ejército confraternizan con los manifestantes en lugar de reprimirlos. No sería de extrañar que alguna otra filtración tipo Wikileaks devele las intensas presiones de la Casa Blanca para que el anciano déspota abandone Egipto cuanto antes para evitar una reedición de la tragedia de Teherán. Las alternativas que se abren para los Estados Unidos son pocas y malas: a) sostener el régimen actual, pagando un fenomenal costo político no sólo en el mundo árabe para defender sus posiciones y privilegios en esa crucial región del planeta; b) una toma del poder por una alianza cívico-militar en donde los opositores de Mubarak estarán destinados a ejercer una gravitación cada vez mayor o, c) la peor de las pesadillas, si se produce el temido vacío del poder que sean los islamistas de la Hermandad Musulmana quienes tomen el gobierno por asalto.
Bajo cualquiera de estas hipótesis las cosas ya no serán como antes, pues aún en la variante más moderada la probabilidad de que un nuevo régimen en Egipto continúe siendo un fiel e incondicional peón de Wa-shington es sumamente baja y, en el mejor de los casos, altamente inestable. Y si el desenlace es el radicalismo islamista la situación de Estados Unidos e Israel en la región se tornará en extremo vulnerable, habida cuenta de que el efecto dominó de la crisis que comenzó en Túnez y siguió en Egipto ya se está dejando sentir en otros importantes aliados de Estados Unidos, como Jordania y Yemen, todo lo cual puede profundizar la derrota militar norteamericana en Irak y precipitar una debacle en Afganistán. De cumplirse estos pronósticos, el conflicto palestino-israelí adquiriría inéditas resonancias cuyos ecos llegarían hasta los suntuosos palacios de los emiratos del Golfo y la propia Arabia Saudita, cambiando dramáticamente y para siempre el tablero de la política y la economía mundiales.
* Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.
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