Sáb 29.03.2003

EL MUNDO • SUBNOTA  › EN DETALLE

¿Importa que la CNN informe mal?

› Por Martín Granovsky

Diferencias con el ‘91. Está de moda castigar a la CNN. Por lo menos en su versión en inglés, se lo merece: no profundiza los problemas –o ni los plantea– y piensa que Donald Rumsfeld es Buda. Pero al mismo tiempo es un castigo demasiado fácil. Aburre. Suena tan rutinario que deja de lado las verdaderas novedades informativas de esta guerra. Por lo pronto está la cantidad. En la guerra del Golfo de 1991 había sólo dos periodistas en Bagdad. Uno, Peter Arnett, de la CNN. El otro, Alfonso Rojo, del diario El Mundo de España. Arnett tenía dinero y teléfono satelital, que en ese momento era una rareza tecnológica y costaba fortunas. Pero su cobertura fue pobre. Rojo debía pedir prestado el teléfono en la Nunciatura apostólica y conseguir información del nuncio o del embajador soviético. Sus crónicas, artesanales y trabajosas, mostraron una vez más que en periodismo dinero no es igual a calidad. Uniendo pedacitos como en un rompecabezas y sometiendo los datos a un análisis riguroso, Rojo consiguió informar sobre la guerra con más precisión que cualquier otro. Hoy, a diferencia del ‘91, en Bagdad hay 200 enviados especiales de todo el mundo. También a diferencia del ‘91 funcionan tres cadenas árabes. Y los europeos están contra la guerra, cosa que obliga incluso a los canales de Estados bushistas, como España, a pensar en su público y mantener un mínimo nivel profesional. La novedad no es que el Departamento de Defensa de los Estados Unidos miente. ¿Qué otra cosa haría en medio de una guerra? Tampoco que la CNN en inglés repita los partes del Pentágono. Eso ya pasó. La noticia es que hoy, por hablar sólo de la televisión, uno puede cruzar datos, comparar unos programas con otros y aprovechar que, hasta por razones de competencia, el choque de cadenas termina entregando un panorama cercano a la realidad. Sólo hay que tomarse el trabajo de armarlo. Las grandes cadenas norteamericanas, como CBS y NBC, no pudieron evitar la difusión de imágenes con chicos iraquíes heridos después de las primeras bombas en el mercado de Bagdad.

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Ni en Canal 9. Tom Engelhardt es un ex editor de la revista norteamericana de izquierda The Nation. Escribió una columna muy interesante alegrándose por esto: “A los periodistas norteamericanos les tomó menos de una semana comenzar a dudar de las informaciones oficiales del Pentágono, algo que insumió años con la guerra de Vietnam. Así, los voceros de Defensa empezaron a parecerse a los voceros que, en Saigón, hablaban de muertos a las cinco de la tarde”. Si los medios no profundizan la duda metódica de lo que escuchan, el peligro es que se instale una brecha de credibilidad entre ellos y los televidentes. Engelhardt opina que las políticas del Pentágono para controlar los medios sonaban muy habilidosas, pero el punto es que dependían de que se cumpliera el programa oficial: guerra rápida y fiesta de liberación. El periodista no lo sabe, pero el pronóstico no se cumplió ni en Canal 9, lo cual es mucho decir.

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El síndrome de Vietnam. Engelhardt apunta un dato clave. Hasta ahora, dice, el síndrome de Vietnam se refería a los costos que sufriría un gobierno norteamericano si provocaba demasiadas bajas propias. Los famosas bolsas negras con cadáveres llegando a Washington, las ceremonias en Arlington, los telegramas a las viudas (y ahora a los viudos). En esta guerra, en cambio, “la ironía es que el Pentágono se encuentra en la incómoda posición de tener que preocuparse también de las bajas del otro bando, y esas víctimas están funcionando en el mundo con el mismo papel que cumplieron las víctimas norteamericanas para los Estados Unidos en Vietnam”.

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Guerra contra el Derecho. Un síndrome, dicen los psicólogos, es un conjunto de síntomas que caracterizan a una enfermedad o a una situación. Los Estados Unidos podrían salir del síndrome de Vietnam con una guerra rápida. Es difícil. Pero también podrían salir del síndrome de Vietnam con una huida hacia adelante, es decir entablando una guerra con muchas bajas propias y ajenas y justificando tanta ferocidad por la guerra misma. A la inglesa. ¿Lo harán? Imposible predecirlo. Entretanto, su discurso parece cada vez más cercano a la supuesta necesidad de la guerra abierta, más cerca de John Wayne que de Sigmund Freud. El Departamento de Estado acaba de distribuir un artículo publicado en The Financial Times por Ruth Wedgwood, profesora de Derecho Internacional en la Universidad Johns Hopkins. Dice: “El multilateralismo se presenta de varias maneras. Una coalición de buena voluntad es una de ellas; las organizaciones regionales son otra. La tutela de un Consejo de Seguridad prudente es quizás la más amplia. Pero la credibilidad de la ONU dependerá de que sus mandatos fundamentales sean respetados por los tiranos que matan a su propio pueblo y anexan a sus vecinos. Dejar escapar al señor Hussein no promueve el multilateralismo”. De todos modos, es intrincada la relación del gobierno norteamericano con el Derecho Internacional. En un discurso ante los veteranos de guerra, Bush dijo que Saddam Hussein había cometido atrocidades contra los prisioneros y que sería “capturado y juzgado severamente”. El derecho humanitario pena, entre otros crímenes, la humillación de los prisioneros, el ataque a soldados desarmados y el uso de población civil como rehenes en combate. La paradoja es que Washington se rehusó a convalidar el tratado que puso en funcionamiento el Tribunal Penal Internacional, una instancia de aplicación de justicia que va más allá de los Estados y puede ocuparse sin vueltas ni objeciones de los crímenes contra la humanidad. El argumento, descarnado como todos las tesis de la Administración Bush, dice que Washington no dejará que un tribunal planetario juzgue eventualmente a sus soldados.

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