EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Washington Uranga
Faltaba esa foto y finalmente se dio. Es la que refleja la reunión entre Benedicto XVI y Fidel Castro, para ponerle el broche a una gira papal por México y Cuba que, aunque se promocione como “visita pastoral”, ha tenido un fuerte contenido político (como sucedió cada vez desde que Juan Pablo II inauguró este tipo de desplazamientos papales por el mundo). El encuentro con Fidel no tiene parangón con aquella primera visita del propio líder de la revolución cubana al Vaticano, en 1996, para una audiencia con Juan Pablo II que derivó luego en la visita del Papa polaco a Cuba dos años después y, allí, una nueva reunión con Castro. Este tiene menor importancia, pero sigue siendo políticamente relevante.
Aquellos acercamientos tuvieron el sentido de comenzar a desandar un camino plagado de desentendimientos entre la Iglesia y el Estado cubano, como fruto de las diferencias políticas e ideológicas, de la militancia católica contra la revolución y de la intransigencia comunista frente a la religión. Lo que parecía irreconciliable dejó de serlo y aquella foto fue la manifestación simbólica de ese hecho político. Para Cuba, la visita de Juan Pablo II fue una forma más de mostrarse al mundo y de romper la idea de aislamiento. También de echarle en cara a Estados Unidos el anacronismo del bloqueo en medio de las dificultades del llamado “período especial” que impuso fuertes restricciones a la calidad de vida de la población. A cambio, la Iglesia comenzó a recuperar espacios y reconocimientos que había perdido de manera simultánea a la disminución de su feligresía. La sociedad cubana sigue siendo profundamente religiosa, aunque la Iglesia Católica vio seriamente reducidas sus filas a favor de otros cristianos (protestantes, evangélicos) y, sobre todo, de los sincretismos que resultan de la mezcla entre las devociones populares católicas y las religiones de raíz afro.
La visita de Benedicto XVI ha tenido otro contexto. La revolución cubana está en pleno proceso de revisión. Y si bien antes de llegar a Cuba Ratzinger advirtió que “el marxismo ya no responde a la realidad” y una vez en territorio cubano pidió “mayor apertura” para la Iglesia, también criticó, una vez más, el bloqueo norteamericano. Los funcionarios cubanos –enfrascados en un proceso de reformas que nadie atina a decir hasta dónde llegará, pero que hoy tiene muestras evidentes en la economía– se encargaron de poner un límite. El vicepresidente del Consejo de Ministros, Marino Murillo, sostuvo que “en Cuba no habrá reforma política”. Una declaración más que formal, porque lo cierto es que la reforma política comenzó junto con las transformaciones económicas. Y, en un hecho que era poco previsible una década y media atrás, la Iglesia Católica ha venido jugando un papel de mediación incluso para conseguir mejores condiciones para los disidentes. A cambio, el Papa no recibió a los opositores, aunque elípticamente se refirió a ellos cuando en una plegaria suplicó a la Virgen “por las necesidades de los que sufren, de los que están privados de libertad, separados de sus seres queridos o pasan graves momentos de dificultad”. Siguiendo un estilo muy propio de la política de equilibrios de la diplomacia vaticana, antes el arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, había hecho declaraciones a L’Osservatore Romano que dejaron mucho más conforme al gobierno que a los opositores.
Desde la otra vereda, Fidel Castro apuntó a las coincidencias entre “los marxistas y los cristianos sinceros”. Antes de irse, Ratzinger aseguró que “Cuba y el mundo necesitan cambios”. Todos de acuerdo.
La “visita pastoral” a Cuba ha sido, nuevamente, una gran puesta en escena de las nuevas condiciones del diálogo político entre la Iglesia y el Estado cubano. En un momento por demás difícil, cuando muchas cosas que parecían inamovibles entran en revisión, al gobierno le sirve mejorar sus relaciones y acercar posiciones con la Iglesia. Por lo que significa en Cuba, pero sobre todo por lo que el Vaticano representa en el mundo como poder simbólico y real, más allá de las estrechas dimensiones de su territorio. El catolicismo, en crisis institucional y de pérdida de feligresía, no puede desaprovechar ninguna circunstancia para ampliar su margen de influencia.
Salvando las distancias, la visita de Benedicto XVI a un México atravesado por la violencia, especialmente por la presencia del narcotráfico, tuvo también ribetes políticos. Ante un pueblo muy religioso, a pesar del anticlericalismo institucional heredado de la revolución mexicana, tanto el presidente Felipe Calderón como los principales líderes de la oposición hicieron cola para mostrarse junto al Papa. Y todos se apoyaron en el discurso pacifista de Benedicto XVI, aunque esto tenga pocos efectos prácticos en la caótica realidad mexicana.
Pero en México también se está cerrando un ciclo de las relaciones entre la Iglesia y el Estado laico y antieclesiástico. El deshielo había comenzando en 1979 con la primera visita de Juan Pablo II para participar de la Conferencia General de los Obispos Latinoamericanos en Puebla. En esa ocasión, la personalidad y la popularidad del Papa polaco derribaron muchas barreras formales del Estado anticlerical. Y allí comenzó otra etapa que ahora tiende a plasmar en reconocimientos institucionales a la Iglesia Católica, que llegan incluso a abrir la posibilidad de la participación de los sacerdotes en política.
En definitiva, una “gira pastoral” que, como siempre, tiene muchas lecturas y consecuencias políticas.
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