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Un, dos, tres Irak
Por Heraldo Muñoz *
Un nuevo orden internacional ha emergido de manera clara tras el triunfo militar de EE.UU. sobre el régimen de Saddam Hussein. Es el inicio de una Pax Americana del siglo XXI; un orden internacional donde EE.UU. busca que no existan amenazas a su seguridad y se imponga su voluntad política para hacer primar sus intereses y valores. Se trata de uniformar el mundo bajo el liderazgo de EE.UU.
El nuevo escenario internacional se venia perfilando desde hace un tiempo y quedó marcado por dos grandes acontecimientos sorprendentes y traumáticos: la caída del Muro de Berlín en 1989 y la caída de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001.
A pocas horas del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, el presidente Bush definió que su administración sería en adelante un gobierno de guerra, puesto que el ataque a las Torres era visualizado como el equivalente de Pearl Harbor en el siglo XXI. Como lo demuestra el libro de Bob Woodward, Bush at War, en ese momento se formuló la “doctrina Bush” de atacar no sólo a los terroristas sino también a los Estados que los albergan, protegen o ayudan.
La investigación de Woodward demuestra que en las discusiones del presidente Bush con sus colaboradores más cercanos en los días siguientes a los atentados del 11 de septiembre, apareció la idea de atacar a Irak —promovida fuertemente por el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y por el subsecretario Paul Wolfowitz con el apoyo del vicepresidente Dick Cheney –pero se prefirió centrar el objetivo inmediato en Al Qaida y los talibanes, dejando a Irak como un objetivo prioritario para una etapa posterior–.
Removidos los talibanes de Afganistán y con Al Qaida en retirada, el objetivo de Washington pasó a ser Irak. El triunfo militar de EE.UU. sobre el régimen de Hussein reforzó la tesis predominante en la política exterior norteamericana: haya o no evidencia de posesión de armas de destrucción masiva por parte de países como Irak, es necesario actuar preventivamente e imponer el cambio de régimen en aquellos países que representen una amenaza para EE.UU. mediante la combinación entre tecnología y apoyo al terrorismo.
Si es necesario, entonces, tendrá que haber –parafraseando al Che Guevara– un, dos o tres Irak. La guerra contra los movimientos terroristas y los Estados que los apoyan no debe cesar. Según esta interpretación, en Irak comenzó la 4ª Guerra Mundial (la 3ª habría sido la guerra fría), que apunta a eliminar cualquier amenaza vital a la seguridad norteamericana.
Sin embargo, al interior de la administración Bush existe todavía una fuerte discrepancia sobre cómo proceder en el escenario internacional post-Irak.
Hasta ahora ha privado la línea dura en la política exterior, cuyos exponentes, agrupados en el Pentágono y respaldados por el vicepresidente Cheney, constituyen un grupo homogéneo y con una visión estratégica fuertemente fundamentada y definida. Ello no ocurre en el Departamento de Estado, que no comparte la línea dura y prefiere el liderazgo norteamericano a través de coaliciones, pero no tiene una concepción alternativa del mundo y de la política exterior de EE.UU.
Las diferencias están claras. Mientras el subsecretario de Defensa Wolfowitz hace pocos días acusaba a Siria de “enviar asesinos a Irak a tratar de matar norteamericanos” y el secretario de Defensa Rumsfeld declaraba que Siria ha realizado una prueba con armas químicas en los últimos 15 meses, paralelamente el subsecretario de Estado Richard Armitage decía que “en los últimos días (Siria) ha reaccionado muy bien a las advertencias y demandas de EE.UU. y los aliados respecto de cerrar sus fronteras (con Irak) y otras acciones similares”. Detrás de la actual perspectiva estratégica del gobierno norteamericano convergen dos motivaciones fundamentales. Primero, el trauma del ataque terrorista del 11 de septiembre, que según una autoridad norteamericana “no sólo inclinó la política exterior de EE.UU. en una dirección marcadamente marcial, sino que además hizo que los norteamericanos vieran el mundo de manera muy distinta de muchos de los países aliados, puesto que ningún otro país –agrega– tiene la presencia global, responsabilidad y exposición que nosotros tenemos”.
Segundo, está el indiscutido peso político de un grupo de neo-reaganianos agrupados en el “Proyecto para un nuevo siglo norteamericano” (PNAC), organización creada en 1997 para promover una visión conservadora estratégica del liderazgo de EE.UU. en el mundo para moldear un nuevo siglo favorable a los intereses y principios de Washington.
Entre los integrantes del PNAC están algunas de las principales autoridades de la política exterior de la administración Bush: el vicepresidente Cheney, el secretario de Defensa Rumsfeld, el subsecretario de Defensa Wolfowitz, además de figuras políticas o intelectuales como el gobernador Jeb Bush, William Kristol, Norman Podhoretz y Dan Quayle.
Existe una clara sintonía entre las posturas de las autoridades de línea dura de la administración Bush y las políticas que promueven los integrantes del “Proyecto” desde 1997. Entre otros objetivos, el Proyecto aboga por una política de “desafío a los regímenes hostiles a los intereses y valores estadounidenses” y la necesidad de “aceptar responsabilidad por el papel único y privilegiado de EE.UU. en preservar y extender un orden internacional amigable a la seguridad, prosperidad y principios norteamericanos”. Tampoco resulta sorprendente que los miembros del PNAC hayan sido los principales impulsores del ataque a Irak, de las críticas demoledoras a Naciones Unidas y del ataque a las posiciones de los países europeos –especialmente Francia– que no compartieron la postura de EE.UU. en el Consejo de Seguridad con relación a Irak.
Estamos ante una visión hegemónica del mundo. En las palabras del proyecto PNAC, la proposición fundamental es que “el liderazgo norteamericano es bueno para EE.UU. y para el mundo”.
Estos mismos conceptos están contenidos en la nueva estrategia de seguridad de EE.UU. del documento de octubre de 2002 “La Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos”. Allí se subraya una concepción de dominio mundial en que EE.UU pretende prevenir el surgimiento de cualquier potencia hostil e imponer sus valores e instituciones políticas, económicas y culturales. Según un perceptivo analista de la revista The New Yorker, esta visión “va mucho más allá de la idea de EE.UU. como el policía del mundo. Es la noción de EE.UU. tanto como policía y legislador del mundo”.
Se suman a esta óptica ciertos sectores de la elite estadounidense que sustentan una concepción idealista-wilsoniana de promoción de la democracia en Irak así como en otros países del Medio Oriente y del mundo en desarrollo. En esencia, esta visión, que se extiende a algunos políticos e intelectuales demócratas de EE.UU., apunta a tornar el mundo “seguro para la democracia”.
Todo apunta a una “paz hegemónica” basada en el principio del uso de la fuerza por parte de EE.UU. para imponer valores, detener la proliferación de armas de destrucción masiva o para desarmar a los regímenes que pudiesen tenerlas, por lo cual EE.UU. tendrá que combatir una serie de “guerras de desarme” con cambios de régimen.
El problema es que los países que ya poseen arsenales nucleares pueden escapar al “cambio de régimen” a través de la disuasión que ejerzan sobre sus vecinos o respecto del propio EE.UU., como es el caso de India, Pakistán o incluso Corea del Norte. Por tanto, los candidatos a sufrir “cambio de régimen” serían países como Siria, Irán, Egipto, Libia, oincluso Japón y Alemania, que aún no poseen un arsenal nuclear de armas de destrucción masiva. Irónicamente, el intento de prevenir la proliferación a través del cambio de régimen podría estimular el rápido desarrollo de dichas armas de destrucción masiva como un “freno al imperio”.
¿Y América latina en este nuevo esquema mundial?
En el contexto post-Saddam es posible anticipar una declinación de la importancia de la región para Washington. Ello debido a las nuevas prioridades de la Casa Blanca. Pero, es necesario tener presente que normalmente la región no ocupa un lugar prioritario en la agenda de EE.UU., y que el relativo elevado interés inicial que mostró la administración Bush hacia México y Latinoamérica se diluyó rápidamente después del ataque terrorista a EE.UU del 11 de septiembre.
En esta misma línea, es posible que la agenda latinoamericana de EE.UU., sin excluir materias relevantes tales como el libre comercio, se haga más estrecha y se focalice en temas como seguridad y la prevención y combate al terrorismo, subrayando la importancia, por ejemplo, de Colombia o la triple frontera de Brasil, Argentina y Paraguay.
Lo que EE.UU. tendrá que evaluar es si para lograr sus nuevos ambiciosos objetivos, Washington procurará o no la ayuda de amigos y aliados voluntarios. Por lo menos Joseph Nye advierte en su reciente libro The Paradox of American Power, que EE.UU. no puede andar solo por el mundo, puesto que “el liderazgo efectivo requiere diálogo con los seguidores”.
* Ex ministro secretario general de Gobierno del presidente Ricardo Lagos en Chile.
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