EL MUNDO
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La paz israelo-palestina es imposible
Por Benny Morris*
Los rumores de que he sido sometido a un trasplante cerebral son infundados o al menos prematuros. Pero mis ideas sobre la crisis de Medio Oriente y sus protagonistas han cambiado radicalmente durante los últimos dos años. Imagino que me siento un poco como esos camaradas de viaje occidentales rudamente despertados por el andar de los tanques rusos atravesando Budapest en 1956.
Allá por 1993, cuando comencé a trabajar en Righteous Victims, una historia revisionista del conflicto árabe-sionista desde 1881 hasta el presente, fui cautelosamente optimista sobre las perspectivas de paz para Medio Oriente. Nunca fui un optimista desenfrenado, pero al menos los israelíes y los palestinos estaban hablando de paz; habían acordado el reconocimiento mutuo y habían firmado los acuerdos de Oslo, un primer paso que prometía el repliegue gradual de los territorios ocupados, la emergencia de un Estado palestino y un tratado de paz entre los dos pueblos. Los palestinos parecían haber renunciado a su sueño y objetivo de décadas de destruir y suplantar el Estado judío, mientras los israelíes habían renunciado al sueño de un “Gran Israel”, extendiéndose desde el Mediterráneo hasta el río Jordán. Y, dada la centralidad de las relaciones israelo-palestinas en el conflicto árabe-israelí, un acuerdo de paz –final y completo– entre Israel y todos sus vecinos árabes, parecía estar al alcance.
Pero, para el momento en que yo había terminado el libro, mi precavido optimismo había dado paso a serias dudas, y en el plazo de un año había cedido a un pesimismo cósmico. La razón principal fue la figura de Yasser Arafat, quien lideró al movimiento nacional palestino desde fines de 1960 y, gracias a los acuerdos de Oslo, gobernó las ciudades de Cisjordania (Hebrón, Belén, Ramalá, Nablus, Jenín, Tulkarem y Kalkylia) y sus alrededores, y el grueso de la Franja de Gaza. Arafat es el símbolo del movimiento, reflejando las miserias y aspiraciones colectivas de su pueblo. Abba Eban, el legendario canciller israelí, dijo una vez con ironía que los palestinos nunca perdieron una oportunidad de perderse una oportunidad. Pero nadie puede culparlos por su coherencia. Arafat es un nacionalista implacable y mentiroso empedernido, en quien ningún líder árabe, israelí o norteamericano confía (a pesar de que parece haber muchos europeos que han sido engañados). En 1978-79, fracasó al no unirse al acuerdo-marco israelo-egipcio de Camp David, lo que podría haber derivado en un Estado palestino una década atrás. En 2000, dándole la espalda al proceso de Oslo, Arafat rechazó otra vez otro compromiso histórico, la propuesta ofrecida por Barak en julio en Camp David, y que fue subsecuentemente mejorada, por el presidente Bill Clinton (y respaldada por Barak) en diciembre. En cambio, los palestinos recurrieron a las armas en diciembre y lanzaron la actual miniguerra o Intifada, la que hasta ahora ha derivado en la muerte de 790 árabes y 270 israelíes, y ha profundizado el odio en ambas partes al punto de que la idea de un compromiso político-territorial parece una ilusión.
Los palestinos y sus simpatizantes han culpado a los israelíes y a Clinton por lo que ha ocurrido: las humillaciones diarias y las restricciones por la continuidad de la semiocupación, las astutas pero transparentes demoras de Netanyahu durante 1996-99; la continuación por Barak de los asentamientos en los territorios ocupados y su actitud distante hacia Arafat; y la insistencia de Clinton en el encuentro de Camp David a pesar de las protestas palestinas argumentando que no estaban listos. Pero todo esto está realmente y verdaderamente más allá de la cuestión: Barak, un líder valiente y sincero, ofreció a Arafat un acuerdo de paz razonable que incluía el repliegue israelí del 85-91 por ciento de Cisjordania y el ciento por ciento de la Franja de Gaza; el fin de la mayoría de los asentamientos; la soberanía palestina sobre los barrios árabes de Jerusalén oriental; y el establecimiento de un Estado palestino. Y por el Monte del Templo (Haram ash-Sharif) en la Ciudad Vieja deJerusalén, Barak propuso un condominio israelo-palestino o un consejo de seguridad de la ONU o una “soberanía divina” con control árabe efectivo. Respecto de los refugiados palestinos, Barak ofreció una simbólica vuelta a Israel y una masiva compensación financiera para facilitar su reubicación en los estados árabes y o en el futuro Estado palestino.
Arafat rechazó la oferta, insistiendo en el ciento por ciento del repliegue israelí de los territorios, en la soberanía palestina sobre el Monte del Templo, y el “derecho al retorno” de los refugiados a Israel. En lugar de continuar la negociación, los palestinos –con el ágil Arafat a veces dirigiendo el tigre y otras veces moviendo los hilos detrás de la escena– lanzaron la Intifada. Clinton (y Barak) respondieron mejorando la anterior oferta a 94-96 por ciento de Cisjordania (con alguna compensación territorial en Israel propiamente dicha) y la soberanía sobre el área de superficie del Monte del Templo, con algún tipo de control de las áreas bajo tierra. Nuevamente, los palestinos rechazaron las propuestas insistiendo en la soberanía únicamente palestina sobre el Monte del Templo (una demanda claramente injusta: después de todo, el Monte del Templo y los restos de los templos en su núcleo son los símbolos y lugares históricos y religiosos más importantes del pueblo judío). Vale la pena mencionar que “Jerusalén” o sus variantes en árabe no aparecen ni una vez en el Corán.
Desde estos rechazos –que llevaron directamente a la derrota de Barak y a la elección de Ariel Sharon– los israelíes y palestinos han estado en guerra y la semiocupación ha continuado. La Intifada es una guerra extraña y triste, con el perdedor, que rechazó la paz, simultáneamente en el rol de agresor y, cuando las cámaras de TV occidentales están presentes, de víctima. El semiocupante, con su ejército gigante pero mayormente inútil, apenas responde, usualmente con gran restricción, dados los límites morales e políticos internacionales bajo los cuales opera. Y pierde en la CNN porque los bombardeos de los F16 sobre edificios de policía vacíos parecen mucho más salvajes que los suicidas palestinos que terminan con la vida de 10 o 20 ciudadanos israelíes cada vez que se inmolan.
La Autoridad Palestina (AP) ha emergido como un virtual reinado del engaño, donde cada funcionario, desde el presidente Arafat para abajo, pasa sus días mintiendo a una sucesión de periodistas occidentales. Un día, Arafat dice que la Fuerza de Defensa Israelí (IDF) usa balas con punta de uranio contra ciudadanos palestinos. Al día siguiente se trata de gas envenenado. Luego, a falta de corroboración independiente, los cargos sencillamente se desvanecen, y los palestinos continúan con su próxima mentira, otra vez consiguiendo los titulares de los periódicos árabes y occidentales.
El liderazgo palestino, y con éste la mayoría de los palestinos, niegan el derecho a la existencia de Israel, niegan que el sionismo fuera o sea un emprendimiento justo. (Aún tengo que ver incluso un líder palestino pacifista, como Sari Nusseibeh parece ser, levantarse y decir: “El sionismo es un movimiento legítimo de liberación nacional, como el nuestro. Y los judíos tiene un reclamo justo de Palestina, como nosotros”.) Israel puede existir, y ser demasiado poderoso, en el presente, como para ser destruido; uno puede reconocer su realidad, pero no es lo mismo que reconocer su legitimidad. De aquí viene la reiterada negación por Arafat en meses recientes de cualquier conexión entre el Monte del Templo y el pueblo judío, y por extensión, entre el pueblo judío y la tierra de Israel/Palestina. “¿Qué templo?”, se pregunta. Los judíos son simples ladrones que vinieron de Europa y decidieron, por alguna razón insondable, robar Palestina y desplazar a los palestinos. Arafat se niega a reconocer la historia y la realidad de la conexión de 3000 años de los judíos con la tierra de Israel.
Ya estamos a 50 años –e Israel existe–. Como cada pueblo, los judíos merecen un Estado y no se va a hacer justicia tirándolos al mar. Y si a los refugiados se les permite volver, va a haber un caos y, hacia elfinal, ningún Israel. Israel está actualmente poblada por 5 millones de judíos y más de 1 millón de árabes (una bomba de tiempo propalestina e irredentista cada vez más vociferante). Si los refugiados vuelven, va a emerger una inviable entidad binacional y, dadas las más altas tasas árabes de natalidad, Israel va a dejar de ser un Estado judío rápidamente. Agréguense a esto los árabes de Cisjordania y la Franja de Gaza y ya se tiene, casi instantáneamente, un Estado árabe entre el Mediterráneo y el río Jordán con un minoría judía.
Es el rechazo del liderazgo palestino a las propuestas de Barak y de Clinton de julio a diciembre del 2000, el lanzamiento de la Intifada y la demanda desde entonces de que Israel acepte el “derecho al retorno” lo que me ha convencido de que los palestinos, al menos en esta generación, no quieren la paz; no quieren meramente el fin de la ocupación –que es lo que se les ofreció entre julio y diciembre de 2000, y ellos rechazaron– sino toda Palestina, y con tan pocos judíos en ella como sea posible. El “derecho al retorno” es la palanca con el que quieren abrir el Estado judío. La demografía –la mucha más elevada tasa de natalidad árabe– va a hacer el resto con el paso del tiempo, si las armas nucleares iraníes o iraquíes no lo hacen primero.
Y no me malinterpreten. Estoy a favor del repliegue israelí de los territorios –la semiocupación corrompe y es inmoral, y aliena a los países amigos– como parte de un acuerdo de paz bilateral; o, si no se obtiene un acuerdo, apoyo un repliegue unilateral a fronteras estratégicamente defendibles. De hecho, en 1988 yo pasé cierto tiempo en una prisión militar por negarme a servir en las ciudades cisjordanas. Pero no creo que el statu quo resultante vaya a sobrevivir mucho. Los palestinos, ya sea la AP misma o varias facciones armadas con la aprobación de la AP, van a continuar atacando a Israel, con cohetes Katyusha y atacantes suicidas, a través de las nuevas fronteras, ya sean acordadas o autoimpuestas. Finalmente, van a forzar a Israel a reconquistar Cisjordania y la Franja de Gaza, probablemente hundiendo a Medio Oriente en un nueva y gran conflagración.
No creo que Arafat y sus colegas busquen o quieran paz, y no creo que vaya a emerger una solución permanente de dos Estados. No creo que Arafat sea constitucionalmente capaz de acordar, realmente acordar, una solución en la que los palestinos obtengan el 22-25 por ciento de la tierra (un Estado en Cisjordania y Gaza) e Israel el restante 75-78 por ciento, ni que Arafat sea capaz de resignar el “derecho al retorno”. Arafat es incapaz de mirar a sus bases en Líbano, Siria, Jordania y Gaza a los ojos y decirles: “He resignado tus derechos de nacimiento, tu esperanza, tu sueño”.
Y probablemente Arafat no quiere hacerlo. Finalmente, creo, el balance de la fuerza militar o la demografía de Palestina –con las distintas tasas de natalidad nacionales– son lo que determinará el futuro del país, y o bien Palestina se va a convertir en un Estado judío, sin una minoría árabe sustancial o se va a convertir en un Estado árabe, con una minoría judía en gradualmente disminución. O se va a convertir en un baldío nuclear, un hogar para ninguno de estos pueblos.
* Historiador radical israelí que forzó a su país a confrontar su rol en el desplazamiento de cientos de miles de palestinos. Luego, fue encarcelado por negarse a servir militarmente en Cisjordania. Su próximo libro es The road to Jerusalem: Glubb Pasha, the jews and Palestine.
De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12.
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