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Los rebeldes de la Artibonita
Por Claudio Uriarte
El curioso levantamiento comenzó el 6 de febrero último, cuando rebeldes autoidentificados como el “Frente de Resistencia Revolucionario de la Artibonita” tomaron la comisaría de Gonaives y, con ella –puesto que no hay ejército en Haití–, el poder allí, la cuarta ciudad del país. La Artibonita es la provincia haitiana de la que Gonaives es la capital. Poco después, tomaban otras comisarías en otras provincias. Los rebeldes, ya confiados de su grandeza ante la historia, se rebautizaron como “Frente de Resistencia para la Liberación y Reconstrucción Nacionales”.
En realidad, no eran ni una cosa ni la otra, sino un manojo desordenado de 200 o 300 ex policías, ex militares, ex represores y simples lúmpenes que vencían por la fuerza del miedo que causaban en unos policías mal armados y peor alimentados. Eso no es raro: la mayoría de los golpes de Estado ocurre y progresa de ese modo minoritario y de adquisición de poder incremental, sólo que en Haití todo parece expresarse bajo la forma de una caricatura. En las últimas horas, el “comandante” Guy Phillippe parece haberse bajado de su bravuconada de malevo retobado de que ocuparía Puerto Príncipe y la Presidencia el día de su cumpleaños –que se celebra hoy–, pero la situación de Jean Bertrand Aristide no mejora: quieren ganarle la ciudad por hambre y desabastecimiento –como ya están tratando de hacerlo en Saint Marc, más al norte– y, aparentemente, por infiltración. Mientras tanto, Aristide jura que resistirá. Es posible que los insurrectos le crean y por eso hayan decidido la erosión lenta frente a la confrontación abierta: si Aristide tiene alguna fuerza, la tiene en Puerto Príncipe, en los desharrapados a los que favoreció convertidos ahora en bandas parapoliciales.
En un contexto más amplio, la situación de Haití se parece un poco a la de Liberia antes de la salida del “hombre fuerte” Charles Taylor el año pasado, pero con una importante diferencia: contrariamente al caso de Liberia y de Taylor, las grandes potencias y los vecinos de Haití no parecen tener muy claro qué hacer ante la situación. Por una parte, el Departamento de Estado norteamericano estuvo sosteniendo a Aristide –que fue repuesto en el poder por marines estadounidenses en 1994 tras ser expulsado del gobierno por un golpe militar más de tres años antes– hasta mediados de esta semana. Gran error, insistió el canciller francés Dominique de Villepin, que poco a poco fue convenciendo a Colin Powell de la sabiduría de la ex potencia colonial de Haití. O por lo menos así se cuenta. El hecho es que Powell había manufacturado un plan para mantener a Aristide en el poder formal hasta el vencimiento de su mandato en 2006 –aunque quitándole el poder real, a ser transferido a un primer ministro–, pero las dos oposiciones haitianas, la armada y la política, olfateando sangre, rechazaron toda solución que no contemplara la salida, captura, juicio, ejecución, maldición pública y envío al infierno del presidente.
Esto coloca a las potencias en una situación extraña, ya que Francia y Estados Unidos están defendiendo ahora lo que efectivamente es el derrocamiento armado de un presidente legítimamente electo, cualquiera hayan sido sus errores. En este cuadro, la solución liberiana, en que Estados Unidos, los países de la zona y la propia oposición liberiana reclamaban la salida de un dictador que había llegado al poder mediante un golpe de Estado, no es equivalente ni operativa. Por eso la situación diplomática se mantiene, por el momento, paralizada. Pero eso no es así en la situación militar, donde los rebeldes controlan la mitad del país y Puerto Príncipe nadie sabe cuánto resistirá. Y tampoco lo es la situación de los refugiados, que es posible que se lancen al mar de a miles a medida que el país sea tomado por una banda de delincuentes armados.
Maxine Waters, una congresista californiana, ha denunciado que la CIA está detrás del derrocamiento de Aristide, que Roger Noriega y Otto Reich, los dos pesos pesados de la administración Bush para América latina, detestan al ex cura salesiano de la Teología de la Liberación, y que André Apaid, el jefe de la oposición burguesa, es el hombre de los norteamericanos. Todo esto es perfectamente posible, salvo que la línea de puntos desde aquí hasta el presunto objetivo está llena de bombas de tiempo –los boat people entre ellas– que la administración, aterrada ante el año electoral, querría evitar. Pero el Pentágono ha sugerido el despliegue de un grupo naval de 2200 marines en torno a las costas de Haití, presuntamente para evitar las fugas masivas, pero que por supuesto, también podrían servir para ocupar el país. Esa puede ser la solución final, si George W. deja de sostener la calavera de Yorick.
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