EL MUNDO
• SUBNOTA › CASI 5.000.000 NO PUEDEN VOTAR POR HABER TENIDO “PROBLEMAS LEGALES”
Cómo hacer trampa en nombre de la ley
Por E. F.
Desde Miami, Florida
La democracia de la potencia más grande del mundo no solo puede quedar paralizada durante más de un mes como ocurrió en el 2000. También es perfectamente capaz de dejar a millones de personas sin derecho a voto por vagas y complicadas “razones” judiciales. Los excluidos no son un puñado sino una legión evaluada en 4.700.000 personas. La cifra puede dejar incrédulo a más de un elector, pero es real. Todos los norteamericanos “fichados” por la Justicia perdieron automáticamente su derecho de poner la papeleta en las urnas. Según los estados del país, la legislación concierne a todos los detenidos (48 estados), a las personas que se encuentran en libertad condicional (33 estados), a las personas en libertad controlada (29 estados) y a todo aquel que haya pagado sus deudas con la Justicia en un período reciente. Libres o presos, las urnas están cerradas para ellos. Las minorías del país son las más afectadas por estas leyes: el 13 por ciento de los negros norteamericanos se ve así privado de voto y, con porcentajes inferiores, lo mismo ocurre con los hispanos. Entre 1974 y hoy, la población carcelaria aumentó en un 600 por ciento. La cifra muestra hasta qué punto esos casi cinco millones de electores faltantes podrían ser determinantes si pudieran ejercer sus derechos.
La decimocuarta enmienda constitucional dice que las personas condenadas por “rebelión u otros crímenes” no tienen derecho a votar. En el caso de los condenados que cumplieron con sus penas y apartados del proceso electoral, el argumento es muy hábil: se considera que quienes violaron la ley no están en condiciones de elegir a quienes las promulgan. Todo un arte.
El cuerpo conservador que promueve esos principios aduce argumentos paradójicos. Todd Gazziano, miembro del think-tank conservador Heritage Foundation, arguye que, si votaran, los criminales terminarían creando una suerte de “frente antipolicial” y, así, elegiría a los bads (malos) candidatos. El razonamiento es extremo. Usted se ha portado mal, no tiene derecho a elegir a los representantes que se portan mejor (en apariencia). Los republicanos han hecho bien los cálculos. Según sus analistas electorales, las personas con ingresos bajos, nivel de educación escaso y miembros de minorías –detalles que, para ellos, caracterizan a los delincuentes– votan demócrata, en un abanico que oscila entre el 65 y el 90 por ciento. Las leyes, que en un principio estaban destinadas a marginar a los negros, se remontan al siglo XIX. Sin embargo, aunque todo ha cambiado, siguen vigentes en pleno siglo XXI. Dos siglos después, la misma guillotina cae sobre las mismas cabezas excluidas. En Florida, la gran mayoría de los condenados perdió su derecho al voto para toda la vida. Por consiguiente, el 8 por ciento de los adultos no puede elegir a sus representantes. Un estudio realizado por la Universidad de Minesota probó que, en las elecciones del 2000, George W. Bush hubiese perdido la consulta por una diferencia de 80.000 votos si los electores con prontuario hubiesen podido votar. El mismo estudio reveló que, desde 1978, por lo menos siete senadores republicanos hubiesen perdido sus escaños si todos los ciudadanos tuvieran los mismos derechos frente a las urnas. George, un ex detenido de 50 años, confiesa que le resulta “incómodo sentirse excluido por derecho. En Estados Unidos, una vez que se ha estado en la cárcel, uno deja de ser un ciudadano como los demás”. Solo los estados de Maine y Vermont otorgan el derecho de voto a las personas que están detrás de las rejas y otros 14 estados permiten que las personas que recobraron la libertad ejerzan sus derechos cívicos. Desde hace varios años, las asociaciones de derechos civiles se vienen movilizando para obligar a los estados “discriminadores” a cambiar su posición. Esta semana se inicia en Florida un juicio colectivo impulsado por 600.000 ex condenados que no pudieron votar en el 2000 y exigen poder hacerlo ahora. Demócratas y republicanos han mantenido hasta ahora un perfil bajo frente a este problema. Ninguno de los dos campos quiere aparecer como “indulgente” frente a una sociedad obsesionada a la vez por el crimen y por el orden. Lo paradójico de las leyes radica en que éstas pueden ser muy duras según los estados. En Nueva York, por ejemplo, hasta un delito menor desencadena la exclusión electoral. Johann Page, directora de la fundación Fortune Society, encargada de reinserción de los criminales, opina que se trata de una “auténtica discriminación. Usted puede haber cometido un simple fraude fiscal y, de pronto, eso basta para perder el derecho más fundamental”.
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