EL MUNDO
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Ninguna igualdad, fraternidad o libertad
› Por E. F.
Mohamad, Ibrahim y Abdel están acostumbrados a ver escenas como las que ayer presenciaron en el noticiero de la noche difundido en el canal 3 de la televisión nacional francesa. Una inmaculada rubia de profusos ojos azules entrevistaba a una especialista de la delincuencia juvenil. Desde luego, ningún dato oficial afirmó nunca que los jóvenes que incendian autos y atacan los símbolos del Estado francés eran delincuentes. La entrevistada, por otra parte, se encargó de aclarar el tema. Pero Mohamad, Ibrahim y Abdel saben que ser joven e hijos de emigrados equivale muchas veces a ser vistos como delincuentes.
Falta de trabajo, magro apoyo familiar en la educación, discriminación, las generaciones de jóvenes oriundos de la inmigración conforman un retrato dramático de todo lo que la acción política debe evitar y que, en Francia, nunca fue evitado. Una suerte de consenso secreto ha dividido al país entre franceses “de pura cepa” y a los hijos de los emigrados que llegaron hace 40 años. Mohamad o Ibrahim no pueden hacer gran cosa si presentan su candidatura a un puesto de trabajo. Sus orígenes son una desventaja. A competencias similares, el empleador elegirá a Jacques, Pierre et Antoine para el puesto. Unos van a la mezquita, otros a la iglesia. Pero todos son franceses.
Rachid tiene 23, vive en Aulnay, es un francés de la “tercera generación”. Finalizó sus estudios con muchos esfuerzos y se diplomó en una escuela de comercio. Cuenta: “llevar un nombre árabe es quedarse sin la mitad del futuro. Nos tienen miedo, pero somos franceses, aunque muchos vayan a la mezquita. Esta sociedad construyó un muro de exclusión. Francia tiene dos niveles: hay una fractura social, como en casi todas partes, y una fractura racial. Cuando ambas convergen en una misma persona es muy difícil sobrevivir”. Amar denuncia con vehemencia la insalubridad de los suburbios, el estado casi “carcelario” de las ciudades dormitorios y la desigualdad en los sistemas educativos. “Lo peor de todo es que vivir en estas zonas es como ser miembro de una banda de delincuentes. La policía nos hostiga día y noche. Cuando salimos del tren nos piden documentos, si caminamos en grupo por la calle se nos vienen encima, si salimos a la puerta a conversar llegan los camiones de la policía antimotines a provocarnos. Y encima está ese ministro, Sarkozy, que nos trató de escoria, que dijo que había que limpiar nuestros barrios con soda cáustica. Es demasiado.”
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