EL MUNDO • SUBNOTA › OPINION
› Por Ernesto Tiffenberg
En las películas, al final siempre el chico joven y lindo se las ingenia para domar al toro. Comparado con el candidato de la derecha, nada menos que el hombre más rico del país, se podría considerar a Rafael Correa como joven y lindo. Y Ecuador, donde desfilaron siete presidentes en los últimos 10 años, bien podría jugar el rol del toro embravecido. Lo que todavía está por verse es si logra domarlo.
En el pequeño país andino se ha vuelto un clásico que los presidentes consigan su trabajo en las urnas, en general con sólidas mayorías en las segundas vueltas, y que lo pierdan poco tiempo después por la acción combinada de la protesta callejera y el complot parlamentario.
Más precisamente, la rebelión de las calles hace ingobernable al país mientras el desprestigiado Congreso encuentra una salida de dudosa legalidad pero siempre aceptada como legítima. Así, en febrero de 1997, Abdalá Bucaram, el remedo local de Carlos Menem que hasta se dio el lujo de contratar a Domingo Cavallo para que también les arruinara la vida a los ecuatorianos, fue declarado “insano” por los parlamentarios cuando el país se incendiaba. Poco después, en enero de 2000, cayó Jamil Mahuad, que había llegado al poder con fama de gobernante eficaz y socialmente sensible, en medio de un levantamiento indígena que obtuvo el oportuno respaldo de los militares de Lucio Gutiérrez. Elegido presidente en las siguientes elecciones, Gutiérrez se abrazó a las recetas del FMI que había criticado en su campaña y no llegó a cumplir la mitad de su mandato, empujado por las mismas fuerzas indígenas que lo habían llevado a la cumbre.
A su manera, Ecuador fue el escenario donde primero se montó, y más se repitió, la obra que terminaría seduciendo a buena parte de América latina. Esa que exhibe sin pudores la decadencia de los políticos nacidos y criados a partir del retorno de la democracia al continente a fines de los setenta y principios de los ochenta. En ella los militares ya no son protagonistas excluyentes, en muchos países ni siquiera importantes, y las revueltas populares se transforman en la pesadilla de los gobernantes.
Algo de esta trama conoció la Argentina a fines de 2001 y la seguidilla de presidentes en apenas semanas muestra el éxito que alcanzó la puesta local del nuevo suceso continental.
De los políticos que tuvieron que soportarla, fue Néstor Kirchner el que mejor comprendió dónde estaba agazapada la principal amenaza para la gobernabilidad. Y tan bien aprendió la lección que hasta el día de hoy, tres años después de su llegada a la Casa Rosada y con una confirmación electoral en el medio, todavía tiene clara la necesidad de ratificar casi diariamente su relación con “la gente” y de impedir a cualquier precio cualquier represión violenta a los movimientos callejeros que, efusión de sangre mediante, pueda poner en cuestión su estabilidad en el cargo. Algo que también sus enemigos parecen haber aprendido y de ahí su interés por empujarlo en esa dirección ante cualquier oportunidad, o sea toda medida de acción directa protagonizada por sectores populares.
Si los resultados de las encuestas de boca de urna se confirman en el conteo oficial, Correa haría bien en tomar en cuenta esa experiencia. En una primera mirada, daría la impresión que no la ignora. Su campaña estuvo basada en dos ejes fundamentales. Por un lado prometió una “revolución” económica, destinada a mejorar la desastrosa distribución del ingreso que condena a la miseria a más de la mitad de la población. Ya adelantó su rechazo a un TLC con Estado Unidos, la necesidad de rediscutir la deuda externa y, aunque aseguró que no abandonará la dolarización que encorseta la economía local, parece comprender los peligros que representa. Por el otro, apostó su destino político a la convocatoria de una Asamblea Constituyente que disuelva el desprestigiado Parlamento y fije las bases de un nuevo contrato nacional. En el caso de Correa, conseguir este objetivo es casi una cuestión de supervivencia, porque no cuenta con ningún apoyo en el Congreso que es justamente el órgano que debería convocar a la Constituyente.
En este campo, también podrá recurrir a la experiencia continental. Tanto Hugo Chávez en Venezuela como Evo Morales en Bolivia trasladaron la lucha política al terreno constitucional apenas asumidos. Pero su desafío luce aún más difícil que el de sus dos referentes. Correa no tiene un partido sólido que lo respalde ni mayorías electorales consistentes que le permitan, al menos en un principio, hacer retroceder a lo que durante toda la campaña calificó como “partidocracia corrupta”. Si no lo logra, o se pliega a ella, seguramente la historiografía de su país se limitará a recordarlo como el octavo de los presidentes consumidos en solo diez años por el Ecuador. Otro más que no consiguió domar al toro.
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