EL MUNDO • SUBNOTA
La orden era no dejar a nadie vivo. Y así fue, a sangre y fuego. Hace diez años, la casona estilo guerra de Secesión estadounidense se llenó de humo y tembló por las explosiones. El operativo Chauvín de Huantar (nombre de una cultura preincaica conocida por sus túneles) ponía fin a la toma de rehenes que el MRTA había iniciado 126 días, en reclamo de la liberación de 300 de sus compañeros presos, la revisión de la Ley Antiterrorista y el cambio de la política neoliberal de Fujimori. El saldo fue de 71 rehenes liberados, uno de ellos muerto, al igual que los 14 guerrilleros y dos militares. Los enviados especiales pasamos Navidad en la guardia periodística que se mantenía a dos cuadras de la residencia del embajador japonés en Perú, Morihisa Aoki, y a fines de diciembre de 1996 presenciamos el emotivo rescate de los rehenes argentinos: el consejero de la ONU Jorge Guilligan y el empresario Julio Soriano. A pesar de sus declaraciones, Fujimori nunca descartó la vía violenta para recuperar la sede diplomática. Las cámaras de televisión descubrieron el túnel que construía el ejército, que junto a los micrófonos y al relajamiento de los emerretistas, fue esencial en el sangriento desenlace. Los guerrilleros necesitaban matar el tedio y no se privaron de practicar “fulbito”. Su error fue hacerlo siempre a la misma hora.
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