Mar 22.05.2007

EL MUNDO • SUBNOTA

Sunnitas versus sunnitas

› Por Robert Fisk *
desde Aabdeh, al norte del Libano

Tiene algo de obsceno mirar el sitio de Nahr al Bared. El viejo campo palestino, que alberga a 30 mil almas perdidas que nunca irán “a casa”, se deleita bajo el sol del Mediterráneo más atrás de huertos dorados de naranjas. El ejército libanés, habiendo retomado sus posiciones en la principal ruta al norte, pasa su tiempo a bordo de sus transportes de soldados. Y nosotros –nosotros, los representantes de la prensa mundial– estamos sentados también sin hacer nada sobre un edificio de departamentos a medio terminar, disfrutando en el pequeño jardín o bebiendo tazas de té hirviendo al lado de las antenas satelitales donde los titanes de la televisión cabalgan en sus trajes espaciales azules y sus cascos.

Y luego llega el ruido de los disparos de rifle y un montón de balas salen del campo. Un tanque del ejército libanés devuelve a su vez un proyectil y sentimos una ola de estremecimiento desde el campo. ¿Cuántos han muerto? No lo sabemos. ¿Cuántos heridos hay? La Cruz Roja todavía no puede entrar para averiguar. Nuevamente estamos en otro de esos trágicos asedios del Líbano: el asedio de los palestinos. Sólo que esta vez, por supuesto, tenemos combatientes musulmanes sunnitas en el campo, a menudo disparándoles a soldados musulmanes sunnitas que están apostados en un pueblo musulmán sunnita. Fue un colega libanés el que nos hizo notar todo esto. “Siria está demostrando que el Líbano no tiene por qué ser cristianos versus musulmanes o chiítas versus sunnitas”, dijo. “Puede ser sunnitas versus sunnitas. Y el ejército libanés no puede entrar atacando a Nahr al Bared. Pondría al gobierno en una situación que no podría mantener.”

Y ahí está el problema. Para llegar a Fatah al Islam sunnita, el ejército tiene que entrar al campo. De manera que el grupo permanece, tan potente como lo estaba el domingo cuando montó su mini-revolución en Trípoli y terminó con sus combatientes muertos, quemándose en un departamento en llamas y 23 soldados y policías muertos en las calles. Y sí, es difícil no sentir las manos de Siria en estos días. El gobierno de Fuad Siniora, rodeado en su pequeña “zona verde” en el centro de Beirut, está vacío de poder. El ejército está cada vez más gobernando el Líbano, cada vez más puesto a prueba porque él también está compuesto por sunnitas y chiítas, maronitas y drusos del Líbano. ¿Qué fracturas, cuántas tensiones más se pueden poner en este pequeño país mientras Siniora todavía ruega que un tribunal de la ONU juzgue a aquellos que asesinaron al ex primer ministro Rafik Hariri en 2005?

Leímos la lista de los muertos del ejército. La mayoría de los nombres parecen ser sunnitas. Y miramos hacia arriba a las nubes y a través de la cadena de montañas donde la frontera siria está a escasos 16 kilómetros de distancia. No es difícil llegar a Nahr al Bared desde la frontera. No es difícil de reabastecer. La geografía tiene un sentido político aquí arriba. Y justo por la ruta está el puesto de la frontera siria con su bandera roja, blanca y negra y su águila gobernante.

Los soldados son atentos, corteses con los periodistas. Este debe ser uno de los pocos países donde los soldados tratan a los periodistas como viejos amigos, donde permiten alegremente que los señores y las señoras de la prensa emitan desde frente a sus posiciones, pidiendo prestados sus diarios, compartiendo cigarrillos, conversando, creyendo que tenemos una tarea que hacer. Lo que, hasta un punto, es cierto. Pero cada vez más nos preguntamos si nos estamos haciendo un relato de la triste desintegración de este país. El ejército libanés está en las calles de Beirut para defender a Siniora, en las calles de Sidon para prevenir disturbios sectarios, en los caminos del sur del Líbano mirando hacia la frontera con Israel y ahora, aquí en el norte, asediando a los pobres y golpeados palestinos de Nahr al Bared y a los peligrosos pequeños grupos que pueden o no estar recibiendo órdenes de Damasco.

El viaje de regreso a Beirut está lleno de puestos de control y hasta la capital es peligrosa una vez más. En Ashrafieh, a la mañana temprano, la explosión de una bomba –la podíamos oír en toda la ciudad– mató a una mujer cristiana. Por supuesto, no hay sospechosos. Nunca los hubo. Los carteles todavía exigen la verdad sobre el asesinato de Hariri. Otros carteles exigen la verdad sobre el asesinato de un anterior primer ministro, el de Rashid Karami. Varios, justo a lo largo del camino, tienen el retrato de Saddam Hussein. “Mártir de Al Adha”, proclaman, con la fecha de su ejecución. De manera que hasta el colapso de Irak nos toca a todos aquí en nuestro pueblo sunnita, donde el dictador de Irak es honrado más que odiado.

Una ráfaga de cohetes retumba sobre el campo antes del anochecer. Los soldados apenas se molestan en mirar. Y a través de los huertos de naranjas y las desiertas calles de Nahr al Bared, el viejo mar hace espuma y centellea como si estuviéramos todos de vacaciones, mientras esta nación tiembla bajo nuestro pies.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

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