EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El peronismo tiene una proverbial aptitud para poner en escena sus conflictos. El registro puede variar, desde la tragedia hasta el grotesco. La historia justicialista prodiga situaciones vivaces, expresivas, suscitantes de risas o llantos. El renunciamiento de Evita, los dos regresos a Ezeiza de Juan Domingo Perón, los velorios de ambos, son algunas notas altas del drama clásico: el dolor, la muerte, lo inexorable, la guerra intestina. San Vicente, Herminio Iglesias quemando el cajón fueron momentos grotescos, igualmente didácticos.
La nómina sería larguísima, el factor común es la expresividad teatralizada en algún rincón del ágora. Más operística que teatral, tendencia que Leonardo Favio supo capturar y reflejar como nadie.
Los congresos partidarios no fueron, seguramente, los puntos cúlmines de la lírica peronista, pero no traicionan la regla. El más reciente, celebrado en la provincia de Buenos Aires, fue fugaz como la llama de un fósforo. Ese mismo día, Cristina Fernández ofrendó al presidente Lula da Silva un almuerzo en Cancillería. Un asistente a ambos ágapes, tan misceláneos, hizo su cuenta: el Congreso había durado menos que cualquiera de los dos discursos que acompañaron al brindis. La celeridad, estilo K, también explicita algo.
La liturgia es la liturgia (y en general insume sus ratos), pero lo sustancial va por otro carril. Quizás una anécdota prehistórica ilustre un poco el concepto. Vamos al túnel del tiempo.
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Fue al comienzo de la restauración democrática. Un congreso rebosante en Capital, de cara a las elecciones del ’83. Italo Luder iba por la presidencia, Lorenzo Miguel era gran elector y pope del distrito. Era un reencuentro después de años de dictadura y veda política, se entreveraban dirigentes o militantes que se habían combatido duramente entre sí pocos años antes. El fervor hacía hervir el teatro. Los prolegómenos se eternizaban, la Marcha se cantaba una y cien veces. Antes de ir a los bifes, alguien enumeró algunos de los asistentes, vagamente horizontalizados por las circunstancias. Se nombró entonces a un cabal sindicalista combativo, prócer de jornadas de lucha durante la resistencia, contra el Plan Conintes de Frondizi, en la dictadura. La ovación unificó a los presentes. Figuras de la derecha y la izquierda peronista confluían en el aplauso. Las lágrimas rodaban por rostros viriles y hasta torvos. El aplauso caía sin parar. Pasó un rato, otras ceremonias previas. Llegó el momento de hablar de las listas para las elecciones. Uno mocionó que el susodicho compañero, por sus probados méritos, encabezara la lista de concejales. No era el cargo más alto (se votaban senadores y diputados), pero tenía una significación. La mayoría de los congresales, fieles a la conducción, mutaron sus plácemes por la repulsa y la rechifla. El pulgar de la mayoría de los congresales y su silbatina dijeron nones.
Un vistazo superficial diría que los vítores fueron falsos y la repulsa, sincera. El cronista cree que las cosas son, en cierta medida, más intrincadas. La historia, la memoria, los mitos compartidos tienen su peso: la identidad política entibia corazones, enhebrando recuerdos y olvidos.
Aunque, desde luego, el poder es el poder. Y hay una escala de jerarquías, imbatible.
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Otro congreso en ese paleozoico dejó imágenes henchidas de significado. Fue en La Plata. Las huestes de Herminio Iglesias rompieron vallas y alguna mandíbula, entraron de prepo, imponiendo su candidato a gobernador bonaerense sobre Antonio Cafiero. La comisión de poderes voló por los aires, junto a un par de compañeros remisos. Fue una remake a modo de parodia de la consabida convocatoria histórica de Perón a los peones a romper los alambres y votar contra los patrones. Y fue un anticipo de la derrota electoral a manos de Raúl Alfonsín, primera en elecciones presidenciales libres.
Consiguientemente, el peronismo quedó sin líder.
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Carlos Menem ocuparía ese sitial, tras una jugada muy a su medida. Forzó una interna con voto directo de los afiliados, con padrón nacional único. Ganó tras una formidable movilización propia y ajena. Una vez ungido jefe clausuró toda actividad partidaria. Las resistencias fueron pocas, minoritarias. Las políticas de Menem no excitaban la identidad peronista, pero su éxito electoral y los negocios que propiciaba fueron un ungüento reparador.
Nadie lo conmemora en estos días, pero Menem fue, pese a su conservadorismo, su cipayismo, su antiestatismo y antiindustrialismo, un conductor querido. Entrador, franco en la conversación, cercano a la confidencia en la carpa o a la farra, el riojano les calzaba a casi todos los dirigentes peronistas. Muchos, con amnesia total, harán su parte hoy para que Néstor Kirchner llegue a presidir el PJ.
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Eduardo Duhalde, discursivamente, representaba mucho mejor el pensamiento medio de la dirigencia peronista: un industrialismo impreciso pero entusiasta, una nostalgia por la argentina de los ‘50 o los ‘60. Pese a esa afinidad, Duhalde jamás fue reconocido como un líder. Sí fungió como la herramienta del conjunto para desbancar a Menem cuando su ambición flipaba y hacía peligrar las perspectivas electorales de los cumpas gobernadores. Jamás, ni aún en su ulterior presidencia provisional, superó el rango de primus inter pares. Una categoría exótica a la cultura peronista que siempre suscitó una querella interpretativa. Para el bonaerense lo fundamental de la fórmula latina era el primus mientras los pares discrepaban, serrucho en mano.
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Mucho más atento al “armado” que el carismático riojano, Duhalde era un as para urdir encuentros partidarios, modificar cartas orgánicas y en general valerse de las “herramientas” electorales en provecho propio. Suya fue una añagaza legal a la que (paradoja de fines y medios) mucho le debe el sistema democrático. Hablamos de la supresión de las internas que podían haber ungido al riojano y la instauración de los neolemas que determinó la presentación de tres candidatos presidenciales peronistas. Ninguno llevó el pendón del PJ. Esa maraña posibilitó que Néstor Kirchner llegara a ser presidente y relegó a Menem a la derrota, antesala del ostracismo.
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Kirchner jamás confió en el PJ. No lo entusiasma su trayectoria, se conmueve con sus rituales mucho menos que la media de los dirigentes justicialistas. Se obcecó en no presidir el partido y logró la sensible proeza de esquivarlo durante más de cuatro años.
A partir de 2005, tras derrumbar a los Duhalde en las elecciones parlamentarias, fue minimizando sus hipótesis iniciales sobre transversalidad o sobre las potencialidades del Frente para la Victoria. El fundamento era sencillo: el peronismo realmente existente era el único sostén imaginable de la gobernabilidad, cimiento de la convalidación en las urnas de 2007.
La campaña de 2007 terminó de completar el giro. La composición de su electorado, que leyó meses antes del comicio, persuadió a la pareja presidencial de dos decisiones: pocos cambios en el gobierno, viraje al PJ en el espacio político.
El santacruceño vuelve a un redil que no ama, rodeado en sustancia de dirigentes que tampoco sienten pasión por él.
Las trazas de la historia setentista dejan trincheras simbólicas. Más allá del rol exacto que les cupo, los Kirchner representan (ante la mayoría de los compañeros referentes) la izquierda del peronismo. Esa mayoría trilló otros campos, las diferencias alimentan desconfianzas vitalicias.
Kirchner las acentuó con su estilo distante y poco concesivo. Tuvo a gobernadores, intendentes o legisladores a rienda muy corta. Les habilitó los recursos para que construyeran legitimidad en sus territorios. Pero les negó protagonismo y voz en la política nacional.
El poder no se transmite por ósmosis, pero la influencia puede trasladarse vía fotos, encuentros, charlas con el conductor. Kirchner sometió a las dirigencia peronista a una sequía única. Pocos cafés, nulos asados, cero “carpa”, cero quincho.
Superada la crisis, convalidados varios liderazgos provinciales incipientes o inexistentes en 2003, ese esquema no se puede prolongar. Máxime si, en zona metropolitana, Mauricio Macri y Daniel Scioli asoman como contendientes virtuales más apremiantes que los opositores en 2007.
La apertura del PJ consulta intereses variados: habilita un espacio inédito para muchos otros protagonistas, no sólo para el principal. Kirchner tendrá el sabó, pero los compañeros reciben barajas. Tendrán presencia, voz, puestos para chapear, frases de “Néstor” para contar en sus distritos.
Kirchner también se habilita un espacio institucional, genera un polo político inexistente, alivia la agenda de Cristina. Hasta acá, todos imaginan una perinola donde todos ganan. La magia es posible (aunque no inexorable), pues el poder no tiene un quantum estático, puede acrecentarse o volatilizársele. Claro que la suma positiva es también un espacio en disputa y la sinergia puede desbaratarse en cualquier momento.
En la coyuntura, Kirchner se vuelca al PJ porque no pudo o no supo concretar una instancia superadora.
Sus compañeros no lo quieren como a Menem, saben que no son tan queridos. Y la desconfianza mutua jamás se disipará del todo. Pero son verticales al éxito, honrando la verdad veintidós del catecismo. Lo vitorearán como al compañero evocado al principio de esta nota. Y lubricarán su llegada a la cima del partido porque (desde el Paleozoico hasta nuestros días) el poder es lo primero.
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