EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Otra vez la violencia como instrumento político. En España, dos días antes de las elecciones, un ex concejal socialista fue asesinado a sangre fría por un comando atribuido al grupo separatista vasco ETA con el propósito, deliberado o no, de perjudicar al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), acusado por la derecha (Partido Popular, PP) de presuntas debilidades con los autores de este tipo de crímenes a causa de intentos fallidos del gobierno para encontrar una salida política mediante el diálogo. El PSOE, con Rodríguez Zapatero por la reelección, y el PP, con Mariano Rajoy, que sucedió a Aznar, son los principales candidatos a la jefatura del gobierno español, y las encuestas previas indican que uno de los dos será elegido por los votantes de un padrón que incluye a 200 mil españoles residentes en Argentina. Si la conducta criminal de una secta separatista tiene alguna influencia en la elección, no será sólo la derrota del PSOE, sino de la política democrática. No hay duda de que en los sentimientos de los pueblos, salvo condiciones especiales, el temor a la violencia es uno de los más negativos pero fuertes. Ya han pasado más de 24 años desde que el terrorismo de Estado fue desalojado de la Casa Rosada y todavía hoy, pese a los avances conseguidos en la conciencia pública sobre el valor de los derechos humanos, los actos violentos aún causan profundo impacto. Ahí están los casos impunes del reportero Cabezas y del testigo López, o tantas causas contra militares “cajoneadas” por tribunales medrosos, que son evidencias de cuántas cabezas tiene la Medusa de la violencia irracional.
George W. Bush, que ayer salió a atacar a Cuba una vez más, utilizó como pocos la estrategia del miedo como política de poder, pero su misma experiencia demostró que los pueblos no toleran para siempre el autoritarismo arbitrario y sectario.
El principal aliado de Bush en América latina es el gobierno de Colombia encabezado por Alvaro Uribe, que acaba de producir un hecho de violencia que estalló en la reflexión política regional, como pudo apreciarse ayer durante la cumbre del Grupo de Río. Tropas colombianas violaron la soberanía territorial de Ecuador para exterminar un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en el que se encontraba Raúl Reyes, uno de los miembros más conocidos de la conducción de esa guerrilla, cuyo cadáver fue secuestrado por las tropas atacantes que violaron por tierra y por aire los límites fronterizos. El ataque, resuelto y ejecutado de manera unilateral, fue repudiado de inmediato por las autoridades ecuatorianas, que procedieron a presentar el caso ante la Organización de Estados Americanos (OEA), otrora llamada “ministerio de colonias”, que llegó a una declaración de condena para Colombia y citó a los cancilleres para considerar los pasos siguientes. Tal vez la OEA pueda llegar un día a ser un foro estimable y útil para la región, pese a que Cuba sigue excluida, pero si es así el mayor mérito habrá que adjudicarlo a los cambios políticos en los gobiernos latinoamericanos, sobre todo en Sudamérica.
Esta realidad pudo palparse con la mayor certeza ayer en la capital de República Dominicana, sede de la tercera cumbre del Grupo de Río, en la que los presidentes, desde México hasta Argentina, debatieron durante siete horas continuadas sobre el atropello colombiano. El lenguaje crudo, áspero por momentos, poco usual en los discursos de la diplomacia política, mostró la diversidad ideológica de la región pero, a la vez, resaltó la voluntad casi unánime de proteger la capacidad de autodeterminación imperante en la zona. Pasados los desahogos argumentales de los dos protagonistas principales, el ecuatoriano con legítima indignación por el atropello sufrido y el colombiano indignado por la descalificación pública, en términos muy rudos, de los presidentes de Ecuador y Venezuela, las intervenciones de los otros presidentes se orientaron a la búsqueda de razones para encontrar vías de pacificación, con la convicción que un conflicto prolongado o militarizado, cuanto más una guerra localizada, tendría el potencial necesario para perjudicar los intereses y la suerte de toda la región. Quedó en claro, además, que la decisión de Uribe destruía el principio de multilateralidad en nombre de la doctrina de la unilateralidad que ha guiado la conducta de la administración Bush, sobre todo en el terreno militar. A Uribe no le quedó más remedio que pedir disculpas y prometer que no repetiría un acto semejante en circunstancias iguales o semejantes en cualquiera de sus fronteras.
La presidenta Cristina se hizo cargo de formular la pregunta incómoda de la polémica: ¿Cuál fue la razón para que de pronto explotaran las buenas relaciones que existían entre Colombia, Ecuador y Venezuela? El gobierno de Uribe recibe cinco mil millones de dólares por año de asistencia norteamericana para “la lucha contra el narcoterrorismo”, pero es cierto también que el intercambio comercial con Venezuela supera los seis mil millones de dólares anuales. Podría suponerse que si tuviera que elegir, el presidente colombiano, por motivos ideológicos, optaría por Washington, ya que recibe el trato merecido de mejor amigo latinoamericano de la Casa Blanca. La mandataria argentina prefirió responder a su propia pregunta con un dato urticante: la agresión militar culminó una serie de actitudes que surgieron al mismo tiempo que comenzó a concretarse la posibilidad del canje humanitario para recuperar los rehenes que desde hace años, hasta más de una década algunos, retienen las FARC, que exigen a cambio la libertad de guerrilleros detenidos en Colombia y Estados Unidos.
El canje humanitario, que comenzó con la liberación de siete retenidos como un acto de voluntad propia de la guerrilla, es decir, sin contraprestación, representa para algunos el primer paso de una negociación política que podría terminar –como sucedió en países de Centroamérica– con un acuerdo pacífico de desmovilización militar y la posterior inserción de guerrilleros en la vida política nacional. Es una posibilidad abierta para los que entienden que ninguna de las partes en combate tiene capacidad para destruir al otro y proclamarse vencedor absoluto. Las FARC tienen más de cuarenta años de vida y han mostrado capacidad para permanecer en la selva, manteniendo prisioneros a su cargo por varios años, aunque tengan que trasladarlos de un campamento a otro, atendiendo a sus necesidades básicas y, en algunos casos, a prestaciones sanitarias complejas. Aunque no se conocen pruebas fehacientes –ni siquiera aparecieron en las cuatro computadoras que los atacantes aseguran haber encontrado entre los restos del campamento bombardeado–, se dice con frecuencia que una de las fuentes financieras de la guerrilla son los peajes que pagan los narcotraficantes por diversos servicios de logística. Hay quienes sostienen que las FARC se han asociado a la producción, transporte y comercialización de las drogas ilegales, pero con la misma seguridad se afirma que altos jefes militares y policiales, lo mismo que políticos de los partidos tradicionales, reciben sobornos de los carteles colombianos.
Desde el punto de vista político, para Uribe la disolución de las FARC es menos ventajosa que el control o limitación de sus operaciones, ya que el principal capital electoral que le permitió la reelección está relacionado sobre todo con sus políticas de seguridad basadas en la represión dura. Tampoco le interesa que la guerrilla pueda aparecer como interlocutor válido de gobernantes de América latina y Europa o realizando gestos humanitarios. Es posible que tampoco en la guerrilla haya opinión unánime sobre la desmilitarización de su lucha, así sea porque una parte de sus miembros no conoce otra forma de vida ni jamás han habitado fuera de sus territorios de operaciones. En cualquier caso –como lo destacaron varios presidentes del Grupo Río– ninguna solución viable saldrá de las armas, no importa quién las empuñe. Por lo demás, la legitimidad democrática exige absoluto respeto y coherencia con el respeto a las leyes nacionales e internacionales en la gestión de gobierno.
La crítica minuciosa sobre la cumbre de Santo Domingo, que dejó de lado el temario de la convocatoria para dedicarse al conflicto desatado en la frontera colombiano-ecuatoriana, a lo mejor encontrará contradicciones y conflictos entre los discursos y la realidad de cada presidente. Pese a estas objeciones, fue una reunión memorable, digna de la época que vive Sudamérica, que tuvo final feliz: Ecuador dio por finalizado el incidente y Venezuela restableció relaciones con Colombia, que extendió su deseo de no ser la infiel sorprendida en acto a Nicaragua, con la que mantiene litigio en La Haya por la soberanía sobre la isla San Andrés. Al cabo, los participantes pudieron darse por satisfechos: ninguno se tuvo que bajar de sus argumentos políticos, pero tuvieron la sensatez de encontrar la manera de mantener la integridad regional. Fue un buen día para América latina.
También ayer Néstor Kirchner tuvo su día de buen augurio. No sólo por los resultados de la cumbre de presidentes, sino porque su programa de reorganización pejotista dio en la víspera otro paso adelante: en un abrir y cerrar de ojos, el congreso nacional partidario no solo aprobó el calendario y las formalidades que estaban definidas de antemano, sino que dejó la sensación de que la disciplina peronista, la unanimidad de la mayoría como se dice en el folk de partido, está alineada con el líder patagónico, de modo que pingüina y pingüino, cada cual en lo suyo, ocuparon espacios protagónicos indiscutibles. Hasta Mauricio Macri vivió su día peronista –el sol siempre está– porque si bien no obtuvo la transferencia de la policía, avanzó en otros acuerdos con Alberto Fernández, entre ellos el transporte, el Riachuelo y el pase de los codiciados terrenos de Retiro a la Corporación Puerto Madero, que le encienden los ojos al jefe de la Ciudad. A lo mejor estaban alineados los planetas y hasta Elisa Carrió ligó alguna satisfacción personal.
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