EL PAíS › OPINION
› Por Marta Dillon
Despertarse ayer sin haber visto “en vivo” –modificador no tan nuevo pero explotado hasta el hartazgo en las pantallas de TV– las imágenes de los “vecinos autoconvocados” y movilizados “espontáneamente” para “apoyar al campo” fue algo parecido a despertar la mañana siguiente al Día de los Trífidos –aquella novela de John Wyndham en la que amanecían ciegos todos los que habían visto una lluvia de estrellas la noche anterior–. Algo había cambiado irremediablemente, algo me había perdido por el simple hecho de acostarme temprano sin ver la tele. Una extraña cohesión había puesto en los manifestantes trasnochados la misma palabra en la boca y la misma virulencia: “soberbia”, repetían. “Es una soberbia”, insistían refiriéndose a la presidenta Cristina Fernández mientras al son de cacerolas que no saben de qué se trata la ausencia, la comparsa que acompaña a cualquiera que sea enfocado por la cámara gesticulaba cortes de manga y pedía a voz en cuello “andate, Cristina”. Es cierto que los cronistas buscaban la respuesta que conocían de antemano sabiendo que el guión que se iba construyendo entre el micrófono y los manifestantes, entre el material en vivo y la edición on line que bien se puede seguir desde los móviles en la calle, estaba dando resultado. A nadie le importaba lo que había dicho la Presidenta, ni a los cronistas ni a los encuestados, juntos iban fraguando una razón para estar en la calle: del lado de esa humilde postal del “campo” –como si al hablar del campo se estuviera remedando al peón que se levanta a las cinco y ordeña su vaquita– y en contra de la “soberbia”. Sin embargo, ni la repetición ni el efecto alcanzan para explicar por qué calzó tan bien ese adjetivo. Porque, vamos, ¿cómo pueden hablar de soberbia quienes creen que porque salen una noche con su olla de acero inoxidable se constituyen sin más en “el pueblo”? ¿Cómo pueden hablar de soberbia quienes desprecian la organización de cualquier tipo y se jactan de su espontaneidad como si fuera un valor despertarse un día y poner los metales a chillar mientras el resto del tiempo están bien guardados en sus casas y no ven al prójimo más que para dar limosna? Si el consenso sobre la valoración –no ya del discurso sino de la persona misma– de la Presidenta fue tan fuerte y espontáneo, no puede despreciarse la perspectiva de género. Esa mujer se atrevió a desafiar con su discurso el sentido común más plano que se exhibió la madrugada del martes en las movilizaciones “espontáneas”. Esa mujer, más allá de la valoración política de su discurso, que no es motivo de esta columna, utilizó el poder que le fue conferido y eso, todavía, es desconcertante.
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