Vie 28.03.2008

EL PAíS  › OPINION

Las cartas sobre la mesa

› Por Mario Wainfeld

En un escenario que sonaba impropio Cristina Fernández de Kirchner revisó, matizó y moderó su discurso de dos días atrás. Le agregó, en términos generales, lo que le faltaba: la convocatoria expresa al diálogo y la diferenciación entre los grandes y los pequeños-medianos productores. No se apeó de lo que ningún president@ puede apearse: no renegó del programa (ni del Gobierno) que votó la mayoría electoral ni consintió negociar bajo la presión de medidas de fuerza. El tono también tuvo su cuidado y hasta el look, menos recargado que en otras ocasiones, mostraron un ansia de mejorar su performance del Salón Blanco. La Presidenta usó más de una vez el vocablo “humilde” o sus derivados convocando a sus adversarios de estos días. Estos, desde luego, pueden argüir que es insincera pero no pueden negar la mención a las “puertas abiertas de la Casa Rosada” que cambia la pantalla del juego.

Las cámaras de tevé mostraron en espejo las reacciones inmediatas, intempestivas (y de algún modo incentivadas por el formato elegido, que le da un gran protagonismo a los más drásticos) de los piquetes más cerriles del lockout. Esa supuesta equiparación entre una mandataria legal, legitimada por una amplia mayoría electoral hace menos de un semestre, y un conjunto de particulares que defienden sus derechos, es engañosa. Las corporaciones tienen su rol y su espacio en el sistema democrático pero su representatividad es acotada, la mandataria lo es de todos los argentinos. Tras el discurso, la pelota atraviesa la red y queda del lado de las cuatro entidades “del campo”. Sus militantes más radicales piden seguir en la ruta, torcerle el brazo al Gobierno. Exigen una rendición para desmontar el piquetazo nacional. Algunos llegan a postular un cambio sideral en la política económica, que equivaldría a burlar el contrato electoral sellado entre la Presidenta y sus millones de votantes.

La lógica de la situación, un mínimo compromiso institucional, les imponen terminar con la acción directa y llevar sus demandas a la mesa de negociaciones.

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Caos y violencia: Durante años, cualquier embotellamiento derivado de cortes de calles o rutas fue tildado como “caos” por la mayoría de los medios y los comentaristas. El tractorazo, cuyo nivel de lesividad fue comparativamente altísimo, fue titulado como “paro histórico”. Las palabras algo indican. Pertenecer tiene sus privilegios.

Los manifestantes vulneraron límites jamás traspasados por los movimientos de desocupados: revisaron el interior de los camiones y forzaron un desabastecimiento nacional de bienes básicos, conducta que tiene muy pocos precedentes, todos ellos golpistas.

En el devenir de los cortes hubo también escenas de violencia, golpizas, un apuñalado en Chivilcoy, un hombre que murió tras haberse cerrado el paso a su ambulancia en Laboulaye. Todos saben que esas acciones no describen ánimo criminal sino exaltación y pérdida del mínimo sentido solidario. De todas maneras hubiera sido simpático algún reproche en los grandes medios a esos episodios. Dejamos para otro día hacernos cruces imaginando qué no se hubiera dicho si los manifestantes que “cerraron la tranquera” a una ambulancia con un enfermo terminal hubieran sido piqueteros.

La acción directa siempre tiene una dosis de violencia, cuanto menos simbólica. También la hubo en la narrativa de tantos medios, que alcanzó picos memorables. Este cronista escuchó a dos colegas, una movilera y una conductora reconocida, discernir entre la “gente normal” y los piqueteros que estaban en Plaza de Mayo el martes. La movilera tipificaba la normalidad: clase media alta. Ninguna se explayó sobre los rasgos distintivos de los anormales. ¿La pigmentación de su piel? ¿Su ideología? ¿La calidad de su vestimenta? El lector puede hacer su menú, que quizá contenga platos combinados.

Tan o más cuestionable como el desprecio de clase o racista fue la privación a otros ciudadanos (supongamos normales) vía desabastecimiento, forzándose un aumento de precios que será irreversible. Algunos productores culpan del desabastecimiento al Gobierno pero es un sofisma: suya es la responsabilidad real y aún penal.

Los costos políticos, otro cantar, seguramente impactarán sobre el oficialismo y serán parte del castigo por no haber operado con más apertura y muñeca el conflicto.

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El monopolio de la fuerza: Con ligereza se tildó de “violento” el discurso anterior de Cristina siendo que fue opinable (con fallas a los ojos de este cronista, por caso) pero no desmedido. En tanto, no hubo represión contra los piquetes, una herramienta de los desposeídos que (de Juan Carlos Blumberg para acá) fue capturada por sectores medios y altos. Apelar a la memoria no es una costumbre extendida en estos pagos, hagamos una excepción. El gobierno de la Alianza empezó con los asesinatos de dos manifestantes en Corrientes y terminó con un baño de sangre en respuesta a los cacerolazos y saqueos de diciembre de 2001. El de Eduardo Duhalde segó la vida de dos militantes sociales en el Puente Pueyrredón, en respuesta a una movilización que sólo concernía a ese acceso urbano. Hace poco, el docente Fuentealba fue matado por las fuerzas de seguridad de Neuquén. La violencia acecha en la represión policial y ha sido una constante de los gobiernos kirchneristas controlarla en situaciones de disputa del espacio público. Un detalle que le hace favor, que siempre pende de un hilo por la brutalidad de los uniformados y que no suele ponderarse.

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Ponga huevo y algo más: “Ponga huevo” coreaba la tribuna. La Presidenta, mostrando un sentido del humor que no suele adornar sus presentaciones públicas, les pidió que adecuaran la consigna y dio cuenta de haberla entendido. A menudo las hinchadas piden “huevo” cuando a su equipo le falta fútbol. La pareja Kirchner no carece de garra, aunque en el desempeño de su gestión a veces les faltan dosis de introspección. La autocrítica, palabra setentista si las hay, está usualmente abolida de su diccionario. Nadie lo confesará en la Casa Rosada y zonas de influencia, pero ayer la presidenta autocriticó su discurso del martes, habilitó una instancia de negociación y dejó huérfanos de sustento a los intentos (no todos inocentes ni confinados a los términos del debate) de escalar el conflicto.

Si la susodicha mesa se abre, el oficialismo tiene ya un kit de propuestas para pequeños y medianos que se han venido prenunciando en estos días. La ocasión es propicia para repensar el Acuerdo Social prometido en campaña y archivado en los primeros cien días.

A las entidades agropecuarias les toca comprobar que defienden sus intereses y no tienen objetivos desestabilizadores, algo que carga en el CV de varias de ellas. Y dar cuenta de que controlan a sus bases.

A todos los actores les cabrá sincerar sus posturas. Al Gobierno velar para que las asimetrías del colectivo de los productores sean atendidas y compensadas por la acción (y algunos dineros) del Estado sin desamparar a otros ciudadanos normales más desfavorecidos, que los hay por millones.

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