EL PAíS
› QUE LE ESPERA A UN PAIS CUYO GOBIERNO HA BAJADO LOS BRAZOS
El sentimiento de la tragedia
Digresiones sobre la política y el destino. La doctrina Duhalde sobre la Corte y su previsible fracaso. El arte oficialista de autocumplir profecías. Las internas que (casi) nadie (en el PJ) quiere. Digresiones sobre la voluntad.
› Por Mario Wainfeld
“En las tragedias del teatro el interés no es la curiosidad, como en los dramas. El público no sigue, jadeante, las peripecias de las historias para saber cuál va a ser el final. En las bellas tragedias el desenlace se conoce de antemano, no puede ser otra cosa que lo que es. Ni el poder del hombre ni a veces (y esto es lo verdaderamente trágico) el de Dios pueden mejorar ni modificar la suerte del héroe.”
Roland Barthès
Layo es advertido de que su hijo va a matarlo y a yacer con su mujer. Hace cosas tremendas para evitar que el augurio se concrete (incluso mandar asesinar a su hijo) pero no lo logra evitar. Edipo, a su vez, se dedica a gambetear la profecía que lo describe matando a su padre Layo y toma decisiones tremendas, incluyendo el destierro. El lector avisado ya sabe el resto. Un par de errores de información y alguna decisión de un siervo se cruzan en el camino, meten ruido y pasa lo que estaba escrito.
Contra el destino nadie la talla, describe sintético algún tangazo y de eso trata la tragedia. El destino es inexorable, lo trágico no es tanto lo terrible –aunque la tragedia guste de trajinar sobre destinos crueles– sino lo inevitable.
La modernidad en general y la política democrática abominan de la tragedia, aunque se solacen en otros géneros, en especial el melodrama. La modernidad y la política democrática se fundan en la –tan noble como la tragedia– creencia de que se puede incidir sobre lo real, que se puede modificar el futuro con las acciones y opciones del presente. Que la voluntad, si no todo, algo lo puede. Que quien toma decisiones tales como matar niños, huir de la casa de sus padres, desafiar al destino, puede cambiar la historia.
La aceptación de la tragedia, del destino manifiesto, sea cual fuere, encubre en nuestra cultura y en nuestra política una abdicación de la voluntad. Cuando decimos que estamos condenados a algo –así sea al éxito- estamos sugiriendo que nuestra suerte es independiente de nuestras decisiones y luchas.
Cuando un gobernante o una corporación política se ponen trágicos no están llegando a un cierto estadio filosófico, están bajando los brazos.
La tragedia cortesana
La anécdota fue refrendada por dos fuentes inobjetables del gabinete. Fue hace cosa de tres meses. Se discutía qué debía hacer el Gobierno con la Corte. Algunos proponían avanzar con el juicio político, para defenestrarlos o para negociar desde una posición de fuerza. Otros sugerían desandar el trámite parlamentario, como ofrenda de paz. Eduardo Duhalde callaba. Cuando fue interrogado, se limitó a decir:
“Me tienen podrido. Que se vayan a la mierda”. Esa reflexión fue doctrina oficial durante un buen rato.
Es que la frase tenía una sola traducción que primó desde entonces. Nada había para hacer sino quejarse de lo dado, rezongar por ese presente griego de los dioses. Ni pelear ni conciliar. Nada.
Nada hizo el Gobierno por meses pero la Corte no quedó en el limbo y contraatacó hace un mes decretando la inconstitucionalidad de la poda del 13 por ciento a estatales y jubilados.
La sentencia reavivó al sector acuerdista del Gobierno quien desde entonces viene intentando que la Cámara de Diputados cajonee definitivamente el juicio político. Hasta ahora no consigue que los diputados radicales terminen de chamuscarse dando quórum para esa patética sesión.
Sepultado que sea el juicio político, maquinan algunos en la Rosada (Juan José Alvarez y Jorge Matzkin, por caso), habrá algunos jueces que renunciarán, se acogerán a pingües jubilaciones especiales y algo bajará la presión. Operadores del Gobierno conversan improbables pactos a futurocon los nada confiables magistrados supremos. Ponen en acto un pensamiento que no es épico pero que incluye una traza de voluntad.
Roberto Lavagna piensa parecido u obra como si así pensara. La mayor objeción del Fondo Monetario (FMI) a la carta de intención de Economía es la subsistencia de los imprevisibles amparos. Si la Corte se sintiera menos presionada... si aprobara una forma de tapón, se generaría otro escenario, suponen. Entonces, tal vez (nada más que tal vez, nada menos que tal vez) podría alumbrarse otro escenario político o económico. Para posibilitar esa salida se urdió la decisión de levantar el corralito para algo así como 650.000 ahorristas. “La Corte ahora tendrá mucho menos presión”, explican en Hacienda, voluntaristas.
Lavagna, sin perder los buenos modos, usa de los recursos materiales y simbólicos de Economía para inducir a los gobernadores radicales a cambiar la actitud de los legisladores. El mendocino Roberto Iglesias está convencido y lo dice. El chaqueño Angel Rozas –a la sazón precandidato a presidente– es uno de los más duros en oponerse a dar quórum... pero uno de los más necesitados de buenas ondas ... y algo más del gobierno central. En esa tensión está jugándose la suerte inminente del juicio político. Los radicales están bastante divididos pero conservan –en su débacle– una sabiduría esencial, no actuar divididos. Habrá que ver cuánto les dura. O cuándo aflojan los referentes del “no”. Por el sí, como siempre desde el pacto de Olivos, está Raúl Alfonsín.
¿Y Duhalde? “Duhalde cree que poner fin al juicio a la Corte no nos garantiza nada. Que los jueces son incontenibles, que pueden fallar cualquier cosa en cualquier situación”, describe uno de sus fieles.
El pragmatismo no anima al Presidente que cree que ninguna acción es práctica. Menos aún lo moviliza algo parecido al deber ser. Juzgar a la Corte era una tarea histórica, una catarsis y una purificación que estaba a su alcance cuando alboreaba su mandato, algo que lo hubiera ayudado a justificar mejor su tránsito por la Rosada. Sin afán de poder ni de trascendencia, Duhalde sólo observa, casi sin hacer ni decir, cómo sus hombres intentan torcer la muñeca de los radicales.
Para algunos actores e intérpretes menos resignados sigue el suspenso acerca de lo que ocurrirá en Diputados y luego en la Corte. Nada más distante del suspenso que la tragedia, cuyo desenlace se conoce desde el vamos. Duhalde piensa sencillamente que nada de lo que ocurra en el edificio del Congreso desviará lo que sobrevendrá en el autodenominado Palacio de Justicia. Posiblemente, hoy y aquí le asista razón. Pero no siempre la tuvo. Su falta de determinación, de vocación de poder y también de vocación de trascendencia lo han dejado en un punto del camino donde ya nada puede modificar. Pero ese destino horrible no le estaba signado: su encogerse de hombros fue lo que lo dejó inerme.
La tragedia interna
“Yo creo que no va a haber internas”, dice un empinado funcionario político, en el tono de quien vaticina las condiciones del clima dentro de un par de días. Como un observador remoto, sin incidencia.
Las internas abiertas, en verdad la interna no especialmente abierta del peronismo, siempre terminan siendo impracticables. Lo fue –y entonces parecía más razonable o aceptable– en los aciagos idus de diciembre de 2001 y en los primeros de 2002. Dos presidentes débiles desde el vamos alumbraron sendas asambleas legislativas porque el PJ (el partido de ambos mandatarios) no era idóneo para armar una interna.
Mucha agua corrió bajo los puentes pero el milagro –una elección limpia, creíble, convocante– sigue siendo imposible. “Nadie las quiere”, dice el funcionario, como para fundar lo que vendrá pero no del todo exacto. Al menos dos personas aún las ambicionan: Carlos Menem y José Manuel de la Sota. Ambos necesitan que haya una primaria peronista,ganarla para tener alguna chance de competir en la general con Elisa Carrió y –en especial– con Adolfo Rodríguez Saá. Si alguien no creyó nunca en los límites a la voluntad, ése fue Menem. Ningún objetivo le quedó chico, ningún partido le pareció perdido antes de entrar a la cancha. Y por ahora no se ha bajado de la contienda. Aunque, dicen aún sus íntimos, carece ahora de la vocación de lucha que era uno de sus mejores recursos.
“El Gallego no se puede bajar, quemó las naves”, redondea el allegado de Duhalde. Pero luego redondea que “no va a haber internas, no le sirven a nadie”.
Como si fuera una tragedia el hombre anticipa el qué sin dar especial cuenta del cómo. La Cámara Federal electoral le dio en estos días un sosegate al Gobierno exigiéndole –si que de modo más alambicado– que se ponga las pilas para garantizar el cronograma electoral. El mensaje fue nítido: si no hay comicios, será por omisión o acción del Ejecutivo. Y les asiste razón a sus señorías.
En el Gobierno rezongan aduciendo que muchos jueces electorales tienen buena capilaridad con el menemismo. Y también le asiste razón pero eso no priva al pronunciamiento de esta semana de sensatez y adecuación al principio de división de poderes.
“La Justicia no va a frenar las internas”, colige el funcionario duhaldista, tendrá que hacerlo “la política”. Pero “la política” está catatónica. Menem y Duhalde no se hablan y eso complica algo las cosas aunque los gestos de Menem en el sentido de apearse son cada vez más ampulosos.
Adolfo Rodríguez Saá ningunea a los hombres del Gobierno que bucean en pos de un posible acuerdo electoral. “Le propusimos hablar del armado electoral en la provincia –explica un ministro nacional de prosapia bonaerense– y nos contestó que él no tiene nada que arreglar, que ya ganó las elecciones y que habláramos del primer día de gobierno.” El ministro se asombra, se fastidia pero también se interesa: a los peronistas siempre les sedujo la voluntad de poder.
Como “la política” falla (o falta) siempre queda el recurso a la magia. Atención, siguen habiendo quienes corren en pos de Carlos Reutemann. Esta semana lo llamaron y visitaron en su atalaya un par de empresarios nacionales y otro par multi para que volviera al ruedo. Los empresarios ansían el acuerdo con el FMI y piensan que éste sólo estará expedito cuando el peronismo unifique personería en alguien confiable.
Nadie mueve un dedo para garantizar el cumplimiento de las rutinas electorales. La oposición, porque sigue fogoneando el que se vayan todos. Los peronistas porque quieren resolver sus cuitas de otro modo.
“Yo no creo que haya internas –expresa el funcionario–, ¿usted cree que sí?” Difícil creerlo en las actuales circunstancias, esto es, con los actuales comportamientos de los protagonistas.
“No creo que haya internas.” La profecía autocumplida es lo contrario de la predestinación. Alude a las consecuencias del hacer o del omitir, de resignarse a un determinado porvenir, de crear las condiciones para que algo no deseado o no debido advenga. Mucho saben de profecías autocumplidas los dirigentes nativos, que hablan de los comicios como quien habla de la lluvia.
Resignación trágica
“¿Por qué bajó tanto el conflicto social?” Página/12 pregunta desganadamente, no tiene muchas ganas de laburar. El solcito engalana Buenos Aires y es mucho mejor prospecto tomar un café invadiendo el espacio público de alguna vereda porteña que hablar de política. El funcionario arranca con el cassette: “Influyó mucho el plan Jefes y Jefas de Hogar,” pero de pronto lo invade un arrebato de espontaneidad yredondea: “Además, me parece que la gente está resignada, con menos ganas de pelear”.
Nada es seguro y menos definitivo en las pampas pero algo de eso hay. Hace nueve meses casi clavados la gente salía a la calle a desafiar estados de sitio, pelearse con policías bravas y voltear gobiernos. Tras derrocar a dos presidentes la movida sedimentó en movimientos asambleísticos que –en su mayoría– se orientaron a luchas comunales o laborales micro. Una de sus consignas básicas, “que se vayan todos”, se incorporó a la agenda política cotidiana y forzó definiciones a todos los dirigentes y mandatarios. Pero el tiempo desgasta o encajona las luchas y los representantes de quienes recusan el contubernio bipartidista no articulan acuerdos sólidos entre sí, ni siquiera un discurso común. Y aunque la protesta esté ahí, esperando que se la convoque bien, también deja la sensación que está morigerada por algo parecido al cansancio.
Después de todo, piensan unos cuantos y a veces lo expresan, las elecciones por venir no tienen sentido. La suerte está sellada, las ganará un candidato peronista y quienquiera que sea, será como Menem. O las ganará un opositor cabal y nada podrá cambiar porque tendrá al Congreso y al establishment en contra. O quizá no quiera cambiar nada, como ocurrió con el Frepaso. El futuro, olfatean, será una reiteración ominosa del presente y del pasado. Una tragedia, en sentido estricto.
Sin desearlo y seguramente sin pensarlo se asemejan al principal inquilino de la Rosada. Resignan las peleas por mejorar el futuro, en tributo a sus estados de ánimo o a las enormes dificultades del presente. Tal como a él le ocurre, es bien posible que quienes auguran su propia derrota o la vanidad de todas sus acciones asistan al cumplimento de sus profecías.
Al fin y al cabo, y Eduardo Duhalde podría dar buen testimonio de eso, quien se da por vencido está tan cerca de la derrota como aquel a quien se la han prometido los dioses.