EL PAíS › V
Resulta políticamente incorrecto ocuparse de las elecciones cuando éstas parecen tan lejanas, pero todos los políticos están obligados a hacerlo... y lo hacen. Los cálculos del Gobierno y la oposición para posicionarse en estos convulsionados días.
› Por Edgardo Mocca
Ocuparse de las elecciones en un año que no es electoral es una práctica antipática y políticamente incorrecta. Revela la ambición desmedida de los políticos, su disposición a subordinar el bien común a los cálculos propios de sus propias carreras. Por eso es algo que todos los políticos repudian en público y hacen en privado.
“Es así en todo el mundo”, se dirá. Sin embargo, los argentinos agregamos siempre a las generalidades nuestro sello particular. Habitualmente, los cálculos electorales tienen ejes ordenadores; son los partidos políticos. Los años intermedios son los que corresponden a las maniobras internas, a las “roscas” preparatorias de lo que después serán las consagraciones legales, los congresos partidarios, las elecciones primarias. En aquellos países donde así lo aconseja el diseño institucional o el sistema electoral, también son tiempos de insinuación de las políticas de alianza que organizarán la contienda.
Lo nuestro es muy diferente. No porque, como dice el lugar común mediático, no existan los partidos políticos, sino porque, aun cuando existen, no constituyen la trama principal del drama electoral. Radicales, peronistas, socialistas y otros siguen teniendo sus partidos, con sus estatutos, sus direcciones formales y su calendario ritual. Pero la pertenencia a tal o cual partido no alcanza para predecir su conducta en un futuro próximo. Pocos están dispuestos a renunciar a sus identidades o tradiciones políticas porque, razonablemente, piensan que es un capital simbólico que conserva valor. De ahí a aceptar la propia estructura partidaria como un peso que condicione sus pasos, media una gran distancia. La explicación es sencilla: según todos los sondeos confiables, la proporción de ciudadanos dispuestos a votar a un determinado partido en cualquier situación se ha reducido considerablemente en los últimos años.
La trama política se conforma hoy ante todo como una constelación de liderazgos, provenientes, en lo fundamental, de la influencia territorial –mayormente sostenida por la posesión de cargos institucionales a nivel provincial o local– o la popularidad adquirida a través del éxito de sus intervenciones en los medios de comunicación: a quien no tiene poder territorial ni amplia visibilidad mediática, no hay estructura política que pueda sostenerlo.
En estas condiciones se agudiza la tendencia a que la lucha entre potenciales candidatos tenga como arena principal la intervención en los conflictos coyunturales. Es a través de esa intervención como los actores se “posicionan”; es decir, construyen un esquema de diferenciación y se sitúan en su interior. Se podría arriesgar la hipótesis de que esta necesidad de protagonismo preelectoral es una de las fuentes de hiperpolitización de los conflictos sociales en nuestro país. Los precandidatos no son hombres y mujeres “de partido” que deliberan institucionalmente, sino actores que dialogan directamente con el pueblo, en representación de sus odios y sus amores; no tienen otro campo para este juego expresivo que los recurrentes acontecimientos conflictivos. Es en ese punto en que, de modo permanente, la escena política y la escena mediática se entrecruzan y confunden.
El operativo de normalización del justicialismo encabezado por Néstor Kirchner es, sin duda, un hecho importante en la vida política argentina. Puede, incluso, alcanzar trascendencia más allá de los móviles que lo impulsaron. Es, ante todo, el reconocimiento de que aún en la más volátil de las configuraciones, los partidos son necesarios para asegurar un mínimo de previsibilidad política. Dicho esto, no puede ignorarse que la iniciativa tiene claros designios coyunturales y es difícilmente separable de la estrategia hacia la elección del año próximo. El kirchnerismo, para decirlo en pocas palabras, procura elevar los costos a cualquier intento por parte de dirigentes o grupos internos del peronismo de constituirse en parte del armado de coaliciones opositoras. Debe entenderse que la elevación de los costos no equivale a la anulación de tales maniobras, lo que es totalmente imposible. La política no se suplanta por las determinaciones jurídicas. Así, el conflicto agrario mostró la existencia de fuertes tensiones en el interior del peronismo: las sucesivas posiciones adoptadas por Schiaretti, Reutemann, Das Neves y recientemente Solá (sin contar las del ex ministro Lavagna, recientemente de regreso al redil) son una señal precisa de que el grado de dirección que el kirchnerismo pueda mantener sobre el partido será directamente tributario del éxito del gobierno de Cristina Kirchner y de su popularidad.
La comprensible prioridad que Kirchner le ha otorgado al PJ pondrá en tensión el proclamado objetivo de poner en marcha una coalición más amplia, la “concertación plural”, que contenga las expresiones oficialistas del radicalismo y el centroizquierda. La construcción de este tipo de coaliciones es siempre difícil y lo es aún más en épocas de agendas políticas tensas y complejas: en tiempos como éstos la lealtad política se hace más cara porque las dificultades hacen crecer las presiones centrífugas. De todos modos, a la hora de esbozar pronósticos sobre futuros desarrollos conviene tener en cuenta dos afirmaciones a mi juicio igualmente ciertas: una es que sin el peronismo será imposible para los Kirchner conservar el poder, la otra es que solamente con el peronismo no alcanzará para cumplir ese objetivo. De modo que, aun en medio de contradicciones, es muy probable que los proyectos concertacionistas no se diluyan tan rápido como pronostican algunos analistas.
El conflicto con las organizaciones de productores agrarios es, también, un territorio que permite vislumbrar cómo será la competencia en la oposición. Elisa Carrió y Mauricio Macri son las figuras centrales de este espacio. Tanto por su temperamento como por su posición en el tablero, cada uno de ellos encarna una estrategia opositora posible. Carrió dispone de un capital casi excluyente: su desenvolvimiento en el escenario mediático; Macri gobierna la principal ciudad del país y ése es el terreno en el que se definirá su suerte. Desprovista de anclajes territoriales relevantes, Carrió apuesta a la radical dramatización de los conflictos: juega a todo o nada en cada uno de los escenarios. Macri apuesta a la imagen de técnico eficaz, preocupado por la gestión y perplejo por la crispación que atraviesa la lucha política.
También difieren en cuanto al reagrupamiento que a cada uno le conviene. A la ex diputada chaqueña le resulta preferible un escenario con Kirchner identificado plenamente con el peronismo; confía en que esa situación la pondrá en el lugar simbólico del campo no peronista, que ocupó el radicalismo durante décadas. Por su parte, al político-empresario parece convenirle un orden más fluido, en el que pueda aprovechar sus muchos y conocidos vínculos con sectores de la dirigencia peronista: en ese sentido puede resultarle más favorable un reagrupamiento de centroderecha con un claro componente peronista para disputar con un polo centroizquierdista, sobre todo si éste no contiene al conjunto del justicialismo.
Todo indica que Carrió y Macri competirán en 2009, y que esa competencia se parecerá a una “semifinal” opositora hacia 2011. Una vez más, como ocurrió en octubre último, Macri no podrá ser de la partida. De modo que tendrá el desafío de ganar con otros candidatos. Lo más probable es que Gabriela Michetti sea quien encabece las listas del macrismo en la ciudad; si es así, entre ella y Carrió –que ya insinuó la posibilidad de su candidatura– se disputarán un trampolín decisivo, junto a la provincia de Buenos Aires, con vistas a la elección presidencial.
Una incógnita difícil de despejar es la del centroizquierda o el progresismo. Sin claros liderazgos que la expresen y con claras diferencias respecto a la caracterización de los gobiernos de estos años, el progresismo es más una vaga sensibilidad político-cultural dispersa que un actor unitario. Claramente, el gobernador santafesino Hermes Binner es la figura más relevante del sector. No le será fácil, sin embargo, encontrar un perfil político nacional adecuado. Tiene una fuerte presión de sectores influyentes de su partido, el Socialista, para sumarse a la coalición de Carrió, lo que probablemente terminaría reproduciendo en nuevas condiciones la vieja historia de desencuentros entre la izquierda clásica –subordinada además a un proyecto sin clara delimitación político-ideológica– y el peronismo. Lo cierto es que la elección de 2009 es muy importante para este fragmentado sector político. Como no se juega la presidencia, habrá condiciones para desarrollar experiencias de unidad y de independencia política que, al mismo tiempo, proyecten nuevos liderazgos hacia el futuro. En esa línea son esperables reagrupamientos que incluyan a figuras que hoy tienen predicamento local como Daniel Giacomino, intendente de Córdoba, y Martín Sabbatella, de Morón. Se pondrá a prueba la amplitud de miras y la capacidad de deponer ambiciones personales, lo que pocas veces ha sido el fuerte de este espacio político.
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