EL PAíS › OPINION
Cuando toda la atención está puesta en la discusión de si enfriar o no la economía, convendría echar una mirada a las experiencias de Australia, Nueva Zelanda y hasta Brasil, que ofrecen caminos de crecimiento alternativos.
› Por José Natanson
Mientras el Gobierno y los representantes de los productores del campo siguen con sus tiras y aflojes, no estaría mal prestarle un poco de atención al aspecto no macroeconómico de todo el asunto. Comencemos por decir que, pese a los malos augurios que se escuchan últimamente, la macroeconomía K luce sólida: con superávit gemelos, tipo de cambio competitivo, emisión controlada, acumulación de reservas y desendeudamiento, nada debería hacer temer una nueva tormenta en el horizonte.
Pero no ocurre lo mismo en el mucho más complejo mundo de la microeconomía. El libro Crisis, recuperación y nuevos dilemas, compilado por Bernardo Kosacoff y publicado por la Cepal, traza un cuadro bastante completo de la evolución económica de la Argentina pos-derrumbe. La idea que se defiende allí es que, pese a los grandes cambios macroeconómicos ocurridos desde el final de la convertibilidad, la estructura productiva sigue centrada en unas pocas actividades ligadas al aprovechamiento de las ventajas comparativas, como revela el hecho de que el 85 por ciento de la canasta exportadora argentina está integrada por bienes primarios, combustibles y manufacturas de bajo contenido tecnológico intensivas en recursos naturales o escala.
En otras palabras, la modificación del tipo de cambio, la nueva solvencia fiscal y las extraordinarias condiciones internacionales no han generado cambios sustanciales en la estructura productiva. “La mayor competitividad-precio instalada por la devaluación en un contexto internacional favorable alentó una expansión importante de las exportaciones, pero no se ha modificado la pauta de especialización”, sostiene Kosacoff. Y agrega: “Se trata de un sistema productivo que camina con las ‘marcas’ de su historia reciente de desarticulación y crisis”.
La semana pasada, Lula anunció que su gobierno impulsará la fusión de las principales empresas farmacéuticas en una única megacompañía, con participación del Estado, que se dedicaría a producir medicamentos y construir nuevas plantas para generar ventas por unos 1500 millones de dólares. Tres semanas atrás, Petrobras dejó trascender extraoficialmente el descubrimiento de un nuevo campo petrolífero ultramarino ubicado al sur del estado de Río de Janeiro, con unos 33 mil millones de barriles de petróleo. De comprobarse las primeras estimaciones, se convertiría en el hallazgo mundial más importante de las últimas tres décadas. Pocos meses antes, en diciembre del 2007, Petrobras había descubierto el campo de Tupi, en el mar de San Pablo, con reservas estimadas de entre 5 y 8 mil millones de barriles. En septiembre del año pasado, China lanzó desde su cosmódromo de Tayuan un satélite construido juntamente con Brasil –el primero creado en el Tercer Mundo– que se dedicará al monitoreo de zonas agrarias y la prevención de plagas en ambos países.
La ecuación económica de Lula parece, en muchos sentidos, un espejo de la de Kirchner: una macroeconomía ortodoxa, en buena medida continuidad de la de Cardoso, con un tipo de cambio apreciado, altas tasas de interés y una inflación controlada, cuya última manifestación es la decisión de la calificadora de riesgo Standard & Poor’s de otorgarle el investment grade, que hasta ahora sólo tenían Chile y México. Pero esta macroeconomía severa se combina con políticas microeconómicas amplias y súper activas. Mientras aquí el Gobierno sigue dándole vueltas a la idea de reconstruir un banco de desarrollo, el BNDES anuncia todos los días nuevos créditos. Y tiene con qué: con un capital de 70 mil millones de dólares, es financieramente más potente que el Banco Mundial y que el BID.
Siempre conviene tener cuidado con los elogios fáciles. Tradicionalmente, el Estado brasileño ha sido muy eficiente y activo en las políticas sectoriales y de promoción industrial, pero, al menos hasta fines del segundo mandato de Fernando Henrique Cardoso, lerdo y totalmente ineficaz en sus políticas sociales. De hecho, una de las razones para avanzar en los planes farmacéuticos es combatir la epidemia de dengue, que en los últimos meses contagió a casi 100 mil personas. Pese a todo esto, Brasil ha ido consolidando una estructura productiva sofisticada que incluye materias primas, pero también productos con alto valor agregado, desde aviones y tractores hasta software.
La tesis, siguiendo la línea de la Cepal, es que la discusión por las retenciones y las metáforas térmicas sobre el enfriamiento de la economía distraen la atención del verdadero problema: el aspecto no macroeconómico del plan económico.
Esto implica varias cosas. En primer lugar, sacudirse algunos viejos dogmas que han resurgido con sorprendente liviandad en medio de la pulseada entre el Gobierno y la entidades del campo, como aquel que dice que cualquier exportación industrial es buena y cualquier exportación basada en recursos naturales es mala. Como sabe bien cualquier trabajador de la frontera mexicana, la maquila –el ensamble de piezas destinadas a crear productos que luego se exportan– es una actividad manufacturera que, sin embargo, no crea puestos de trabajo de calidad ni se derrama virtuosamente sobre el resto de la economía.
Inversamente, algunos países han logrado records de desarrollo en base a una estructura exportadora basada en recursos naturales. El 49 por ciento de las exportaciones de Nueva Zelanda son alimentos. Allí, el gobierno ha creado organismos y programas que alientan la cooperación entre el sector público y las empresas privadas con objetivos tan precisos como incrementar las exportaciones de vino a los segmentos de mayor poder adquisitivo del sudeste de Asia o desarrollar nuevas variedades de kiwi –que en el pasado era un fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora se cultiva en todo el mundo– para no perder presencia en el mercado mundial. Dos años atrás, el Instituto de Investigaciones en Horticultura, un organismo público en el que trabajan 500 profesionales, anunció la creación, junto a una empresa privada, de un censor que permite comprobar la madurez de la fruta en la góndola: un pequeño dispositivo, colocado en el envase, que reacciona ante el olor, de amarillo (la fruta está verde) a rojo (no consumir). El resultado, como ha explicado en estos días Felipe Solá, es que una tonelada de alimentos exportada por Argentina vale, en promedio, 300 dólares, mientras que una exportada por Nueva Zelanda vale 1600.
En un interesante informe publicado por la Cepal (“Australia y Nueva Zelanda: la innovación como eje de la competitividad”), Graciela Moguillansky sostiene que ambos países “basaron su desarrollo en los recursos naturales, pero a diferencia de América latina, han experimentado un alto ingreso per cápita, estabilidad en su crecimiento y superado la pobreza. La explicación de ello –afirma– no es sólo un buen manejo macroeconómico, sino una estrategia de crecimiento e inserción internacional, donde la innovación tiene un lugar central”.
Y no hace falta tampoco zambullirse en los papers académicos para comprobarlo. En el supermercado de la esquina de mi casa se vende una crema chantilly larga vida en aerosol, que parece un desodorante de ambientes pero resulta muy práctica para –por ejemplo– conservar en la heladera y agregarle al flan sin tener que sacar la minipimmer: aunque tiene el logo de La Serenísima, la letra chica indica que Mastellone la importa y que su verdadero origen es Nueva Zelanda. Lo mismo con los ajos confitados, envasados al vacío y presentados en un frasco elegante, ideales para acompañar la carne al horno: vienen de Italia, pese a que Argentina es el segundo exportador de ajo del mundo.
Todo esto no implica, por supuesto, restarles importancia a actividades desvinculadas de la base primaria que han resurgido luego de la crisis y que han aportado lo suyo a la recuperación, como el turismo, el software o las industrias culturales, sino discutir las teorías de los desarrollistas estilo antiguo que se escuchan por estos días, que piensan que todos los males del país se solucionarán automáticamente construyendo plantas de agua pesada.
Se trata, como advierte la Cepal, de analizar las cadenas internacionales para identificar la forma agregarles valor a las exportaciones, de acompañar desde el Estado al sector privado y de buscar inyectarle innovación a nuestros productos. Todo esto exige manos delicadas y un esfuerzo de bisturí. Y lo mismo la inflación. El Gobierno, como no se ha cansado de repetir, se niega a recurrir a la propuesta de enfriar la economía mediante recortes presupuestarios, modificaciones del tipo de cambio o alteraciones drásticas de las tasas de interés. Probablemente tenga razón. Pero si aquella solución no es efectivamente una solución, entonces tendrá que apelar a una respuesta enfocada en la microeconomía. Y para ello será necesario estudiar las cadenas productivas y explorar la forma de desoligopolizar los mercados, sobre todo el de alimentos, en busca de cambios más estructurales.
Esto implica, necesariamente, un diálogo cotidiano con el sector privado, funcionarios atentos y celulares abiertos. Y, sobre todo, dejar de lado la necesaria pero a esta altura insuficiente política del trazo grueso, lo cual no será posible con las rutas cortadas y las ciudad desabastecida, pero tampoco si lo que se escucha de fondo son sólo los golpes sobre la mesa.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux