Dom 04.05.2008

EL PAíS  › OPINION

Vigilia en las banquinas

› Por Mario Wainfeld

El fin de los tiempos no fue tal, en buena hora. El 2 de mayo resultó un día más, a despecho del ultimátum “del campo” o del carácter irrevocable y apocalíptico que atribuyeron a la fecha tantos medios y comunicadores. La negociación entre cuatro corporaciones y el Gobierno es intrincada. Sólo quien busca el beneficio de una de las partes puede exigir que tamañas discusiones (que ponen en juego millones de dólares del Fisco) se cierren a la hora señalada. La hora señalada por los grupos de interés particular, como se sabe.

Productores movilizados esperan ahora al borde de las rutas el discurrir de las tratativas, una suerte de paritaria casi transmitida en directo. Se prorrogó a la “tregua” a la que se atribuyó rango institucional cuando era en esencia una presión, que incluía en tinta limón la amenaza de reiterar violaciones legales o vulneraciones de derechos de terceros.

“El campo” va accediendo a varias de sus demandas y a su objetivo de imponerle la agenda al Gobierno.

El Gobierno, tras una seguidilla de errores no forzados, mostró tardías dosis de sensatez para mantener tendida la mesa de negociaciones. Y, en defensa del mandato que ejercita, no admitió condiciones (incluida la “dead line”) que buscaban imponerle de prepo quienes no se representan más que a sí mismos.

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Vigilia en la banquina: La “unidad en la acción” del “campo” afronta una prueba de fuego cuando sus sectores más radicalizados hacen vigilia en las banquinas. Los dirigentes de las cuatro entidades se jactan de controlar a sus bases, aunque no escatiman alusiones a la bronca de los chacareros ni cesan de psicopatear con la perspectiva de que esa fuerza se desborde en algún instante. Ese doble discurso es una artimaña usual en pulseadas de intereses, pero también puede ser una confesión anticipada de impotencia..., el tiempo dirá.

Es prematuro hacer vaticinios en un episodio sin precedentes históricos. Lo que sí se puede anticipar es que hay chirridos potentes entre dirigentes y supuestos dirigidos. El favoritismo mediático, redondeado merced a una formidable capacidad de desplazamiento por todo el territorio nacional, engrandeció la figura de Alfredo De Angeli, que en estas semanas fue presentado en varios medios no ya como un par de su presunto líder institucional Eduardo Buzzi, sino como una instancia superior a todas las entidades juntas.

Por lo bajo, importantes referentes de la Federación Agraria Argentina (FAA) despotrican contra De Angeli, contra su discurso (bien diverso al estilo CTA que propala Buzzi), contra supuestos aliados contingentes del piquetero más connotado del año. En voz alta se niegan las diferencias, mientras se cavila acerca de los pasos a seguir si De Angeli se manda solo. Desabastecer y requisar camiones lo colocó en la primera plana de los diarios, en tanto lo hizo competitivo en la interna de la FAA; la tentación de reincidir ha de ser grande, máxime si nadie lo encuadra.

El entredicho, seguramente, excede las destrezas de la dirigencia, que no sólo brega por sus derechos sino que propone medidas de alcance general, ajenas a su competencia, más bien propias de fuerzas políticas nacionales. Está por verse, sobre el asfalto, si dan la talla para garantizar siquiera el apego a la ley de sus propias huestes. La impresión de este cronista, supeditada al curso de los hechos, es que surfean una ola hawaiana sobre una tablita de madera muy (pero muy) inadecuada.

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Productores y consumidores: Los productores defienden su rentabilidad y, en un rebusque de manual, tratan de identificar su condición con la de los consumidores. Su propaganda los iguala como los dos sectores más débiles de la cadena productiva. La identidad de intereses, empero, no es tan lineal. Los pagos “plenos” que van consiguiendo en la mesa de negociación no impactarán a la baja en la mesa de los argentinos.

Las entidades explican cómo trepa el valor de los bienes, entre sus campos y el consumo masivo. En parte, incurren en una demasía típica del imaginario rural, que es renegar de la sofisticación de las sociedades complejas: las gentes de a pie no comen vacas, sino carne trozada, no mastican trigo sino pan, no consumen leche cruda sino subproductos variados. La intermediación puede ser denostada en un relato de paisanos pero es consustancial a las sociedades de consumo.

Los productores “resuelven” el problema del consumidor pidiéndole al Estado que les apriete las clavijas a los otros eslabones de la cadena de conflictos y rencores. Es una verónica, claro, pero sincera que ellos no saben ni tienen competencias para hacerlo. Y tiene ingredientes de verdad porque en la susodicha cadena hay quienes facturan con márgenes de ganancia feroces, quienes faenan en frigoríficos ilegales, quienes burlan todas las leyes. En el primer eslabón también se cuecen habas: pulula la evasión fiscal (que explica parte de la resistencia a los reintegros ofertados por el Gobierno), el trabajo informal, la explotación a menores. Un plan agropecuario para el Bicentenario debería incluir un denso capítulo con el emprolijamiento a fondo del sector, un detalle soslayado en las banquinas. Esa ausencia interpela a la penosa representación de los trabajadores: piedra libre para el Momo Venegas, escondido tras los afiches “no jodan con Perón”.

De cualquier modo, el Gobierno debería ir corrigiendo su impericia o falta de voluntad para controlar todos los desmanes cometidos en los restantes eslabones. El documento presentado por Martín Lousteau proponía la intervención estatal respecto de las exorbitantes ganancias de los supermercadistas, que fueron niños mimados de Guillermo Moreno, un maestro en el arte de incinerar el largo plazo para mitigar las disfunciones en la coyuntura. Era interesante la sugestión del ex ministro. Fue archivada, tanto como el documento que la contenía. La falta de debate sobre ese material, una moción sobre políticas públicas realizada por un funcionario, es un episodio pequeño que corrobora una infausta tendencia: el oficialismo reniega de la polémica, aun aquella en la que supone que tiene buenas razones de su lado. Como escribió el domingo pasado Sandra Russo en este diario, esa elusión se da de patadas con sus críticas a las narrativas de otros actores públicos. Ninguna narrativa, menos que ninguna aquella que pretende aglutinar consensos masivos, se construye sólo señalando las falencias de los otros. Esa tesitura es una debilidad, que se paga con la relegación a un lugar secundario de la discusión.

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Más y mejor: El Gobierno va imponiendo sus tiempos y, aunque no se vea tanto, una parte importante de su visión. Los productores mismos reconocen la necesidad de intervenciones activas. Los tiempos también empujan en ese sentido. El aumento pertinaz de las materias primas genera una circunstancia histórica única, no hay Estado en el mundo que someta sus sociedades a las reglas salvajes del “mercado”.

País casi único por exportar cantidades formidables de lo mismo que come, la Argentina no es una excepción al cuadro general pero debe buscar políticas originales que administren el conflicto entre los intereses del sector exportador y los consumidores domésticos.

Parece evidente que una resolución pacífica del entuerto con “el campo” no será suficiente para dilucidar la charada. Harán falta instrumentos novedosos, mayor (y mejor) intervención estatal, cuadros más aggiornados que el inefable Mario Guillermo Moreno. No se trata de renegar de la presencia estatal ni, aun, de la eventual rudeza dentro de la ley de cara a jugadores que (el “paro histórico” lo comprobó) no escatiman ilegalidad ni violencia. Ni alianzas contra natura (Buzzi con De Angeli y con Luciano José Alfredo Miguens de Hoz, sin ir más lejos) a la hora de defender sus intereses. Sí de afinar las herramientas, de reparar en que se transita una nueva etapa signada por otro gobierno, otra etapa internacional, otra contingencia económica, signada por el casi pleno empleo y la discusión acerca de eventuales correcciones al “modelo”.

La primera línea del Gobierno se empaca en reducir el debate a una contienda entre quienes quieren “enfriar la economía” y quienes siguen apostando al consumo masivo. Derrapa así en un arte que cuestionó desde la tribuna: la caricatura. Desfigurar los argumentos del antagonista hasta transformarlos en una parodia puede ser válido en un dibujo, es floja praxis en el debate democrático. También se controvierte si la inflación no erosiona el consumo, en especial el de quienes no pueden “remarcar” sus ingresos para empardarle o ganarle la carrera. Los asalariados formales van en dispar tropel por el empate, los informales o los jubilados quedan atrás. Lousteau también graficó el aumento del consumo de los sectores medios-altos y altos a partir de 2006, en detrimento de los populares.

En su habitual informe mensual, el economista Miguel Bein sistematiza bien la encrucijada observada por muchos y negada solo en Palacio: “A pesar de la evidente aceleración de la inflación, la política económica sigue enredada en obviar la gravedad del impacto de la suba de precios, convencida de que con una vuelta más de rosca a los controles –intervención de los índices mediante– puede moderar su trayectoria y evitar frenar la economía, sin tener en cuenta que la sola aceleración de la inflación podría empezar a morder los ingresos reales con su consecuente efecto sobre el consumo”.

La semana que pasó no fue de sosiego en la Casa Rosada. Las versiones sobre la renuncia de Alberto Fernández fueron estruendosas. Quizá no fueron reales pero sí sonaron creíbles, en el marco de una gestión que ya relevó a un ministro y a dos funcionarios de rango más que mediano. Y, aunque el oficialismo las atribuya a sus adversarios, también tuvieron propaladores en la tropa propia.

La digresión del párrafo anterior viene a cuento del tema central. El reproche a los otros no termina de explicar todo. Y mucho menos resuelve los problemas. Las contrapartes del Gobierno son capciosas y hasta brutales, así suelen ser las burguesías nacionales. Poner coto a sus instintos más insolidarios es un deber estatal que no alcanzará en aras de garantizar un horizonte mejor en el largo plazo. Un contexto internacional propicio para las exportaciones exige modificaciones internas cuyo primer prerrequisito es asumir la realidad. Varios ciclos se han cumplido o, por lo menos, muchos datos han cambiado. Ensimismarse en cuadros de situación desfasados es mal principio para el oficialismo, si sigue pretendiendo modificar lo existente, con la mirada especialmente puesta en la necesidad de los argentinos menos favorecidos.

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