Sáb 21.09.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Muertes moderadas

› Por J. M. Pasquini Durán

Ni en los años de proscripción del peronismo (1955/73) hubo elecciones para presidente de la Nación con tan pocas expectativas abiertas. En comparación, el impertérrito Fernando de la Rúa despertaba pasiones, a favor y en contra. Salvo algunos aislados grupos de opinión, la sociedad entera, atravesada de abajo hacia arriba, ya tiene el desencanto puesto por lo que vendrá. Y lo más curioso es que son muy pocos los que se animan a predecir quiénes podrían ser los finalistas en una probable segunda vuelta. Más aún: entre los simpatizantes de Elisa Carrió, que hace tres meses se bebían los vientos ansiosos de votar, hoy el debate sobre la abstención está abierto y sin resolver. El principal argumento de los abstencionistas es lo que algunos no vacilan en llamar “trampa electoral” porque los comicios sólo cambiarán los nombres en la fórmula mayor, pero dejarán sin tocar a los demás cargos electivos, a pesar de la demanda popular, reiterada en la víspera por la segunda movilización con ese propósito, para la caducidad de todos los mandatos. Con franqueza, en los corrillos políticos nadie cree que el gobierno transitorio asuma ese reclamo como propio y adopte alguna medida propia o llame a consulta popular para decidirlo. Sin sucesores identificados para sustituir a todos los que se vayan, los aparatos partidarios no están dispuestos a dejar espacios vacíos, a no ser que los obliguen. Prefieren repetir la reciente experiencia de Santiago del Estero, con la mitad o más del padrón ausente, con tal de retener las posiciones conquistadas en otros tiempos.
Por su parte, los miembros del bipartidismo que manejaron las mayorías electorales por más de medio siglo, con las pausas forzadas por los golpistas militares, están exhaustos y desconcertados. Dada la trayectoria de peronistas y radicales en los últimos veinte años, y el debilitamiento de sus cuerpos partidarios, hoy sorprenderían a muy pocos si hicieran una fórmula común, porque las diferencias entre ambos no son más nítidas ni enconadas que las que dividen a algunas de sus tendencias internas. Del centro a la izquierda, también hay muchos afectados por esa fatiga del material. El ARI, en definitiva, es la congregación de fracciones desprendidas de otras experiencias fallidas, sobre todo de la última travesía aliancista que fue, igual que en el tango dedicado al “Polaco” Goyeneche, como restregarse con arena el paladar. Es previsible que más de uno tema por la repetición del intento fallido. Habrá otros, en cambio, que están preguntándose si la abstención es un instrumento de combate que servirá para cambiar algo o sólo creará las condiciones para que el próximo gobierno sea tan frágil y tambaleante como el actual.
De todos modos, hay más evidencias que ese estado de ánimo para pronosticar las dificultades de los que sucedan a Eduardo Duhalde. En el mejor de los casos, será la administración que tendrá que realizar, al mismo tiempo, la transición que deja pendiente el caudillo bonaerense y la obra de gobierno que termine con cinco años de recesión económica y con más de una década de incesante y creciente injusticia social. Son tareas para Superman, a menos que la sociedad se involucre en la gestión y le otorgue la fuerza extraordinaria para cumplir la misión encomendada. Así lo entiende Lula da Silva, futuro presidente de Brasil si las encuestas no engañan, como lo explicó para los argentinos a través de una reciente entrevista en el programa del cable “A dos voces”. La democracia representativa tiene que pasar al nivel superior, el de la democracia participativa, de la que muchos hablan pero, con excepción del “presupuesto participado”, pocos saben o están dispuestos a ceder porciones de poder vertical para distribuirlo a todo lo ancho de la horizontalidad. Además de los dirigentes, también la sociedad debería estar dispuesta a semejante experiencia, muy distinta por cierto de lo que a veces se observa en organismos de base en los que la disputa por la taja de poder, pequeña por lo general, es tan desconsiderada, cruel incluso, como la que se distingue en las actuales cumbres partidarias.
El sentido común indica que el intento valdría la pena, ya que los viejos hábitos fueron la fuente de tantos pesares, pero aun así cada vez que se menciona la posibilidad del cambio aparecen las dudas, a lo mejor meros reflejos condicionados por las anacrónicas costumbres. ¿Será verdad el pesimismo de los que piensan que cada ahorrista defraudado o trabajador desocupado, si arreglan su situación personal, desertaría de la lucha colectiva que hoy lo cuenta entre sus miembros activos? Para los que confían en la condición humana, aun en situaciones peores que la actual, resulta difícil pensar que el estómago y el bolsillo sean los únicos órganos determinantes de la conducta. Si hasta el gobierno transitorio, con toda su propensión a la insensibilidad, tuvo en estos días algunas módicas reacciones de ofensa por las sucesivas opiniones humillantes de los grandes bonetes del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Dice el refrán: “A palabras necias, oídos sordos”, pero no es válido cuando lo que parece necedad es la expresión de un punto de vista ideológico. El titular del FMI, Hoerst Koehler, comentó ayer que una guerra moderada de Estados Unidos contra Irak podría dejar saldos beneficiosos para la economía occidental. En ese razonamiento, las víctimas humanas son lo que ahora llaman “daños colaterales”, que se justifican por la dimensión del objetivo central. Del mismo modo, ese pensamiento desconoce el valor de la justicia social si, ignorándola, puede aumentarse el lucro. Con razón, por ejemplo, el vicepresidente norteamericano, Dick Cheney, desguazó una de sus empresas maniobrando para que los trabajadores perdieran el empleo sin ninguna compensación a fin de aumentar el monto multimillonario de sus beneficios personales. ¿Qué puede esperar un país cuando cae en manos de semejantes acreedores? En la entrevista citada, Lula aseguró que los países deberían vivir y progresar con producción y trabajo, en lugar de subordinar las economías nacionales a los préstamos de las finanzas internacionales. Es una opinión de sentido común –¿por cuánto tiempo una familia podría vivir sin crisis gastando más de lo que gana?–, pero llevarla a cabo implica, en la Argentina de hoy, una revolución cultural y un brusco giro para apartarse del rumbo nacional del último cuarto de siglo, con apenas algunos paréntesis pasajeros.
Cuando la vida humana deja de importar, la muerte provocada, sin razones naturales, pasa a ser noticia repetida de cada día, hasta que al final la sociedad comienza a acostumbrarse o a recibirla con resignación. Desde lo que parece el asesinato premeditado de Ezequiel en el Riachuelo hasta la muerte colectiva en el río Chubut de estudiantes primarios de Merlo son tragedias por sí mismas, pero todavía más si las responsabilidades se escurren, como en otros tantos casos, por las rendijas de la burocracia, de la complicidad o de la impotencia. No hay guerras moderadas ni tampoco accidentes imprevisibles cuando la voluntad de ciertas personas pudieron prevenir o proteger la vida. Si la vida o la muerte son indistintas y dejan de conmover a la sociedad, ¿por qué diablos importarían las próximas elecciones? A la inversa, si de verdad la sociedad se siente interpelada por el sufrimiento del prójimo, pues en ese caso también lo que suceda en las urnas debería importar mucho más.
No vaya a ser que la consigna “que se vayan todos” termine por ser una coartada para la indiferencia, como lo fue en su momento aquel ominoso “por algo será”. Es hora de terminar con los cínicos sensacionalismos y con los hipócritas duelos, porque al final, después de los alborotos de un par de días, cada una de esas tragedias termina siendo patrimonio exclusivo de los parientes de las víctimas y sus amigos más cercanos. Nadie suma, van contando de a uno. Esto pasa aquí y en el mundo. Es comprensible que Occidente tenga miedo por el terrorismo, pero para combatirlo no hace falta la guerra, moderada o descontrolada, a menos que el propósito sea eliminar a todos, como bien observó Umberto Eco, a los que son activos y los potenciales. Los especialistas calculan que en el mundo habrá diez mil terroristas activos, pero los potenciales son millones. Ese fue el criterio represivo del terrorismo de Estado en la Argentina. ¿Hay que permitir que renazca a escala mundial? Hoy en día, la defensa de la vida debe pasar de la retórica a la acción, porque si la muerte se vuelve familiar, no importa quien gobierne, los argentinos serán condenados a cien años de soledad como las estirpes malditas.

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