Dom 25.05.2008

EL PAíS  › LOS CAMPESINOS DEL MOCASE Y UN MODELO AGROPECUARIO ALTERNATIVO

La resistencia

En Santiago del Estero, como en buena parte del país, la expansión de la soja generó el desplazamiento de campesinos y minifundistas pobres a tierras marginales y centros urbanos. El lote 38, en Quimilí, es un lugar diferente, donde priman la lógica del autoconsumo, la soberanía alimentaria y la explotación comunitaria de la tierra.

› Por Alejandra Dandan

Bajo el tinglado, una langosta avanza a los saltos como si fuera un gigante. Atrás, otras van ocupándolo todo como despreocupadas por seguir andando. Son cientos a la vez, tocándolo todo hasta toparse con otras tendidas como alfombras, resecas y ya muertas. Al comienzo, doña Leticia Luna creyó que iba a poder controlarlas. Que no eran muchas. Que iba a detenerlas. Entonces un día le prendió fuego a un manojo de papel mientras se acercaba, con la llama ardiendo, a las que comían sus tomates bestialmente. Luego, incendió las zanahorias y el perejil. Un día, finalmente se cansó y desistió por lo menos por un tiempo.

Las langostas del lote 38 llegaron a Quimilí, al parecer, hace tres meses, cuando el propietario de un monte localizado a unos siete kilómetros de distancia contrató a una topadora para un desmonte. Con el bosque liberado, las langostas se extendieron primero entre los quebrachos blancos del lugar en procura de su principal alimento. Cuando los árboles quedaron devastados con los troncos pelados como en lo peor del invierno, salieron desesperadas a seguir con el resto. Después del fuego, doña Leticia decidió levantarlas, una por una, a la mañana temprano, cuando todavía estaban duras del frío. Las puso en pequeñas bolsas, bien cerradas, para lanzarlas a un horno de barro y quemarlas como en el infierno. Durante días quemó carretillas completas, pero otra vez se detuvo, atormentada por el olor.

Hasta las últimas podas del monte, no sólo ellas vivían bien lejos. También lo estaban los doscientos huevos que al parecer cada una es capaz de poner. Los del lote 38 están tan convencidos de que esas langostas ponen doscientos huevos justo antes de morirse que ahora no sólo les preocupan las vivas, sino los miles de cadáveres que están por ahí.

–¡Yo no sabía que acá adentro tenía a mi enemigo interno! –dice la vieja Leticia, dirigente campesina al fin, dentro del Mocase y de charla con su marido, que intenta disuadirla justo ahora que se le ocurre hacerles un piquete.

–¿Contra quién? –pregunta él.

–¿¿Cómo?? –dice ella–. ¡¡Contra las langostas!!

–¿Y por qué no se lo hacés a Monsanto?

El desmonte

Entre 2000 y 2004, en Santiago del Estero se desmontaron 837.617 hectáreas, 30 por ciento de todos los desmontes de su historia. Es probable, además, que en los últimos años el proceso de tala se haya expandido todavía más. Según datos de Héctor Lipshitz, un ingeniero agrónomo especializado en el desarrollo de la pequeña producción agropecuaria, en ese lapso la provincia pasó a ser el lugar donde se produce la mitad de la soja del NOA, destinándole nada menos que 85 por ciento de la tierra cultivable. De acuerdo con los números, entre 1995/1996 y 2004/2005 la soja pasó de ocupar 94.500 hectáreas a 630.713, con un crecimiento de 667 por ciento. Desde entonces, la extensión no se frena: ahora son unas 888.000 hectáreas cultivadas con soja, en base al desmonte y a la incorporación de nuevas tierras para el cultivo especialmente en los departamentos de Moreno, donde está Quimilí, Copo, Alberdi, Ibarra, Taboada y Belgrano, en la zona fértil y de lluvias del este y en Jiménez, dentro de la cuña del límite con Tucumán.

En esas condiciones, la expansión de la soja generó distintos efectos, como el desplazamiento de campesinos y de los minifundistas más pobres a tierras marginales y centros urbanos, como sucedió en buena parte del país. “La pelea para ellos es el acceso a los pesticidas, máquinas cosechadoras y semillas, porque no hay una política para tecnificar el campo: ¡y esto no es socialismo! –dice en este caso Antenor Ferreira, un abogado de la APDH de Santiago–. “Esto es pensar cómo hacemos para garantizar que cualquier persona pueda comprar herramientas, si el Estado no le da ni siquiera el préstamo.”

El lote 38 es, sin embargo y en ese contexto, un territorio distinto. Desde hace años, un grupo de familias nucleadas en el Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero (Mocase Vía Campesina) intenta llevar adelante aquí una suerte de modelo de resistencia, un desarrollo agropecuario alternativo. A la apuesta de la soja descontrolada y de los monocultivos, ellos le oponen la lógica del autoconsumo y de la soberanía alimentaria. Al uso de agroquímicos, la producción libre de químicos, de fertilizantes y la explotación comunitaria de la tierra, que no debería estar cercada.

“De chica no hablé”

En un cuaderno de notas, doña Leticia lleva las cuentas como si sus poco más de 100 hectáreas fueran miles dentro de una fábrica. Llegó al lote 38 hace cuatro años, recién separada y con 12 cabras, a préstamo por un año, y con un chivo reproductor. El préstamo era un especie de crédito, que aún circula, pensado por el Mocase para alentar la producción de subsistencia especialmente para las mujeres. En general, son ellas las que sostienen la cría de los animales y mantienen la casa, mientras el hombre sale a buscar dinero, en las cosechas o la tala, fuera del hogar. Según el cuaderno, doña Leticia llegó a 96 chivas hembras, entre adultas y cabrillas, que están alojadas en la finca; 4 reproductores machos y en los últimos días, 26 de las 96 hembras dieron 35 cabritos, uno de los cuales murió el 1º de abril –descuenta ella–, y sin contar el que vendió el viernes pasado al encargado de una estancia. El resto de las cabras tendrá cría en los próximos meses, dos veces cada trece meses, y así durante diez años.

Leticia se crió de niña en Cejolao, un pueblo vecino, al norte de Quimilí, siempre en el este de Santiago. Vivía con sus padres y tenía tres hermanos vivos y dos muertos; uno, apenas nació, otro a los tres meses de vida. Cuando cumplió los catorce, una de las familias tradicionales del pueblo, de origen radical, le pidió permiso a su padre para llevársela a trabajar cama adentro. Primero estuvo en Santiago y dos años más tarde en Scalabrini Ortiz y Corrientes, de Buenos Aires. “Yo, de chica, no hablaba –dice ella–. Sólo decía que sí o decía que no, pero hacía todo exactamente como me lo pedían para que nadie pudiera decir nada de nada.”

Al igual que su hermana sordomuda, ella dejó de hablar, como si aquel silencio pudiera protegerla. En la capital de Santiago no la había pasado bien y los problemas se repitieron en Buenos Aires. Cierta vez, les pidió a sus patrones un permiso especial para estudiar corte y confección, de siete a diez de la noche, en una nocturna cerca de la casa.

“Me dejaban ir a la escuela con esta condición –advierte ella–: que prepare la cena y que deje la mesa lista antes de irme y cuando volvía tenía que levantarla y lavar los platos hasta las doce o la una, y a las seis de vuelta levantarme.”

Lo que siguió no fue mejor. Tuvo problemas de permisos, visitas prohibidas y retrasos en el pago. Una vez, de paso por un negocio se encontró con un par de chinelas de las que no se pudo olvidar hasta que finalmente juntó todo el dinero para comprarlas. Cuando volvió a la casa, le fue muy mal: su patrona la obligó a devolverlas porque ella se había comprado las mismas. Enseguida escribió a su padre porque quería volver.

“Yo les ponía que me saquen de ahí, pero mientras tanto, ella me obligaba a escribir otras cartas en la que tenía que decirle a mi mami que no quiero volver. Entonces, mis padres tenían dos cartas distintas, las dos escritas por mí.”

Los cabritos

Es de mañana temprano y, todavía dormida, doña Leticia carga el maíz en un jarro y lo descarga entre los gallos y las gallinas que se le meten enloquecidos entre las patas. A varios metros, Antonio atraviesa el campo como si fuera parte de una función en la que sólo él está a cargo de los aplausos. Como hipnotizada, una cabra le sale al encuentro, bamboleando el cencerro que lleva atado en el cuello. Detrás de la cabra guía van llegando las chivas, cabrillas, cabritos y los chivos y se meten en el corral.

–¡Ey, vos! –dice él.

–¿¿Sí??

–¡¡Abriles la puerta!!

Adentro, la vieja se pierde, avanza agachada entre los vientres de las cabras, calzando tres cabritos en los pechos de las madres. En general, no son los cabritos más flacos ni necesitan comida, pero los preparan con alimento extra para el engorde. Atrás, Antonio lanza cabritos al aire como armando una sala de espera. Los deja a un lado, a un costado, esperando por los alimentos. Cuando todo termina, doña Leticia sigue, como siempre. En este caso, ataja con una cadena los dos poderosos cuernos de las cabras para protegerse antes del ordeñe. Ella sabe que así no se hace, que las campesinas más diestras se ponen las cabras entre las piernas para poder ordeñar. Pero no puede. Pone el tacho abajo de una. Aprieta, larga y aprieta. Camino al horno de barro, luego, agarra un frasco de café y sopla con fuerza las cenizas para despertar al fuego que se ha quedado dormido abajo durante toda la noche.

“Cómo puede ser
que mi abuelo...”

“Cómo puede ser que mi abuelo llegó a estas tierras antes que mis patrones –dice ella– y no tuvo un pedazo de hectárea y ellos, todos, han ido a la escuela, y por qué no fuimos a la escuela nosotros. Por qué. No porque seamos vagos, porque seamos puercos, porque eso es lo que te hacen creer.”

De Buenos Aires volvió a Cejolao aunque después tuvo un hijo y se volvió a la Capital. Al comienzo, dejó al niño con la madre como durante buena parte de la vida, pero un tiempo se lo llevó a la gran ciudad. El tenía cuatro años. A Leticia acababan de regalarle un televisor. Así, él se quedaba solo de ocho de la mañana a doce del mediodía, cuando ella volvía corriendo de limpiar una casa a darle la comida. Después, lo llevaba a la guardería, volvía a su trabajo, salía, recogía al niño a las cuatro de la tarde y hasta las ocho limpiaba una zapatería. Cuando el niño cumplió los 14 años, decidió volver a casarse. Estuvo en pareja 16 años, con un dirigente campesino de Cejolao. Por él empezó a acercarse al Mocase, y en la organización encontró las razones para perderlo.

“Todavía me acuerdo –dice ella–. Era la primera toma que hacíamos, como para el año ’97 o ’98, no sé. En el lote 6, unas personas se habían metido con un arsenal de armas para sacar a las tres familias que vivían adentro. El me dijo que ni se me ocurra acercarme y se fue corriendo a decirle a mi madre que yo estaba loca, que iba a un lugar que iba estar lleno de policías, y que iban a matarme. Yo me acuerdo que le dije a mi madre que si pasaba todo eso, que tenía que estar muy contenta, porque ‘yo estoy muy feliz’ y gracias a Dios hice lo que quería.”

Desde sus comienzos, casi veinte años atrás, el Mocase procuró fortalecer entre los campesinos el derecho a la posesión de las tierras. La organización, que surgió alentada en Santiago del Estero por los curas de base de la Iglesia Católica, permaneció enlazada a grupos de los Sin Tierra del Brasil y al zapatismo en México, por lo menos entre quienes forman parte de la Vía Campesina. A lo largo de esos años, el trabajo les permitió empezar a mostrar los “desalojos silenciosos de la tierra”, un proceso masivo alentado por los problemas de la tenencia precaria de las tierras y acentuado en los últimos años por el avance extraordinario de la frontera agraria en la zona.

Según Lipshitz, “los desalojos silenciosos crecieron porque no había conciencia sobre el derecho de posesión veinteañal y, a la vez, porque no estaban dadas las condiciones mínimas de organización para que las presentaciones ante la Justicia o los reclamos ante el poder político tuvieran alguna posibilidad de éxito. En ese sentido, el surgimiento del Mocase resultó un punto de quiebre porque el silencio se convirtió en conciencia del derecho y en acción consecuente, se promovió la organización para la autodefensa, hubo asesoramiento legal, defensa jurídica y se fue logrando más visibilidad política”.

Esa primera etapa de la pelea exclusiva por la tierra para algunos está terminando. No porque crean que hayan concluido los desplazamientos ilegales, ni los alambrados en las tierras campesinas que cada tanto vuelven a dejar fuera a muchas familias. Sino más bien porque, consolidados los primeros derechos sobre la tierra, ahora están pensando en términos de desarrollos productivos más permanentes y en la lógica de una alternativa.

La leche que doña Leticia acaba de sacarles a sus cabras habla de ese proceso. Frente a su predio, y hace dos años, la Unión Europea les dio un subsidio para levantar una fábrica de quesos en el lote. Ahora, allí están, Selva, la vecina de los 60 cabritos, encargada de levantar las temperaturas de la leche a 60 grados centígrados y pasteurizarla; doña Mari, la que tiene los diez hijos en Quimilí y soporta las temperaturas más altas cocinando la leche en medio del campo ahora que no anda la paila; doña Gabi, la más jovencita, encargada de inyectarle unos líquidos a la leche para probar los niveles del ácido, y Leticia, atormentada en estos días por las condiciones materiales de los cuajos. Más cerca del pueblo, en cambio, hay una cooperativa de dulces de la Soberanía Alimentaria y una carnicería, una de las tareas sin embargo más complicadas. Como la mayor parte de los campesinos no tiene vacas sino cabras, no es fácil encontrar las carnes para el surtidor. Cada vaca precisa cinco veces más espacio que una cabra, por eso muchos las tienen como una caja de ahorro y sólo las sacan cuando existe una necesidad.

–¡¡Burrroooo!! –chilla de repente doña Leticia, sentada al lado de un fuego.

–¡¡Burrooooo!! –dice ahora él, acompañándola.

Los Gatos

Antonio es ahora el que atiza el fuego, sentado con una pava desde donde hace correr agua de aljibe caliente, entre mate y mate. Por el camino, llegan los ruidos de un motor. Enseguida se detiene. Un hombre se acerca, bombachas, gorro y faja de la argentinidad del campo. Doña Leticia zurce un parche azul en un pantalón de Antonio. El hombre camina hasta preguntar si saben quién podrá tener en venta unos postes.

El encargado de la estancia Los Gatos pasó por ahí mismo el viernes pasado. Esa vez les compró un cabrito gordito, de tres meses, que ahora falta de las cuentas del cuaderno. Ahora, anda averiguando por los postes, por lo menos unos cien, para cerrar la esquina de la estancia por donde supone que pueden escaparse las vacas. Los Gatos tienen ahora unas 2 mil hectáreas, pero fue cambiando de formas y de dueños al compás de los tiempos. En los ’90, eran 40 mil hectáreas en manos de la clase empresaria mendocina ligada al menemismo, muchos de los cuales se acercaron a Santiago en la época de los Juárez comprando papeles de escrituras más que porciones reales de tierra. Con el tiempo, la estancia quedó dividida en fracciones como ésas, en manos de un empresario cordobés. Ellos son parte de los nuevos propietarios extraprovinciales que se establecieron en Santiago con santafesinos y chaqueños en busca de lugares donde invertir los excedentes de las primeras explotaciones de soja que mantuvieron en otras provincias. Como Antonio no tiene postes, lo manda a buscar por ahí. A lo mejor, le dice, por lo menos se consigue unos 25 en un lugar, otros en otra parte, y así. Hace ya dos años, Antonio está sin trabajo. Llegó a casa de Leticia en ese momento convencido de que nadie podía vivir sin un solo peso en el bolsillo.

–¿Y vos estás libre? –le pregunta ahora el encargado.

–Sí, sí. Así que ya sabe... –le dice él.

–Sí, si hay algo te aviso.

Le dice el otro, antes de irse. “Así que ya sabe”, le vuelve a decir Antonio, una y otra vez, mientras va y viene con ese mate repentinamente incómodo. Porque antes de los cabritos, de los cencerros y de Leticia, Antonio era uno de los hacheros del monte. Pasaba el día “destroncando” árboles desde la raíz, de abajo arriba, hasta dejar el campo pelado. Ahora, podría llegar a cobrar unos 1500 pesos por hectárea, pero el destronque puede tomarle mes y medio, a tiempo completo: mañana, tarde y domingos también. Ese mismo trabajo a la topadora le lleva una fracción de segundos, la misma fracción de segundos con la que en los últimos años buena parte del trabajo manual quedó afuera del monte.

“Es que la topadora no para –dice él–, son dos choferes, doce horas, día y noche, 25 o 30 hectáreas al día y en dos años te dejan sin nada. Cuando empiezan, avanzan, voltean el monte y le mandan fuego a los árboles. Algunos nomás, si son buena gente, dejan entrar a la gente a recoger su leña para hacer el carboncito.”

–¡Burrrro! –se oye. El burro está atado a dos o tres metros de ahí, con la silueta perdida en medio de la noche aunque la luna llena clarea buena parte de la casa. Por la orilla de la finca, el gobierno provincial construyó hace años un canal que acerca agua dulce desde Santiago. El canal, como el monte, ahora está vacío porque dicen que lo están limpiando.

Cuando termina el día, doña Leticia y Antonio se lavan con un tacho de agua estancada pero duermen fresquitos arriba de la cama doble que sacan del tinglado y ponen bajo los árboles.

–Atención con los perros –dice ella antes de dormir. Si ladran de noche, nadie debe bajarse de la cama; las víboras en general nunca llegan a las zonas de las casas, pero nadie sabe cuándo es en general.

–¡¡Burro!!! –vuelve a escucharse, y el burro se refriega contra algo. Alguien dice que a lo mejor busca un poco de agua en el fondo del canal porque las langostas a esta hora parecen dormidas.

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