› Por José Natanson
Lo repiten los políticos, los periodistas de pensamiento simple, el kiosquero de la esquina. “Acá lo que hace falta es una política de Estado.” En medio de la guerra de las carpas y las tumultuosas sesiones de la Comisión de Agricultura, la Vulgata ha vuelto a aparecer: se necesita una política de Estado en materia agropecuaria. Pero, ¿qué es exactamente una política de Estado? ¿Es cierto que en Argentina escasea? ¿Es verdad que a los demás países les sobra? Veamos.
Ultimamente se multiplican los elogios a Brasil, campeón de la economía por un aplauso unánime que se explica por diferentes motivos, algunos comprensibles y otros más dudosos. En los últimos dos años, el PBI se expandió a una tasa de casi 5 por ciento, en un contexto macroeconómico más ordenado que el de Argentina, con inflación controlada (se estima 7 por ciento para este año) y el investment grade otorgado por la Standard & Poor’s.
“El gobierno está en un buen momento –me dijo la semana pasada en el lobby de un hotel paulista Brasilio Sallum Jr., sociólogo de la Universidad de San Pablo y lúcido analista de la realidad de su país–. Pero no hay que exagerar. El país crece, pero falta inversión en infraestructura, la carga impositiva es muy alta, todavía hay que ver si se puede sostener este ritmo de expansión. En cuanto a la popularidad de Lula, es verdad que según las últimas encuestas ronda el 70 por ciento. Pero también hay que recordar que apenas dos años atrás, en medio de una serie de denuncias de corrupción, su gobierno estuvo cerca de terminar anticipadamente. De hecho, tuvo hacer un cambio radical de Gabinete para poder evitar el impeachment.”
Quizá lo que mejor explique que Brasil haya reemplazado a Chile como paradigma de éxito económico sea la notable performance de Petrobras. En el último año, la empresa anunció el descubrimiento de enormes yacimientos en Tupi y en la cuenca de Santos que, de confirmarse, elevarían a Brasil a la categoría saudita de potencia energética y lo convertirían en el octavo productor mundial de petróleo. Y esto sí es resultado de una política de Estado: desde su creación por Getulio Vargas en 1953, Petrobras sufrió muchos cambios, incluyendo la apertura al capital privado durante la gestión de Cardoso, pero siempre con el propósito de garantizar el autoabastecimiento energético. Para lograrlo, en los últimos años de-sarrolló tecnología propia en la exploración ultramarina que resultó clave para los nuevos descubrimientos. Hoy, Petrobras es la única empresa hidrocarburífera de primera línea cuyas reservas crecen más rápido que su producción.
La venta de YPF privó al Estado argentino de una herramienta fundamental. Aunque cuando se privatizó (justo es reconocerlo) el petróleo no tenía la misma importancia estratégica que ahora, con el barril por arriba de los 140 dólares, lo cierto es que el remate de la compañía ha dejado a la Argentina en una situación muy complicada: mientras Brasil avanza hacia la autosuficiencia, Argentina depende de dos socios inestables, Bolivia y Venezuela, el último de los cuales además condiciona bolivarianamente la política internacional: ¿habría tolerado Kirchner en silencio la estatización de Sidor si no necesitara el fueloil venezolano para pasar el invierno?
En materia energética, Argentina está lejísimos de Brasil, de Venezuela e incluso de Chile, cuya sociedad con las potencias emergentes del Pacífico le permitirá en un par de años prescindir de sus inciertos vecinos latinoamericanos. Pero, contra lo que opina el cineasta Pino Solanas, recuperar la soberanía energética no es tan sencillo: se han perdido ya demasiadas herramientas cuya recompra insumiría un costo que el país difícilmente podría afrontar (además de que habría que debatir seriamente si tiene sentido hacerlo). En todo caso, lo evidente es que Argentina carece de una política energética.
Dos semanas atrás, tres jóvenes cariocas que salían de un recital de funk en la favela de Providencia fueron detenidos por un grupo de militares al mando de un teniente del Ejército y subidos a un jeep. En el camino al destacamento, el jeep se desvió a una favela vecina, controlada por la banda Amigos de los Amigos, archienemiga de la que domina Providencia. Con un “Les traigo un regalo”, el teniente entregó los jóvenes a los narcos. Al día siguiente, los tres cadáveres aparecieron en un basurero cercano descuartizados, torturados y fusilados con 46 tiros. Gonzaga da Costa, la madre de uno de ellos, declaró a la revista Istoé: “No pude abrazar el cuerpo de mi hijo, estaba todo cortado, atado para que no se desarme”.
El episodio generó un escándalo nacional en Brasil y reavivó el debate sobre el rol del Ejército: aunque suene absurdo, los militares que entregaron a los tres jóvenes para su posterior asesinato no estaban destinados a la seguridad en las favelas, sino a la construcción de techos y paredes en el marco de un programa social. Y no es raro en Brasil, donde los militares cumplen una larga serie de funciones que tienen poco que ver con su tarea original: manejan la Policía Militar de cada Estado (equivalente a las policías provinciales), controlan el tránsito, ayudan a combatir el dengue, se ocupan de la seguridad en el Carnaval de Río, de proteger al Papa... hasta los bomberos, institución civil por excelencia, dependen de los militares.
Jorge Zaverucha, especialista brasileño en cuestiones militares, lo explica de esta forma: “En los países democráticos, las competencias de la policía y las del Ejército están claramente separadas. La policía se ocupa de los adversarios y el Ejército, de los enemigos. Por ello, las doctrinas, el armamento y la instrucción son diferentes. Sin embargo, en Brasil estas competencias están entremezcladas. El proceso de politización de las Fuerzas Armadas se da simultáneamente con la militarización de la policía”. El general Leônidas Pires Gonçalves, primer ministro del Ejército de la democracia, lo había expresado claramente años atrás: “No estamos entrenados para esposar a la gente. Si visita los cuarteles, no verá esposas en ningún lado, pero sí encontrará un polígono de tiro”.
La intervención militar en Brasil no es una excepción sino una regla en América latina. En casi todos los países de Centroamérica, los militares llevan adelante tareas de seguridad interna, y lo mismo en México, donde Felipe Calderón ha reforzado sus atribuciones para combatir el narcotráfico. En Ecuador constituyen un verdadero poder económico que controla puertos, empresas aéreas, astilleros, siderurgias y hasta un banco. En Chile, recién en el 2005 el presidente recuperó la facultad de decidir el ascenso de los oficiales, que hasta el momento eran promovidos por un Consejo de Seguridad integrado por ellos mismos.
En Argentina, en cambio, Raúl Alfonsín impulsó el Juicio a las Juntas, Carlos Menem anuló el servicio militar obligatorio e inició las primeras misiones de paz y Néstor Kirchner les dio amparo político a las investigaciones por violaciones a los derechos humanos y consiguió la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. En 25 años de democracia hubo, por supuesto, concesiones de todo tipo, desde las leyes de impunidad y los indultos hasta escandalosos favores personales, pero las presiones para autorizar la intervención militar en cuestiones de seguridad interna fueron siempre rechazadas, incluso por Menem y De la Rúa, los dos presidentes más cercanos a los planteos verde oliva.
Rut Diamint, especialista en temas de defensa de la Universidad Di Tella, lo sintetiza de esta forma (revista Nueva Sociedad 213): “De todos los países de América latina, Argentina es sin dudas el que hizo las revisiones más profundas y los cambios más notables para avanzar en el control civil democrático de las Fuerzas Armadas. Es, también, el país que dio más pasos en la tarea de hacer de la política de defensa una política pública decidida por el Poder Ejecutivo, con aportes tanto del Congreso como de la comunidad académica. Y es, finalmente, el país latinoamericano en el que los militares intervienen menos en la toma de decisiones”.
El objetivo de estos últimos párrafos no es levantar el ánimo del lector argentino sino poner en perspectiva el remanido tema de las políticas de Estado. En Argentina, los crímenes de la dictadura y el derrumbe pos Malvinas dejaron un trauma mayor que el que sufrió cualquier otro país latinoamericano, lo cual permitió crear un consenso en la tan denostada clase política acerca de la necesidad de devolver a los militares a sus funciones originales. Mirando la experiencia de Brasil, parece evidente que eso nos está ahorrando unos cuantos problemas (y probablemente también muchas vidas).
Pero no puede decirse lo mismo de la economía. Brasil atravesó, desde la posguerra hasta los ’80, un largo período de crecimiento económico cuya marca es un Estado activo y desarrollista. Pero el Estado brasileño –muy eficaz en la promoción económica, aunque más lerdo en su faceta social–- no funciona bien por el simple hecho de que Cardoso fue un presidente más decente que Menem, sino porque la historia y el contexto político así lo determinaron. Del mismo modo, la brillantemente ortodoxa macroeconomía chilena se explica en buena medida por el alto crecimiento de los últimos dos años de dictadura –y por el poder que aún hoy conserva la derecha– más que por la lucidez de los presidentes concertacionistas.
Todo esto para decir que una política de Estado no es, como parecen creer algunos, un programa rígido que se anota en un papel y queda congelado para siempre, sino el resultado complejo –y parcialmente cambiante– de la combinación de fuerzas políticas, equilibrios sociales, historia y cultura. En Argentina, la política militar es una buena política de Estado, y lo mismo puede decirse de la relación con Brasil: desde 1983, los sucesivos gobiernos argentinos abandonaron la absurda competencia geopolítica e impulsaron un proceso de construcción de confianza que incluyó la desnuclearización de la relación bilateral. Ese es el verdadero origen del Mercosur, que nació con Alfonsín, continuó con Menem y se profundiza con Kirchner y que, aunque durante los ’90 asumió un tono más comercial y hoy tiene un enfoque más político, nunca ha desaparecido del todo.
Consensuar una política de Estado tiene también sus riesgos, pues puede llegar el momento en que sea necesario cambiarla, o modificarla gravemente, y la inercia política de muchos años tal vez lo impida: esta sería, como insiste el senador Carlos Ominami, la situación de Michelle Bachelet en Chile. Y en Argentina, ¿será el conflicto del campo el principio de una política de Estado? La experiencia histórica y las favorables condiciones internacionales harían pensar que es posible, pero la disputa ha asumido un tono tan exasperante, el diálogo se ha entrecortado tantas veces y la escena pública se ha distorsionado a tal punto que parece difícil que el conflicto nos lleve, como Petrobras a Brasil, a la cima del mundo.
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