EL PAíS › OPINIóN
› Por Sandra Russo
El antikirchnerismo es una cosa; el golpismo es otra. Se puede ser antikirchnerista en democracia, se puede hacerle un lockout patronal salvaje a un gobierno kirchnerista, se puede desparramar recelo, sospecha e injurias sobre la figura presidencial democrática y popular sin mayor riesgo. Todo eso se puede y está a la vista. La supuesta tiranía de De Angeli no usó una sola bala de goma a lo largo de este conflicto ni tuvo en ningún medio electrónico importante ni la mitad, ni la tercera, ni la cuarta parte no de la difusión, sino de la más burda propaganda que tuvieron gratis las entidades agropecuarias. Pero las cosas transcurrieron como un show desnudista, en el que a muchos de sus participantes ya se les cayeron los pantalones y ahora exponen sus partes íntimas.
En esa intimidad del reclamo original no hay, como no hubo nunca, voluntad de diálogo. ¿Se acuerdan cuando semana tras semana los periodistas de los canales de noticias repetían cada cinco minutos que el problema era que el Gobierno no se prestaba al diálogo? Sanata tras sanata hemos tenido, como espectadores, que escuchar una y otra vez los eufemismos evidentes de quienes se presentaron como víctimas de la confiscación. Ya está a la vista que lo que hubo y hay es resistencia a vivir en una democracia que supone reglas de juego. Que hay resistencia a aceptar que hay límites para la ganancia extraordinaria. Ahora de eso se trata todo. Los ruralistas no van a respetar las reglas de juego democráticas. No lo están haciendo. Y no se detendrían si para deshacerse de la resolución maldita debieran deshacerse de la democracia. Pueden decir lo que quieran. Ya han dicho demasiado. Ahora estamos en acto.
Y lo que importa es lo que hacen, no lo que dicen. Más sopa, no. Más sapos, no. Llaman a desconocer la ley que saldrá del Parlamento. Ni importa cuál sea esa ley. No será la que ellos reclaman, porque hay un Estado decidido a intervenir en la redistribución de la renta. Están dadas las condiciones, según dijo De Angeli, para que se vuelvan a escuchar las cacerolas.
De Angeli, Buzzi, Llambías, Miguens, Biolcatti, Bullrich, Carrió, Aguad, en fin, del campo propio al despacho, ya conocemos las voces y las imágenes de quienes si hay cacerolas saldrán por la televisión de cable y aire a declarar que qué pena que no hubo diálogo. ¿Somos todos idiotas? No hay más hilo.
El antikirchnerismo es una cosa; el golpismo en la Argentina es otra. Limar las instituciones, desconocer leyes, correr todos los días las propias condiciones, volver a amenazar con cortes de rutas, volver a amenazar en consecuencia con el conflicto y el caos social que crearon ellos, a esta altura es actuar aquello que se desprendía, desde un primer momento, del “clima destituyente”. Están, repito, en acto.
Acá deberían bifurcarse los caminos entre el antikirchnerismo y el golpismo. Nadie que no haya votado a este gobierno está obligado a coincidir con sus políticas, y todos pueden criticarlas. Pero plegarse ahora, que pasamos al acto, a difundir las ideas desestabilizadoras de algunos ruralistas y algunos penosos dirigentes opositores equivaldrá a pasar un límite que, como argentinos y con nuestra historia doliéndonos en los huesos, puede no ser un error más. Puede ser el error imperdonable.
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