› Por José Natanson
Entrégate, aún no te siento
Deja que tu cuerpo
Se acostumbre a mi calor
Entrégate, sin condiciones
Tengo mil razones, y ya no puedo más de amor.
Luis Miguel
Generosamente salpimentado con carpas verdes, ruidosas reuniones de comisiones y la promesa de actos masivos, el proyecto de ley de retenciones sigue su curso, y el miércoles será discutido en el Senado. En el medio, los periodistas de pensamiento simple y el sentido común dominante propagan una larga serie de lugares comunes: ¿es verdad que el Congreso es una escribanía? ¿Es cierto que los legisladores son un grupo de insalvables levantamanos? ¿Deberían votar “según sus conciencias”? ¿Tiene derecho el Gobierno a tratar de influenciarlos? Y la pregunta del final: ¿se entregará el Senado a los brazos del Ejecutivo?
La concentración de poder en el Ejecutivo y el debilitamiento de la función legislativa no es ni un invento argentino ni una creación K, pero se ha acentuado en los últimos años, cuando el propio Congreso votó dos leyes que contribuyeron a consolidar esta tendencia.
La primera es la reforma a la Ley de Administración Financiera, conocida como superpoderes, aprobada en agosto del 2006, que habilitó al Ejecutivo a cambiar la distribución de partidas del Presupuesto sin necesidad de acuerdo legislativo, con lo cual el Congreso no cede del todo, pero sí atenúa severamente su función esencial de asignación presupuestaria.
La segunda ley, también aprobada en el 2006, fue la reglamentación del control parlamentario de los decretos de necesidad y urgencia. La idea era ponerse al día con una de las tantas asignaturas pendientes de la Constitución del ’94, que incluyó los decretos de emergencia en su texto y estipuló una reglamentación que nunca se creó. Sin embargo, la forma en que finalmente se diseñó el mecanismo no establece ningún plazo para que las cámaras aprueben o rechacen los decretos que, mientras tanto, son considerados válidos. Esto, que la tecnojerga legislativa define como “sanción tácita”, invierte la carga en la oposición: no es el Gobierno el que debe construir una mayoría para sostener sus decretos, sino la oposición la que debe conseguir los votos para anularlos, lo que les permite a los legisladores oficialistas avalar las decisiones del Ejecutivo sin, aparentemente, hacer nada.
En un artículo publicado en la Revista de Ciencia Política (“Argentina: crecimiento económico y concentración del poder institucional”), Alejandro Bonvecchi y Agustina Giraudy explican que estas iniciativas le permitieron al Ejecutivo fortalecerse en un doble sentido: frente al Congreso y –lo que tal vez sea más importante– frente a los poderes provinciales.
Pero esto no significa que el Congreso viva de brazos cruzados. Un interesante artículo de Armando Vidal en Clarín citó un estudio de la Dirección de Información Parlamentaria, que se encarga de compilar y sistematizar las estadísticas del Congreso, en el que se analiza el origen de las leyes votadas entre el 2003 y el 2007, es decir en el último período legislativo. La conclusión es llamativa: de las 136 leyes aprobadas en aquel período, sólo 59 fueron remitidas por el Poder Ejecutivo, mientras que 45 surgieron de los diputados y 32 de los senadores. En otras palabras, el 68 por ciento de leyes se originaron en el propio Congreso.
El dato cobra más interés si se lo compara con los porcentajes de los regímenes parlamentarios, donde habitualmente se considera que el Legislativo tiene un rol preponderante (aunque en realidad, sobre todo en casos como el de Gran Bretaña, ocurre todo lo contrario). Pues bien, el porcentaje de leyes originadas en el Parlamento fue notablemente inferior: 8 en España, 19 en Francia y 6 en Gran Bretaña. El politólogo Ernesto Calvo, profesor de la Universidad de Houston y especialista en partidos e instituciones políticas, sostiene que la Argentina tiene razonables tasas de productividad legislativa.
Por eso la figura de la escribanía no es la más adecuada para describir el rol del Congreso. No se trata de que apruebe a libro cerrado todo lo que envía el Ejecutivo, como demostraron los 18 cambios introducidos por los diputados al proyecto de retenciones. Lo que ocurre es que algunas de las áreas de decisión más importantes –en particular la presupuestaria– no pasan por el Congreso. Pero dentro de sus (autolimitadas) competencias, los legisladores se comportan activamente. Tal vez sea ésta la mejor forma de definir, más allá de las metáforas simplonas, su verdadero lugar.
Suena tonto decirlo, pero en el clima confuso de las últimas semanas vale la aclaración: la sintonía del bloque oficialista con el Gobierno es la forma más habitual de funcionamiento de los sistemas políticos. De hecho, ha ocurrido miles de veces en la historia reciente, incluso en proyectos claramente impopulares. Menciono algunos especialmente antipáticos: en el alfonsinismo, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, apoyadas por el en ese entonces sector progresista del radicalismo, que las votó, en la expresión de Federico Storani, con la nariz tapada; durante el menemismo, la privatización de YPF y gas del Estado; en la Alianza, la reforma laboral y los superpoderes a Domingo Cavallo; en el duhaldismo, la vuelta atrás en el juicio a la Corte Suprema. En la era K, los ya mencionados superpoderes y la reglamentación de los decretos, en ambos casos votados con mayorías holgadas: 138 y 135 votos en Diputados y 42 y 37 en el Senado.
Algún desprevenido podrá pensar que se trata de una deformación argentina, pero no es así. De hecho, en países que suelen mencionarse como ejemplos de trasparencia democrática la voluntad del gobierno de garantizar el apoyo de sus legisladores llega a extremos pintorescos. Como recuerda el siempre interesante blog Criador de gorilas, en Gran Bretaña existe la figura del whip –palabra que aparentemente deriva de whippers in, que eran los encargados de preparar a los perros de caza: un funcionario ¡con rango de ministro! cuya tarea consiste en disciplinar a los parlamentarios oficialistas.
La idea de que cada legislador debe votar según su conciencia, además de impracticable, llevaría a un caos inmediato. En algunas ocasiones, las fuerzas políticas aceptan otorgar a sus parlamentarios “libertad de acción”, que es justamente dejar que cada uno vote como quiera. Pero esto ocurre en contextos muy especiales, en determinados temas valóricos que cruzan transversalmente a los partidos y que se supone pueden afectar la sensibilidad ya no política sino moral de los legisladores: divorcio, aborto, salud reproductiva. En general, tiende a primar la disciplina.
Para garantizar el respaldo a sus iniciativas, el Gobierno proyecta su influencia, práctica que ha sido muy criticada últimamente. Pero hay una confusión: contra lo que dicen algunos, la división de poderes, corazón de una democracia republicana, supone una distribución de competencias o funciones entre los diferentes poderes, como la ya mencionada competencia presupuestaria, de la que el Ejecutivo se ha apropiado. Pero de ningún modo implica que el Gobierno no puede dialogar, negociar e incluso presionar al Congreso.
En todos los países ocurre de esta manera, y si no miremos un ejemplo reciente del ahora tan festejado gobierno de Lula: en el 2003, poco después de asumir la presidencia, Lula envió al Congreso un proyecto de reforma previsional que imitaba –e incluso profundizaba– al que había presentado en su momento Cardoso, y que nunca se había aprobado por la oposición del PT. Heloísa Helena, una importante senadora petista de Alagoas, se negó a cambiar su posición de rechazo a la ley como parte de una resistencia más amplia al giro neoliberal del gobierno. La respuesta de Lula fue no sólo separarla del bloque oficialista sino expulsarla del PT, donde Helena militaba desde su juventud.
La cuestión no es entonces la intención de que los legisladores acompañen los proyectos oficiales, algo que razonablemente pretende cualquier gobierno, sino el método utilizado, que en general es una combinación de palo y zanahoria. Un ejemplo extremo, también de Brasil: como el sistema hiperfederal y multipartidista los ha privado de mayoría parlamentaria propia, todos los presidentes se han visto obligados a construir alianzas con decenas de partidos y partiditos, a los que compensan con una generosidad escandalosa. Este esquema estalló en el 2005, cuando se descubrió que algunos legisladores opositores recibían una mensalao –mensualidad– a cambio de sus votos.
Se trata, naturalmente, de un mecanismo ilegal de búsqueda de apoyos. Pero no siempre las cosas ocurren de esa manera, y las dificultades para tomar una posición aparecen cuando los alineamientos se procuran con métodos legales pero difíciles de juzgar. En Estados Unidos, otro país modelo, el Congreso es un ámbito muy habitual –y abiertamente reconocido como tal– de intercambio de favores políticos para los estados a cambio de votos. De hecho, existe allí una expresión, pork barrel (literalmente, barril de carne de cerdo) cuyo nada simpático origen es la carne de cerdo que los amos entregan a sus esclavos a cambio de obediencia. En Estados Unidos, se usa como sinónimo de las concesiones del Ejecutivo a los legisladores a cambio del apoyo.
¿Cómo debe votar un legislador? Volviendo al caso que nos ocupa: ¿debe un diputado que representa a una provincia no sojera como Río Negro acompañar el proyecto oficial de retenciones, que apenas afecta la producción de su distrito, a cambio de concesiones para la exportación de manzanas y peras, que la mejoraría mucho? ¿No es acaso justamente eso –que piensen en los intereses de sus provincias– lo que les exige el campo a los diputados de la Pampa Húmeda? ¿Qué debe hacer un formoseño o un fueguino? ¿Debe priorizar la presión del gobierno nacional, de su gobernador, de los medios con sede en la Capital y sobredeterminados por la opinión de las grandes ciudades?
No se trata de negar la concentración de poder en el Ejecutivo ni desagraviar a los legisladores, sino complejizar la Vulgata. Contra lo que piensan los Jedis de la República, la división de poderes no es un valor absoluto ni una foto congelada, sino una cuestión de grados, dinámica, que incluso bajo la misma Constitución evoluciona a través del tiempo. En un artículo titulado “El autorrescate de las democracias sudamericanas”, Fabián Bosoer explica cómo cuatro países –Argentina, Paraguay, Perú y Bolivia– lograron sobrevivir a crisis gravísimas en base a gobiernos de emergencia –el de Eduardo Duhalde en nuestro caso– respaldados en esquemas de transición neoparlamentarios. En estas ocasiones, el Congreso reemplazó a los militares en el vacío de poder y actuó como último recurso de la democracia.
En circunstancias menos graves, cualquier político sabe que es más probable que los bloques oficialistas –e incluso opositores– acompañen al gobierno si éste es exitoso que si se encuentra debilitado. El problema, como suele suceder, es mirar las cosas en blanco y negro, porque el resultado más probable del proceso de votación de una ley es un sub-óptimo. La esencia del Poder Legislativo no es la imposición sino la negociación, hacia adentro del mismo poder y en relación con los otros poderes. Ocurre igual que con las parejas: después del primer fulgor del enamoramiento, la relación asume un formato de negociación, menos romántico que el bolero de Luis Miguel que encabeza estas líneas pero más real y no necesariamente menos interesante.
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