La segunda mujer de Carlos Juárez, el eterno caudillo de Santiago del Estero, llegó a ser gobernadora. A pesar del seguimiento del “viejo”, dilapidó en un año el poder que su marido había amasado durante décadas. Toda la impunidad de ese poder les cayó encima. Sortearon las causas judiciales, pero están en el ostracismo.
› Por Alejandra Dandan
“A menudo, los arácnidos no son demasiado selectivos con sus presas”, evocó una vez un antiguo hombre de confianza de Carlos Juárez. “Como las hembras suelen ser más grandes que los machos, ellos ejecutan complejos rituales para no ser comidos por ellas y así poder consumar el apareamiento. En ocasiones ellos tienen que hacer señales desde lejos y mostrarles el diseño rayado de su cuerpo para suprimir la tendencia depredadora de las hembras. Ofrecerles algún alimento envuelto en seda suele resultar efectivo.”
–Se los juro –dijo, después–: La Nina es la Viuda Negra.
En 2004, Mercedes Aragonés de Juárez era la única gobernadora argentina, y en el último medio siglo había permanecido a las sombras del poder del viejo caudillo. Cuando Juárez perdió el poder transformado en esa envoltura de seda, la tendencia depredadora de la Nina no se frenó. En menos de un año de mandato, dilapidó el capital político que astutamente había ido acumulando el viejo para socavar las hipócritas bases de legitimidad del gobierno asentadas en una red de espionaje y en una disciplina de terror. En menos de un año, el crimen de dos mujeres en febrero de 2003 terminó con los Juárez, detenidos el mismo día en que el Congreso aprobó la intervención federal a la provincia.
Desde entonces, los Juárez viven anticipando sus funerales. Unos cuatro meses atrás, el viejo caudillo que ahora ya no sale de los doscientos metros cuadrados de la casa, cruzó la plaza del centro con su bastón. Leo, un periodista local, sacudió varias veces la cabeza porque no podía creerlo. Se sorprendió no por el bastón sino porque sobre el viejo se abalanzó un grupo de adolescentes de un secundario que corrían por adelante y por atrás desesperados, celulares en mano, para sacarle fotos.
Esa misma imagen veinte años atrás hubiese mostrado tal vez a los padres de esos jóvenes fanatizados. Pero esta vez, sonaron más a las instantáneas de un goce necrofílico.
Con ella en cambio sucede algo distinto. Porque en torno suyo ni siquiera existen las cámaras. Nina Juárez y el viejo no tuvieron hijos y siempre le ocultaron al mundo (que no es otra cosa que la gran tierra de Santiago) la historia trágica del primer amor de don Carlos. El viejo se había casado con Luz María Marques Medrano, pero al cabo del tiempo con su imagen de morocha despampanante Nina no sólo los distanció. Poco a poco creó un artilugio para enloquecer (literalmente) a esa otra mujer. Levantaba el teléfono de madrugada para resoplarle en los oídos con ruido de fantasmas, le tiraba sus bombachas y cuando pudo ordenó hasta que le desvalijaran la casa. Nada hubiese sido demasiado si en el medio, además, no hubiesen estado dos hijas a las que el viejo, como sucedió con su matrimonio, jamás reconoció públicamente. Las enterró, las guardó, cerró todo lo que podía conducirlo a ellas como amordazó su propio cuerpo. Su madre le había enseñado a fuerza de látigos aquello de que “la letra con sangre entra” y su único hijo varón, el heredero, murió de una invaginación intestinal de la que nunca pudo recuperarse, en medio de una de las ausencias del padre, de viaje político entre Santiago y Buenos Aires.
Una de las hijas murió el año pasado, de un cáncer galopante. Dicen que entonces sí, la vieja Nina dejó solo al viejo con la muerte. Las hijas habían logrado un gesto de complicidad de un antiguo director de la Casa de la Provincia de Santiago del Estero en Buenos Aires y, a través de él, cada tanto lograban colarse hasta el despacho del viejo, unos segundos, para verlo. Su mujer, en cambio, ya no la vio. Terminó atada a la cama de un hospital público de enfermos mentales.
Desde que salieron de la casa de gobierno, los dos estuvieron presos por varias causas. Las más serias pesaron sobre Carlos Juárez por la detención y desaparición de los nueve desaparecidos políticos que tuvo la provincia antes del golpe de Estado de 1976. Y los decenas de detenidos ilegales. La prisión de ambos siempre fue domiciliaria pero con los años, mientras Santiago del Estero abandonaba la tapa de los diarios, también los Juárez perdían buena parte de las causas. Primero los desprocesaron, luego los desimputaron y ahora obtuvieron el sobreseimiento y la falta de mérito en cada una de ellas.
Hasta hace unos meses, cuando Juárez aún pasaba por algunas horas de lucidez al día, mantenía reuniones con dos de sus hombres más confiables, los abogados, Daniel “Chiqui” Nazar y Francisco “Pancho” Cavallotti. Más de una vez, el viejo les preguntó por la intervención del peronismo de Santiago, uno de los temas más recurrentes y adonde vuelve como una de esas cosas que atemorizan a un anciano, una especie de parábola acerca de la intervención del poder que no es otro sino el suyo. Luego de aquello, Juárez solía perderse.
–Perdón –decía, de pronto–, ¿ustedes, quiénes son?
Como sucedió en los últimos años del gobierno, Nina se mueve con chofer, en un Peugeot color petróleo, de vidrios tan polarizados como los lentes sixties que suelen taparle la vista. Como antes, también ahora tiene su mayordomo que se llama doña Marta, y es la empleada de siempre. El chofer también es una especie de secretario privado. A Nico lo adoptaron como a un hijo cuando se le murieron los padres, aunque lo hacen trabajar como a la peonada. Sus padres eran dos empleados de uno de los dos campos que tuvieron los Juárez. Con ellos, además, vive Telma, que no usa abrigo ni las inmensas flores de plástico con las que Nina arregla sus solapas. Es una ovejera alemán que como ellos ya no pasea en la calle sino adentro, en el jardín de adelante, en las dos galerías de los costados y en el patio de atrás a donde Nina riega personalmente los geranios. Ahí atrás está la pieza de servicio de Marta, el lavadero. Adelante, la biblioteca. Juárez la compró hace unos años, después del santiagazo de 1993. Aquella pueblada empezó con el atraso de cinco meses de los sueldos de los empleados públicos y terminó con la gente furiosa prendiéndoles fuego a la casa de gobierno y a las casas de algunos diputados, entre ellos la casa y la biblioteca de Juárez, adonde ahora guarda todos los libros de Borges y todos los códigos administrativos y constitucionalistas como tablas de la ley.
Una vez despierta, Nina se sienta una hora en La Cañada, un café nuevo de la esquina de Belgrano y Libertad, en pleno centro. ¿Por qué ahí?
–Porque tiene mucha vidriera –dice Cavallotti–. Se pone a un costado, le gusta ver el movimiento de la gente, mientras revisa los diarios.
De su ejército de mujeres, sólo la visitan dos lacayas. De aquel universo de 400 mil santiagueños que alguna vez pensó que tenía, sólo le quedaron dos hermanas. Una es concertista de piano, auspiciada históricamente por los avisos pagados por el poder. También tiene un sobrino, Federico, a quien criaron y protegieron durante todos los últimos años. Nina era la hija del boticario del pueblo.
Dicen que ahora que siente que el viaje termina, el viejo Juárez sigue decepcionado del kirchnerismo. Fue el primer gobernador que apoyó la candidatura de Néstor Kirchner cuando aún intentaba ser presidente. Luego, Juárez se llevó mal con todos los gobiernos. Desde Cámpora en 1973, a quien condenó con un furioso macartismo, Raul Alfonsín y el propio Carlos Menem, pero con Kirchner era distinto. Le había prometido el desarrollo industrial para la provincia, y el viejo le creyó. ¿Le creyó? Con el viejo nunca se sabe. Era demasiado sabio y demasiado justicialista para creérselo.
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