EL PAíS › OPINIóN
› Por Ernesto Tenenbaum
En la contratapa de este diario, el domingo pasado, José Pablo Feinmann firma una nota en la cual agrega dos elementos novedosos al relato de los hechos según el cual la Argentina enfrenta un intento de reemplazar la democracia por otro sistema político. Feinmann lo dice taxativamente: “Se trata de estar con la democracia o no”. Es una opinión respetable, pero no algo que se cae de maduro o que haya que aceptar por el mero principio de autoridad. Otra gente, tan respetable como Feinmann, puede opinar distinto, justamente porque vivimos en democracia. En cualquier caso, eso no es lo nuevo. En cada uno de sus discursos, Néstor y Cristina Kirchner dijeron lo mismo: se trata de estar con la democracia o no.
Las novedades son dos. Una es que, según Feinmann, esa afirmación está sostenida por “los mejores artistas e intelectuales de la Argentina, los más respetados, los que más han hecho por la cultura de este país y están vivos”. Otra vez: es una cuestión de gustos y jerarquías. En general, ese tipo de afirmación depende de quien la emite. Alguna gente que queda afuera se puede sentir ofendida, con mucha razón. Y se podrían sumar otras personas a la lista, con la cuales Feinmann se sentiría menos cómodo y orgulloso.
Pero tampoco ése es el tema.
Lo llamativo son dos advertencias que desliza el texto. Feinmann les sugiere, a quienes no piensan como él, que vean de “quiénes se han aislado” y a quiénes se acercaron “sin retorno”.
Es realmente curioso.
Parecía que se trataba de una discusión de ideas, donde distintas personas respetables pueden pensar distinto. Pero resulta que no. Quienes opinan de determinada manera, que a Feinmann le disgusta, se han aislado y no tienen retorno. Se han caído varias caretas, agrega. Por momentos, ante ciertas admoniciones, es difícil no recordar al viejo stalinismo. Algunas cosas no se pueden decir porque le hacen el juego a la derecha, o hay que decirlas sólo en determinado tono, y quien se exceda de eso queda del otro lado de la línea, cómplice del enemigo, sin retorno, aislado.
El texto es especialmente llamativo porque fue escrito por una persona amable y generalmente abierta, que nunca fue stalinista ni mucho menos. Seguramente no percibió el tono maniqueo. O quizá sí. La semana anterior, el mismo Feinmann se quejaba del odio gorila. Da la impresión de que odio, en estos tiempos, hay por todas partes. Y mucha gente –quizá no demasiada, pero sí muy activa– se alinea detrás del lema: “Sólo nosotros podemos odiar”.
El otro siempre es el culpable: en eso, sí, coinciden todos.
Como antídoto, quizá convenga recordar al cura Príamo Ferro, un personaje de La piel del tambor, novela recientemente reeditada de Arturo Pérez-Reverte. En uno de los fragmentos, según el texto, “alzó don Príamo Ferro un dedo apocalíptico:
–No conozco neutrales cuando está de por medio la casa de Dios.
–Por favor, padre –Macarena le sonreía con dulzura–, tómelo con calma y con un poco más de chocolate”.
El chocolate era, además, el antídoto que usaba Harry Potter para combatir a los dementores, quizá las entidades más aterradoras de aquella saga tan deliciosa como antirracista y antioligárquica.
En fin, que quizá la Argentina necesite eso: una ronda de chocolate gratis para todo el mundo.
Y de calma.
Total, el chocolate (todavía) no paga retenciones.
¿O sí?
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