EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Julio César Cleto Cobos no pareció el hombre partido al medio que habló cuarenta minutos en el Senado para fundar su voto. Se solazó fatigando micrófonos y cámaras, se proclamó en paz con su conciencia, anunció que no renunciará. No habló con la Presidenta, un gesto expresivo de las nuevas formas de hacer política: no sólo priman el individualismo, la inorganicidad, la baja conciencia sistémica. Por añadidura, no se guardan las formas ni se concede a la única titular del Ejecutivo una explicación acerca de una acción decisiva. ¡Qué cosa extraña es la institucionalidad en el confín sur del planeta! Ningún gobierno del mundo, ninguna organización empresaria (¿ninguna pareja bien avenida?) soportaría esa libertad de mariposa. En el ágora mediática nativa esas excepcionalidades son aplaudidas como el clímax de la democracia representativa.
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Cristina Fernández de Kirchner, tras una madrugada y un amanecer tumultuosos que se mentarán más adelante, eligió desplegar su agenda normal. Viajó al Chaco, inauguró obras de ampliación en el aeropuerto de Resistencia. Pronunció dos discursos, uno ahí mismo, ceñido a la lógica del acto. El segundo, vertido a cielo abierto ante manifestantes que la vivaban, fue breve. Se había prejuzgado que abordaría el rechazo parlamentario de la Resolución 125 y que se expediría sobre “el campo”. La Presidenta prefirió un mensaje sin nombres propios, ahorrando menciones precisas. Postuló la voluntad oficial de redistribuir el ingreso y representar especialmente a los más pobres. Explicó que esa búsqueda exige afectar intereses económicos. Fue drástica con “los compañeros que defeccionaron” en la Cámara alta. En contraste, se congratuló con adhesiones de personas de otras banderías al proyecto. Y dejó picando la crítica a quienes no entendieron las promesas emitidas en la campaña presidencial. Quizá fue un mensaje para el vicepresidente, quizá fue más genérico. En cualquier caso no sonó a tarjeta roja, máxime porque se redondeó con una profecía esperanzada o levemente irónica, “tardarán más en entender”.
En la cargosa praxis de transmitir mensajes vía flashes televisivos, el mensaje central fue probar que se sigue gobernando. Cero crispación, otro dato.
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La Mesa de Enlace hizo su enésima “conferencia de prensa” a cuatro voces. Hubo autocelebración, sonrisas socarronas, elogios al Congreso (sin excluir a las bancadas oficialistas) y lisonjas a Cobos, de rango equivalente a un Olimpia de Oro. Reclamaron audiencias en la Casa de Gobierno, la conformación del Consejo Federal Agropecuario ampliado (una sensata moción repetida rato ha por Hermes Binner) y la derogación de la Resolución 125.
Derruida políticamente por el Congreso, la norma del Ejecutivo carece de legitimidad. Su legalidad, por lo demás, es enclenque: más temprano que tarde algún tribunal la declarará inconstitucional. Por una vez, la razón está del lado de los ruralistas: la promesa de Néstor Kirchner de acatar el veredicto del Congreso sólo se perfeccionará si el Ejecutivo revoca el decreto. Si lo hiciera, se pondrá en regla legal y además tendrá un bonus político: el conflicto perderá centralidad. Sus estribaciones podrán irse tratando de modo más encalmado y organizado, menos monotemático y más constructivo.
¿Dará el oficialismo ese paso, impuesto por su dura derrota de esta semana? Debería hacerlo, si hace primar la sensatez sobre el aguante mal entendido, si ansía superar el mal trance y pasar de pantalla.
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Relativizar el peso relativo del ítem excluyente de la agenda del último cuatrimestre destrabaría al Gobierno, ávido (y necesitado) de ampliar su oferta de políticas públicas. La tradicional iniciativa del kirchnerismo atraviesa una etapa de sopor. En la Casa Rosada, cuando se pensaba prevalecer en el Senado, se había formateado un jueves distinto al de ayer. Sería el primer escalón del “relanzamiento”, la hora del shock redistributivo. Algunas de las medidas en gateras son clásicos de la gestión kirchnerista, que se fueron postergando por el efecto soja: aumento de las jubilaciones, de las asignaciones familiares, del salario mínimo por vía del Consejo del Empleo. La ley que fije el régimen de jubilaciones móviles sería una novedad, congruente con el resto así que forzada por los fallos de la Corte Suprema.
Hay otros proyectos novedosos, en pos de darle un color propio a la administración de la presidenta Cristina. La ley de radiodifusión quizá sea el más conspicuo. Lanzarlos a la palestra seguramente requerirá una relectura de la relación de fuerzas tras la derrota en el Senado, corolario de otras pérdidas sucesivas que drenaron el poder del Gobierno desde el 11 de marzo.
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El oficialismo tiene por delante un desafío inusual para su prosapia, que es resituarse después de una caída. Elaborarla. El cronista no es muy afecto a transpolar expresiones psicológicas a la jerga política. Pero no puede sustraerse a usar la expresión “elaborar” porque no es fundamentalista y porque no ubica una palabra más clara. Y como de cuestiones públicas hablamos, la conducción del oficialismo tampoco podrá “negar” lo sucedido. Su conducta futura debe reflejar que entendió el cambio de escenario y que redireccionó en consecuencia.
Ni el silencio, ni la mímesis con el adversario integran el código genético del oficialismo. Así las cosas, pueden imaginarse (en términos ideales que pueden remixarse) dos rumbos posibles: una mayor kirchnerización y una apertura. Esos sesgos se notarán cuando, más pronto que tarde, se produzcan renovaciones en el gabinete. La kirchnerización (más pingüinos o enroques entre componentes del gabinete actual) opina el cronista, trasuntaría debilidad, limitaría la forzosa convocatoria a renovar adhesiones y acentuaría el encierro que perjudicó al Gobierno.
La apertura sería más compleja. Un manual de conducción peronista (o de sentido común), un nuevo elenco que exprese a los distintos sectores que acompañan al Gobierno. Y reforzar la presencia de justicialistas, extrapingüinos, que serían más taquilleros si tuvieran peso territorial (Jorge Obeid y Eduardo Fellner son dos ejemplos disponibles). Refrescar la presencia transversal y darles un espacio a los radicales “K” que votaron “sí” podrían ser otras señales. Como en Misión Imposible, las fuentes que se consultan sobre el tema niegan toda conversación y ni siquiera hay grabaciones que se autodestruyan.
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El shock emocional se produjo antes del redistributivo. El inesperado revés en el Senado cayó como un rayo en Olivos. Circunstantes confiables de palacio cuentan que Néstor Kirchner fue el más golpeado de sus dos inquilinos. En ese momento, siguen los allegados, surgió la discusión sobre una posible renuncia de Cristina. A su ver, que Kirchner explicó en seguidilla matutina a varios dirigentes de su confianza y ministros, el Gobierno había sido batido por un golpe de Estado exitoso. La conjunción entre el “campo”, la mayoría de los medios, la oposición y los “traidores” del peronismo lo habrían debilitado a punto tal de impedirle cumplir sus premisas. Bajo el apotegma de no dejar las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno, el ex presidente analizaba la lógica de la dimisión.
Con rara unanimidad y con mucha más presencia que en los meses precedentes varios de sus allegados más confiables le alertaron que retirarse era poner en riesgo los logros del Gobierno, dejar a la intemperie a aliados fundamentales, incluidas las organizaciones de derechos humanos.
Según el relato en boga, la Presidenta tampoco estuvo de acuerdo con una salida que trasuntaría debilidad y que la dejaría en un patético lugar histórico.
Los rumores recorrieron como reguero de pólvora la metrópoli. La gestualidad de la Presidenta fue en sentido contrario. Honró su agenda, predispuso la de mañana que incluye un almuerzo protocolar y una cita en Olivos a los senadores y diputados que votaron “Sí”, para agradecerles su esfuerzo.
Las escenas de normalidad apuntan a mostrar que la Presidenta está al timón. Condición necesaria pero no suficiente para el relanzamiento que necesita el kirchnerismo después de acusar el golpe más duro que recibió en cinco años.
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