EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Ningún gobierno puede estacionarse en sus victorias o derrotas, sólo los instantes necesarios para anotar la experiencia, sacar enseñanzas y seguir avanzando. A la hora de la reflexión no hay que temerle a las palabras ni renegar de la realidad. En el entorno del liderazgo, por lo general debido a lealtad malentendida, suelen generarse climas que niegan lo evidente para mantener en pie la falsa impresión de infalibilidad de la jefatura o acunar los egos maltratados, pero lo único que consiguen es debilitar la capacidad de autocrítica y de corrección del rumbo equivocado. La mayor debilidad del gobernante no es el error cometido, sino la incapacidad para admitirlo. La gestión de la presidenta Cristina ha llegado a uno de esos puntos de inflexión, quizás el primero de tanta resonancia, pero no tienen razón los que consideran que comenzó el principio del fin. Ni siquiera es el final de una idea justa, que nadie pudo rebatir, aunque estuvo mal realizada: la obligación solidaria de los que más tienen con los menos afortunados.
El Poder Ejecutivo hizo honor al compromiso explícito de hacer caso a la decisión del Legislativo y, a pesar de que los legisladores no llegaron a nada, ayer derogó la Resolución 125. Es probable que, más temprano que tarde, quede en claro para la mayoría que esa decisión sobre los derechos de exportación hace tiempo que dejó de ser la causa central de los movimientos de fuerza de la Sociedad Rural y sus aliadas, que procuraban (y perseguirán) una hegemonía política desde el ámbito corporativo, en lugar de partidos políticos, que sería una vuelta atrás en el tiempo, a la época en que “factores de poder”, es decir grupos económicos poderosos, dictaban las políticas públicas a gobiernos débiles o jaqueados por insatisfacciones sociales manipuladas con inteligencia por esas corporaciones económicas, nacionales y extranjeras. La discusión de fondo en estos cuatro meses giró sobre la autoridad del Estado como factor de equidad en la distribución de las riquezas nacionales. Es un debate inconcluso y queda tela para cortar.
Hay mucho para aprender de estos últimos cuatro meses acerca de lo que se debe hacer y cómo realizarlo, pero todo indica que hay una sola manera para el Gobierno de recuperar el terreno perdido: caminar hacia adelante. Han quedado en el aire algunas iniciativas de interés, la ley de arrendamientos para promover al que sea dueño de su tierra y la trabaje, tributos a las ganancias sobre los pools de siembra y la renta financiera, la consideración de un IVA menor para la canasta social, el seguro universal para la niñez, la construcción de hospitales, viviendas populares y más obras públicas, la elevación del mínimo no imponible, del salario mínimo y de las jubilaciones y pensiones, los créditos a tasas promocionales para las clases medias (profesionales, comerciantes, trabajadores calificados) y un sinfín de iniciativas que están aguardando y que formaron parte del imaginario colectivo desde que la presidenta Cristina anunció el “gobierno del cambio”.
En ese programa, por supuesto, también el Gobierno tendrá que considerar la posibilidad de un programa agropecuario nacional que multiplique la producción del campo y cada vez más le agregue valor de elaboración industrial. Los principales expertos internacionales auguran ciclos críticos en la economía internacional y una suerte imprecisa para el dólar como moneda patrón del comercio mundial. No es un sueño arrogante cuando Brasil y Argentina piensan en comerciar con monedas locales o una del Mercosur, como tampoco es un disparate la creación de un banco sudamericano como entidad promotora del desarrollo regional. Una devaluación del dólar, según estudios internacionales, podría disminuir en cuarenta por ciento la capacidad de compra de los mercados asiáticos, de China en primer lugar, primera acreedora de la deuda externa norteamericana, que podría afectar con severidad los precios en el mercado de los alimentos y las materias primas. Por eso, cuando los productores del campo creen que son “el futuro de la Patria” vaticinan una verdad relativa, sujeta no sólo a los azares climáticos, sino también a la implacable evolución de la globalización económica. Como bien se ha dicho durante las sesiones del Congreso, reducir el futuro del país a “granero del mundo” implicaría retroceder cien años y ninguna nación de las que figuran al tope de la economía internacional han ganado esa posición sólo por ampliar sus fronteras agrícolas y ganaderas.
Es legítimo que tanto los productores como el Estado traten de aprovechar la actual coyuntura de excepcional demanda de la producción primaria, pero el sentido común y la historia indican que poner todos los huevos en una sola canasta sería un grave error para el porvenir. Hasta los estudios de población indican que los centros urbanos predominarán sobre los rurales en los próximos cincuenta años. Ha sido una lástima que los congresistas desa-provecharan la oportunidad, acuciados por la crispación del conflicto, de reflexionar con más amplitud sobre lo que significa decidir acerca de un modelo nacional de desa-rrollo que acabe con la pobreza y la exclusión social, que fortalezca a las clases medias y levante escudos blindados a la nave nacional para que pueda navegar hacia el horizonte sin temor a las tormentas que azotarán al planeta.
Estos cuatro meses de conflicto y el propio Congreso pusieron en evidencia la orfandad del sistema político-partidario, que no logró todavía reponerse del profundo trauma de principios de siglo. Hacen falta una buena izquierda y una buena derecha, en condiciones de representar la pluralidad de intereses y creencias de la sociedad actual, distinta a las de los años ’70 y ’90 pero a la vez heredera de esas culturas tan diversas, mezcladas con los rasgos de la modernidad más reciente. La “sociedad de los pulgares”, entrenada por el uso masivo de celulares, deberá reconectarse con la política desde la política misma y no desde la hipócrita ficción de las corporaciones. En Congreso y en Palermo, el martes pasado, fue notable la presencia juvenil, en escenarios donde había mucha confusión. En Palermo, las representaciones oligárquicas estaban matizadas por los piqueteros de la Corriente Clasista y Combativa, el MTS de Vilma Ripoll y las brigadas de Castells. En Congreso, por primera vez en años, Néstor Kirchner le hablaba a la clase media pero para decirle que eran el rebaño de la derecha golpista, mientras lo escuchaban intelectuales y ciudadanos independientes de clase media que estaban allí en rebeldía contra las operaciones destituyentes. En el Congreso las confusiones también asomaron con crudeza, cuando en Diputados los de centroizquierda sumaron sus votos a los que respaldaban sin tapujos a la Sociedad Rural y sus aliadas, sin hablar del Senado, donde el oficialismo supo ganar votaciones 50 a 20 y en esta oportunidad terminó empatado en 36 votos, con seis ex gobernadores pejotistas y el vicepresidente de la Nación votando contra la ley que había logrado media sanción en la Cámara baja.
Tal vez el calificativo de traición suene demasiado drástico para evaluar el voto de desempate del vicepresidente Julio Cobos en la noche del Senado, aunque tampoco es apropiado aplaudir deberes de conciencia. El atributo otorgado al presidente del Senado no es patrimonio personal sino de representación, o sea que lo debe ejercer en nombre del Poder Ejecutivo, nunca en contra. Si violenta sus convicciones tiene la posibilidad de renunciar a la tarea, antes o después de cumplirla, pues de lo contrario convierte el acto en irresponsabilidad institucional. En su posición no cabe el clásico debate de si la banca pertenece al partido o a quien la ocupa, porque en el sistema de las listas sábana los méritos individuales son relativos, ya que su inclusión es potestad exclusiva del candidato de cabecera, debido a que los votantes no tienen la posibilidad de tachar al que no les gusta. En su caso particular aún menos, ya que su trayectoria política tenía en su haber sólo la gobernación de Mendoza y la pertenencia a un partido, la UCR, que estaba al borde de la desintegración. Invocar que los votos obtenidos por la fórmula también son propios es un juicio sin adecuadas proporciones, una fanfarronería de corto alcance. Desde Mendoza, ayer, Cobos levantaba bandera blanca, aunque es difícil caminar sobre un puente que antes fue dinamitado sin consideración, atento sólo a la demagogia de ocasión y no al litigio de fondo.
Esto no significa sepultar el proyecto de la concertación plural, no sólo porque es un compromiso adquirido, sino una necesidad para avanzar. La experiencia probó que el peronismo es fundamental pero no determinante, aún con Kirchner en la presidencia. En la calma social que sobrevendrá, después de tanta agitación, el Gobierno tendrá que oxigenar el medio ambiente para tomar aire fresco y revigorizar la relación con su base electoral y aún más allá. A lo mejor un refresco en el gabinete que sustituya a los funcionarios agotados y, en primer lugar, a los que despiertan encono entre las clases medias urbanas, además de facilitar la tarea de demolición crítica de algunos grupos mediáticos, podría ser una decisión tan balsámica como la pronta derogación de la maldecida Resolución 125. Habrá que ver en plenitud el estilo de gobierno de la presidenta Cristina, que esbozó una disposición a escuchar, junto con sus habilidades de polemista, indispensables en una etapa donde el camino inmediato viene en pendiente alzada. Es indiscutible que la capacidad de comunicar y de negociar acuerdos previos también serán indispensables, con la Presidenta como única figura central de los tres años largos que esperan por ella y su gestión. No está todo perdido ni mucho menos y a medida que decanten las razones y disminuyan los ruidos, todavía hay bastante para ganar, siempre adelante, nunca atrás.
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