EL PAíS › UN DEBATE SOBRE EL SIGNIFICADO DEL VOTO EN EL SENADO Y EL ORDENAMIENTO POLITICO
OPINION
Por José Natanson
En las que tal vez sean las primeras líneas más famosas de la literatura universal, Leon Tolstoi escribió: “Las familias felices son todas iguales; las familias infelices lo son cada una a su manera”.
Desde el punto de vista institucional, la larga crisis del campo y su desenlace de la semana pasada admiten dos lecturas. La primera es única y luminosa, como las familias felices de Tolstoi, y ha sido generosamente propagada en los últimos días por los Jedis de la República, los periodistas simples y los intelectuales conversos estilo Aguinis: al rechazar el proyecto de ley de retenciones móviles, el Congreso dio una inusual muestra de independencia y autonomía, avanzó en la división de poderes propia de una democracia republicana y confirmó que las presiones del gobierno no alcanzaron para que los senadores dejaran de lado su mandato fundamental (representar a sus provincias) por sus intereses secundarios (alinearse con su partido).
La segunda visión, más intrincada y oscura, descansa en la idea de que la crisis del campo es una herencia no querida del estallido del 2001, un efecto a destiempo del desmoronamiento institucional que estalló en aquel diciembre. Si la larga disputa resulta por momentos incomprensible, con palabras desmesuradas y comportamientos excéntricos –etimológicamente, fuera del centro—, ponerla en perspectiva tal vez ayude a entenderla mejor.
Comienzo por el principio. La Resolución 125 se anunció de manera sorpresiva, sin un mínimo contacto previo con los gobernadores de las provincias relacionadas, los legisladores ni, por supuesto, las cámaras sectoriales. Sus responsables no anticiparon, tal vez ni siquiera consideraron, la reacción de los sectores afectados. La falta de mediaciones se hizo evidente. Después, el escaso protagonismo de quienes en teoría son los encargados primarios del tema –el secretario de Agricultura, Javier de Urquiza, y el ministro de Economía, Carlos Fernández– reveló la escasa talla de muchos funcionarios de rango medio o incluso alto, un subproducto de la concentración de poder en el núcleo duro del Gobierno que es, a su vez, un subproducto del clima de emergencia en el que Kirchner llegó a la Casa Rosada: aunque hoy pocos lo recuerdan, Kirchner asumió en un contexto de debilidad, con el 22 por ciento de los votos y un aparato prestado. El decisionismo que tanto se le critica hoy era un reclamo social casi unánime en la etapa postcrisis, que definió genéticamente el estilo de gobernar del presidente. Como cualquier buen piscoanalizado sabe bien, nada más difícil que cambiarse a uno mismo.
El comportamiento de las organizaciones agrarias también se explica en buena medida como un reflejo atenuado y tardío de la crisis. Alfredo de Angeli, su verdadero líder, debería ser cuestionado no por la forma rústica en la que se expresa –reflejo gorila que habla más de quien lo pronuncia que del propio De Angeli– sino por su destructiva posición a lo largo del conflicto. Que, por otra parte, no es la primera vez que adopta, como demuestra su olvidado protagonismo en el corte del puente internacional con Uruguay. En ambas ocasiones, el gobierno decidió no reprimir con violencia en base a la intuición de que esto generaría un rechazo social abrumador y una crisis de final imprevisible. Sensata o no, la autoprivación del ejercicio de la fuerza para disolver asambleas supuestamente expresivas de la voluntad popular es un efecto del sangriento final del gobierno de De la Rúa, que ha hecho que la coerción legítima permanezca en manos del Estado, pero sólo como amenaza. Y también lo es la propensión a la acción directa de los sectores medios, ahorristas, ambientalistas o chacareros, cuyo origen puede rastrearse –una vez más– en los cacerolazos de diciembre.
Pero De Angeli es sólo el emergente del caos interno de la Federación Agraria, una organización centenaria con una historia densa y una estructura de despliegue prácticamente nacional que ha sido incapaz de exhibir una actitud no ya constructiva, sino al menos consensuada. Y que se ha dejado llevar por las ínfulas de su estrella mediática y por la astucia, mucho más coherente con sus intereses, de la Sociedad Rural y la CRA. Lo mismo con la mayoría de los líderes opositores, cuyos comportamientos de los últimos días los han ubicado al filo de los posicionamientos anti-sistema.
Los asombrosos sucesos de la semana pasada confirman esta tendencia. El desgajamiento de los bloques oficialistas puede leerse como una muestra de independencia de los legisladores pero también como una expresión de la falta de organicidad de los partidos políticos y de la sobreexposición de sus integrantes a los humores cambiantes de la opinión pública, algo que ya había ocurrido cuando votaron proyectos con efectos claramente negativos, como las modificaciones al Código Penal impuestas por Juan Carlos Blumberg.
Finalmente, la misma perspectiva ayuda a entender el voto contra natura de Julio Cobos. Los traidores existen, en la Biblia y en la vida. Pero las personas actúan por lo que quieren y también, a menudo más decisivamente, por lo que en verdad son: Cobos nunca dejó de ser un radical del interior, cuya inclusión en la fórmula presidencial no fue tanto el resultado de una sintonía profunda con los K como una urgencia derivada de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo luego de la descomposición de la UCR.
Las tendencias históricas a menudo pasan desapercibidas. El 2001 marcó el estallido institucional de la Argentina, pero también el fin de un esquema económico dominante, la muerte del partido más tradicional de todos y el ocaso de muchos liderazgos. Fue, también, el inicio de ciertas tendencias de cultura política que prevalecen hasta hoy, desde el recurso de la acción directa hasta el endiosamiento de los métodos de la asamblea. Dejó marcas psicológicas en nuestros gobernantes, algunas interesantes –muchos le perdieron el miedo al FMI– y otras más dudosas, como el terror exagerado al cacerolazo y el seguidismo mediático. Identificar estas tendencias y situarlas dentro de un proceso más amplio es tarea de los historiadores y no de los periodistas, pero de todos modos resulta notable la superficialidad de algunos análisis. La de la semana pasada fue una crisis muy grave, pero menos trágica que el romance entre Anna Karenina y el conde Vronsky. En la instantaneidad televisiva de hoy, el 2001 pasó hace una eternidad. Pero ocurrió hace siete años. No es tanto tiempo.
OPINION
Por Rubén Dri *
Hay un sagrado temor a decir las cosas por su nombre. No se puede decir “corporaciones agrarias”, sino “campo”, que es la palabra correcta. No se puede decir que quienes han desabastecido al país y han empleado la violencia contra todos los opositores atentan contra la democracia, porque el “campo” es democrático; no se puede decir que llevan un proceso golpista que ya se encuentra en su última fase, porque ello sería ser llevado de las narices por un presidente chantajista.
Bueno, hay que ser claro. El sometimiento del Estado a las corporaciones, que eso y no otra cosa es el golpe, está en su última fase. Por supuesto que quienes han votado con la Sociedad Rural, eso no sólo no lo pueden ver, sino que no existe ni nunca existió. Han simulado que se debatía nada más que las retenciones, proponiendo retenciones segmentadas, cuando desde hace mucho ése no era, ni es, ni nunca fue el problema, sino que siempre fue y sigue siendo eminentemente político.
El núcleo del problema siempre fue si el Estado ha de regir la política nacional y, en consecuencia, ha de intervenir en el mercado, o si son las grandes corporaciones las que han de ser rectoras sin límites. En una palabra, si se vuelve al más agresivo neoliberalismo o si éste será por lo menos atemperado mediante intervenciones del Estado.
Esta denominada “nueva derecha”, que es la de siempre, la que lideró todos los golpes de Estado, pero con métodos nuevos, es por esencia golpista o, para decirlo con palabras que no hieran tanto los castos oídos de tantos ciudadanos democráticos, siempre fue, es y será alérgica a todo lo que sea respeto por las instituciones democráticas.
En ese sentido se comete un error cuando se la piensa en términos electorales y se teme, por ejemplo, que arrasen en las próximas elecciones legislativas. Se ignora, o se pretende ignorar, que a esa derecha, la de la Sociedad Rural y demás corporaciones denominadas eufemísticamente “el campo”, no les preocupan las elecciones. Por otra parte, los candidatos que podrían tener son realmente impresentables.
No les interesan las elecciones, porque no es allí donde se disputa el poder. Ellas lo disputan en serio y saben cómo ejercerlo y lo están haciendo a la vista de todos. Si hay que cortar rutas, las cortan; si hay que desabastecer, lo hacen; si hay que agredir a quienes ven como contrarios lo hacen. Tienen todos los grandes medios de comunicación a su disposición. Nunca les va a faltar un Joaquín Morales Solá o un Mariano Grondona.
No tienen que esforzarse en organizar un partido político. Cuando necesiten intervenir en el Poder Legislativo nunca les faltarán candidatos dispuestos a seguir sus instrucciones. Siempre habrá un Cobos esperando las órdenes necesarias.
* Filósofo, profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
OPINION
Por Eduardo Grüner y León Rozitchner
Ensayemos, telegráficamente:
El movimiento de la “derecha campestre” (incluyendo sus socios secretos de las grandes industrias multinacionales del agrobusiness, de los más concentrados medios de comunicación, etc.) no discutió principalmente las retenciones ni los cambios que pudiera votar el Congreso. Discutió la lógica social de las futuras rentas y, en esa vía, el poder político. Desde el principio, un conglomerado de corporaciones privadas con mezquinos intereses particulares se arrogó una estrategia de “doble poder”, actuando con la soberbia autoritaria de un “Estado dentro del Estado”: cortando rutas, requisando transportes, decidiendo quién comía y quién no en el país, creando desabastecimiento y contribuyendo a la inflación, poniendo en cuestión las instituciones mientras blandían cínicamente la “Constitución”, “escrachando”, “caceroleando” y agrediendo a todo aquel que osara discutirlos (incluyendo diputados y senadores legítimamente electos, nos gusten o no), fantaseando con la destitución del Gobierno, engañando a la población con mitos absurdos y anacrónicos como la oposición entre la Capital y el Interior, el falso “federalismo” (cuando las capitales de la renta especulativa de la soja y afines no están en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos, sino en las bolsas de Nueva York, Tokio, Londres o Hong Kong). Y, para colmo, apropiándose de paso de los símbolos de la “patria” y “ninguneando” con un lenguaje repugnantemente racista y clasista a los “negros”. Todo esto es absolutamente intolerable para cualquier sociedad que quiera conservar, ya no digamos su racionalidad democrática, sino su dignidad. Contra esto había que posicionarse sin equívocos.
Esto fue posible porque la derecha campestre “olió” que se precipitaba el gran debate nacional por la redistribución. Néstor había cumplido la etapa de acumulación, y mucha gente sintió que ahora correspondía la de “reparto”. No fue así. El gobierno K no tuvo siquiera un plan “nacionalburgués” alternativo al modelo de acumulación heredado de la catástrofe del 2001/2002. Eso, que hubiera sido perfectamente posible sin “sacar los pies del plato” (tenían el dinero, los votos y la legitimidad), le hizo perder base social de sustentación. La medida aislada de la 125 le dio a la derecha el pretexto perfecto para anticiparse a una posible demanda social más amplia, y pelear por que la lógica de la distribución de la renta se armara bajo su “agenda”. El Gobierno quedó desconcertado ante la desproporción de la reacción de aquellos que imaginaba, al menos en parte, como sus “socios”. El Gobierno –se piense lo que se piense de algunos tímidos ensayos de reforma en aspectos parciales– no tocó las estructuras profundas del poder económico (e incluso, en algunos casos, montó sobre ellas su proyecto de acumulación): ni la especulación financiera, ni el regresivo sistema impositivo, ni la desnacionalización energética y minera, ni las grandes multinacionales agroindustriales, ni los oligopolios de comercialización, ni las licencias leoninas de los medios de comunicación, ni por supuesto la nueva “patria sojera”. ¿Por qué, pues, le hicieron todo esto? Justamente, porque estas inconsistencias lo debilitaron. Y la derecha argentina no está acostumbrada a “negociar” con gobiernos débiles, sino a voltearlos o, al menos, volverlos irrelevantes. Súmense a esto las complicaciones de los recientes meses en la situación latinoamericana, y de América del Sur en particular –y muy en especial la feroz ofensiva secesionis-ta/oligárquica en la vecina Bolivia– y la mesa está servida.
Tiene que quedar perfectamente claro que la derecha “campestre” es, sea o no “nueva”, la base terrenal de la derecha. Ningún arbolito especulativo sobre los “pequeños y mediados productores”, el rol patético de la FAA (patético, pero perfectamente comprensible: son socios en el mismo negocio) y de ciertas izquierdas despistadas, de la pequeña burguesía urbana, o lo que fuere, puede tapar el bosque de cuál fue la verdadera orientación hegemónica del movimiento. Los ideólogos son los mismos que estuvieron detrás de todos los golpes de Estado, incluido, y sobre todo, el último, que provocó 30.000 desaparecidos. No había argumento, por más bizantino que fuera, que justificara a ninguna persona “de bien” estar de ese lado. Mucho menos cuando el objetivo último, como ya ha quedado perfectamente establecido, era la deslegitimación del Estado (con este o con cualquier otro gobierno) para intervenir en la economía y regular la distribución de la riqueza. No fue, por supuesto, un movimiento “contrarrevolucionario”, porque no había ninguna revolución en marcha. Pero es un movimiento profundamente reaccionario, una ofensiva de clase contra la mayoría de la sociedad, y en particular contra los sectores más desprotegidos y necesitados. Se trataba de arrancar de raíz todo potencial debate social sobre el “modelo” de país, que esta crisis podía muy bien haber desatado, y que es necesario y urgente que se desate.
Por lo tanto, era equivocado, a nuestro modesto juicio, decir que aquí se trataba de elegir entre “lo que hay” y “lo peor”. Era igualmente equivocado (no) elegir porque “ni los unos ni los otros, sino todo lo contrario”. Era irresponsable, en medio de una crisis que podía terminar –y terminó– muy mal, lavarse las manos. Posicionarse claramente contra la derecha campestre no era un acto en defensa del Gobierno: era un acto en defensa propia, y de la sociedad argentina. Y era una apuesta a que los sectores populares, en el curso de una práctica de democracia de masas activa, pusiera en debate público la cuestión radical del “modelo de país”, exigiéndole también al Gobierno una definición clara. Nada de esto se pudo hacer antes de que ganara la derecha, en primer lugar porque la autodebilitación del Gobierno (que estaba incapacitado para darse una política de ruptura seria con sus compromisos previos) le entregó a la derecha todas las armas de la movilización de masas, incluidos los medios; en segundo lugar, por la propia fragmentación del campo popular, que impidió la elaboración de una política de autonomía crítica que enfrentara, masivamente y en la calle, la agresión de la derecha, y al mismo tiempo le exigiera al Gobierno un cambio de rumbo. Es a estos factores, y no al voto de Cobos (un pobre oportunista que no tiene suficiente imaginación para “traicionar” a nadie), a los que hay que atribuir la “derrota”, que no es la del Gobierno tanto como la de una (por ahora perdida) oportunidad de poner en radical discusión un proyecto social de nación sobre la recuperación de sus bases materiales.
Sin duda, hay un antes y un después. Con el triunfo de la derecha campestre se han dado las condiciones para producir el sentido común de que “los que mandan” son las corporaciones privadas y no las autoridades políticas electas. Insistamos: eso no es un problema sólo para este gobierno, sino para toda la sociedad, se sienta o no representada por el Gobierno. Es un retroceso gigantesco, del cual se tardará mucho tiempo en recuperarse. El discurso neoliberal de la “patria” agroexportadora –con todas sus consecuencias económicas, políticas y sociales, y ahora encima con “base de masas”– volverá a reinar sin competencia seria sobre el fondo del terror que circula ahora en el “carril exclusivo” de la economía. Las palabras que creíamos haber recuperado –“política”, “redistribución”, “justicia social” y ni qué hablar de “lucha de clases”– volverán a intentar licuarse en la jerga aparentemente anodina de una “psicología” economicista que disfraza los intereses locales y globales del verdadero poder. Sin embargo, los cuatro meses en que volvieron a circular no pueden haber sido totalmente en vano, no pueden no haber dejado su sedimento. Habrá que recomenzar la “batalla cultural” (y la social, y la política) desde otro lugar. Abriendo el espacio de una terrenalidad nueva en el cuerpo de cada argentino.
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