Dom 20.07.2008

EL PAíS  › OPINION

¿Tuvo sentido el conflicto?

› Por Edgardo Mocca

En un punto intermedio entre el argumento político y el acto fallido, dijo el senador por Córdoba Urquía en la ya célebre sesión del último miércoles: “Tenemos que lograr compatibilizar una Argentina que produce alimentos para 400 millones de personas en el mundo y que tiene 40 millones de habitantes. No tenemos que estropear la gran torta que tenemos hoy para cuidar el mercado interno. A éste debemos cuidarlo y darles de comer a todos los argentinos, pero lo vamos a hacer cuando la torta sea más grande. Si achicamos la torta, todo va a ser más difícil”. Ironías de la política, el empresario aceitero debe su elección como senador a uno de los muchos despropósitos cometidos por el gobierno nacional, con influencia principal del ministro De Vido, en las elecciones del año pasado en Córdoba. Pero más allá de eso, la frase ilumina un aspecto que suele quedar en las sombras para buena parte de los análisis del conflicto agrario.

Se trata de una dimensión prioritaria para cualquier balance sobre este dramático episodio político que pretenda elaborarse desde una perspectiva progresista. ¿Hubo en el país durante estos cuatro últimos meses un conflicto político alrededor de ideas sobre el futuro del país?, ¿o todo fue un malentendido producto de errores del Gobierno?

La narrativa predominante se inclina abiertamente por la segunda interpretación. Nos dice que la sociedad rechazó masivamente a un gobierno que traspasó los límites de la legalidad institucional; asegura que la violencia y el atropello contra la democracia estuvieron enteramente del lado del Gobierno. Desde otros sectores, incluso entre quienes comparten buena parte del rumbo del país a partir de 2003, se procede a relativizar la importancia de lo que estaba en juego y a concentrar el análisis en la torpeza política y la precariedad comunicativa oficialista. En este último caso, el más interesante para el objeto de este comentario, se parte de la base de hechos incuestionables: ¿quién podría razonablemente hacer una defensa de las armas, la estrategia y los soldados que terminaron librando la “batalla cultural” enunciada oportunamente por la Presidenta? Todo depende, debe insistirse, en el modo en que se colocan las prioridades para el análisis.

Si el conflicto no tiene sustancia estratégica, si la larga y encarnizada puja que vivimos no compromete para nada el horizonte de país en el que queremos vivir, si todo consistió en un ejercicio cesarista de voluntad política sin límites, entonces debe interpretarse el drama como un ataque de locura colectiva circunstancial y pasajero. Hemos estado peleando porque somos así, pasionales e irreflexivos, porque a algunos les gusta vivir en el pasado, porque no entendemos el mundo en el que vivimos...

Pero repasamos las imágenes del miércoles, revisamos las actas de la sesión y, por lo menos, estamos obligados a dudar de esa mirada. Estuvo en discusión el significado del federalismo, se debatió sobre la relación entre crecimiento económico y justicia social, apareció muy nítida la controversia sobre el rumbo del país en el crítico contexto mundial. Por fin, pudimos escuchar cómo se ponían en cuestión algunos supuestos mediáticos que se constituyeron en verdades sagradas durante ciento veinte días. Por ejemplo, el hecho de que si determinada provincia o municipio aporta más al fisco de lo que recibe de éste, estamos ante un caso de “robo” por la política. Pudimos ver cómo se ponía en tela de juicio el concepto de federalismo asociado a la idea de “devolución” de lo que cada provincia o localidad produce; lo hizo el senador entrerriano Ríos en una muy interesante intervención. Quedó flotando la sensación de que la “oportunidad que nos da el mundo” es traducida por algunos como la oportunidad de subirnos a la burbuja financiera de la soja, alentar que unos pocos empresarios obtengan fabulosas ganancias y esperar que la riqueza derrame hacia abajo en la forma de una economía análoga a algunos emiratos árabes. ¿Qué otra cosa debería entenderse de la frase de Urquía con que comienza esta nota?

Se discutía, dicen algunos, por unos pocos millones de dólares. Nada es menos seguro. Lo que estaba en juego era la autoridad de un gobierno recién electo para intervenir en el reparto de una renta extraordinaria. La iniciativa gubernamental fue interpretada como un toque de alerta, como un desafío a un sector al que no es posible desafiar. Claro es que el modo en que fueron tomadas las medidas y hasta su contenido mismo, en tanto no diferenciaron originalmente a segmentos muy diversos de los productores, facilitaron la constitución de una coalición social muy amplia y con un gran componente de clases medias rurales y urbanas en pueblos y ciudades del interior. Pero el núcleo central y estratégico del conflicto es ese 20 por ciento de los productores que exporta el 80 por ciento de la soja y que no se engaña en absoluto respecto de cuál es el rumbo económico por el que está luchando.

Está claro, sin embargo, que el análisis no puede quedarse ahí. La política no es, como predica el paleomarxismo, una superestructura pasiva y cristalizada que refleja las relaciones de producción. La propia formulación presidencial en relación con una batalla cultural tiene resonancias gramscianas; pero sus consecuencias no fueron asumidas. Todo el discurso oficialista estuvo basado sobre la idea de que había un adversario (para algunos, un enemigo) ya constituido e irrevocable. En auxilio de esa lectura se utilizó al pasado, no en clave de explicación o de advertencia sino de anatema contra toda opinión crítica. Una batalla por el sentido común de las mayorías no puede librarse así. Si tengo problemas de relación política con las clases medias no puedo elegir a Luis D’Elía para que las persuada; si necesito fortalecer y ensanchar la coalición política de apoyo no puedo servirme del relato histórico –ciertamente sesgado y muy poco autocrítico– del diputado Kunkel, para arrojar a la cara de los críticos el recuerdo de escenas oscuras o dudosas de su pasado político. Esa idea de la política es pregramsciana. Desconoce que los actores políticos y sociales no son entes “naturales” ni puramente económicos; los construye la palabra política, están hechos de pasiones y razones antiguas y actuales. La política democrática, especialmente incluida la que propugna transformaciones sociales con un sentido de justicia, presupone un grado de optimismo: la idea de que se puede convencer, se puede transformar al adversario en aliado, o por lo menos en neutral.

Claro que la “batalla cultural” no se libraba solamente en el terreno de una medida económica, la de las retenciones móviles. En un país con la inflación absolutamente controlada y con mediciones de precios confiables, por ejemplo, difícilmente el lockout agrario hubiera podido desarrollar la espiral por la que transitó. Los medios de comunicación pueden potenciar el mal humor –lo que de hecho hicieron, actuando con marcada parcialidad–. No pueden inventarlo. Y así es la política en democracia. Tiene sujetos sociales resistentes al cambio y dispuestos, como en este caso, a desarrollar métodos salvajes e ilegales de confrontación, como el corte de rutas, el desabastecimiento y las agresiones de los últimos días a diputados, senadores y sus familias, todo lo cual fue generando un clima de desestabilización política muy manifiesto. La cuestión, para alguien que quiere hacer cambios en democracia, no es claudicar ante ellos ni quejarse de ellos, sino aislarlos de las mayorías para poder avanzar.

Un encarnizado conflicto político-social, sumado a sus propios errores, ha puesto al gobierno de Cristina Kirchner en una dura encrucijada. Todo depende ahora de la lectura de los acontecimientos. Puede existir la peligrosa tentación de reincidir en el repertorio de la política heroica; autopercibirse como un elenco transformador incomprendido o saboteado por los que no quieren que nada cambie. Englobar bajo ese rótulo a todos los que tienen opiniones críticas y oposiciones a determinadas políticas públicas. Es el camino del aislamiento, adornado por la poesía de la revolución traicionada.

No es el propósito de esta nota redactar “consejos” a quien dirige por voluntad popular el país. Desde una perspectiva mucho más modesta, es posible formular una hipótesis: más que las medidas o las iniciativas que se impulsen, lo central de un esfuerzo de recomposición política estará en la percepción de la nueva realidad. Si se parte de la compatibilidad entre el impulso sin claudicaciones de un rumbo de cambios y la promoción del diálogo y la convocatoria amplia y generosa para dar base de grandes mayorías a un proyecto estratégico de país, se puede transformar una dura derrota en una rica lección política hacia el futuro.

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