EL PAíS › OPINIóN
› Por Rodolfo Mattarollo*
En la segunda mitad del siglo II antes de Cristo un caudillo lusitano resiste mediante la guerra de guerrillas los avances de Roma. Se llama Viriato. Invencible en el plano militar se recurre a la traición y el guerrero cae asesinado por sus tres lugartenientes. Cuando éstos se presentaron a cobrar el precio de su felonía, habrían recibido del cónsul encargado del sucio asunto como toda respuesta el equivalente de la frase que atravesó los siglos: Roma no paga traidores.
La traición puede ser inmensa –la de Judas es incomparable–, pero generalmente la consuman seres pequeños. “En el análisis psicológico de las grandes traiciones encontraréis siempre la mentecatez de Judas Iscariote”, decía el poeta español Antonio Machado.
No se encuentra en las definiciones de traición la de haber defendido a la República, sus instituciones y su gente. Por el contrario, la Real Academia Española de la Lengua la define como “Delito que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”. Traidor es el que comete traición –prosigue imperturbable la Academia–, la que también informa que traidor “Aplícase al animal taimado y falso”. Y en un diccionario que trae pocos ejemplos propone el siguiente: Caballo TRAIDOR.
Otra autoridad en la materia es el poeta florentino Dante Alighieri. Dante aloja a los traidores en el noveno círculo, el más profundo de su infierno imaginario, y no en medio del fuego, sino de hielos pavorosos, que se corresponden con la falta de calor humano que los traidores mostraron hacia sus benefactores, hacia sus parientes y hacia la patria a la que debían servir.
Lo que Alighieri, este médico del alma, nos enseña, es que no debemos confundirnos ante un traidor. Su cuerpo puede parecernos presente, pero su alma puede haber sido arrebatada hacia un invierno sin fin:
“El alma cae aquí en esta cisterna,
Y acaso arriba aún se muestra el cuerpo
De la sombra que aquí detrás inverna”.
César cuando descubre a su hijo adoptivo Bruto entre los conjurados deja caer los brazos y según la tradición pronuncia entonces otra frase legendaria, “¡Tú también, hijo mío!”.
Borges cuenta que en el sur de la provincia de Buenos Aires, en el siglo XIX, un gaucho es agredido por otros gauchos y al caer reconoce a un ahijado suyo. Todo lo que dice “con mansa reconvención y lenta sorpresa” –y aquí Borges nos previene que estas palabras hay que oírlas, no leerlas– es “Pero che!”... Ese reproche, que vale más que mil insultos, pudo dirigirse la madrugada del jueves en el Senado a quien desempató la votación.
Las traiciones en la política latinoamericana han revestido como corresponde al género infinitas formas, que sería insensato asimilar. Pero grandes traiciones consumadas a menudo por individuos pequeños muestran al día siguiente el abismo que separa la realidad de la apariencia. Y pueden abrir el camino a la esperanza de construir algo más sólido, si se sacan las conclusiones a que conduce el reconocimiento de los errores propios y la envergadura de las fuerzas ajenas.
* Ex subsecretario de Derechos Humanos de la Nación.
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