EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Hasta los años ’90, cuando Eduardo Angeloz gobernaba Córdoba, Luciano Benjamín Menéndez era invitado al palco principal en los actos oficiales. En las tardes soleadas, paseaba por la calle peatonal de la capital provincial, entre miradas reverenciales, temerosas o repletas de odio de los ciudadanos que lo cruzaban en esas caminatas. Expertos en tirar la piedra y ocultar la mano, los burócratas provinciales aseguraban que las invitaciones corrían por cuenta de las autoridades del III Cuerpo de Ejército, donde le seguían rindiendo honores por su comandancia durante los años crueles de la última dictadura del siglo XX, en los que también tuvo bajo su control el campo de exterminio “La Perla”, por donde pasaron 2300 prisioneros, la mayoría “desaparecidos”, de los que sobrevivieron sólo 17. Por los tormentos y muertes de cuatro de ellos fue juzgado y condenado a prisión perpetua en una cárcel común, junto con otros siete compinches militares en los crímenes de lesa humanidad. El Tribunal Oral 1 de Córdoba, integrado por los jueces Jaime Díaz Gavier, José Vicente Muscará y Carlos Otero Alvarez –nombres para recordar–, pronunció ayer la sentencia, para alborozo de víctimas, familiares y miles de provincianos que vieron con impotencia por más de tres décadas la impunidad del terrorista de Estado. Entre el público que ingresó a la sala para escuchar la sentencia estaba el gobernador Schiaretti, que no pudo contener algunas lágrimas, quizá en recuerdo de tantos caídos y de otros como él, que debió refugiarse en Brasil para evitar la cárcel o la muerte. El Cachorro Menéndez, (a) El Chacal, fue siempre un bravucón iracundo y con ese tono pronunció su último alegato en el juicio, en el que repitió argumentos que la derecha católica conservadora repica a menudo, algunos en público y todos en privado. Dos de sus afirmaciones fueron: “Este es el único país que juzga a sus soldados victoriosos” y “Los guerrilleros de los ’70 están ahora en el gobierno y quieren imponer un régimen autoritario”. En contraste con esas ideas, en la portada del boletín de la Agencia de Noticias Clandestina (Ancla), durante los mismos años de plomo, Rodolfo Walsh imprimió una frase que en sus últimas líneas decía así: “Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información”. Estos dos extremos del discurso político son como signos de paréntesis que encierran la historia de varias décadas argentinas y que todavía hoy siguen litigando, aunque las palabras sean otras pero no muy distintas, en lo más profundo de la lucha ideológica entre las diferentes visiones de país.
Sería interesante que los problemas que está pasando el gobierno nacional desde hace poco más de cuatro meses pudieran ser analizados desde esas dos perspectivas profundas, penetrando la superficie de las anécdotas, atravesando las banalidades mezquinas de las llamadas internas partidarias y superando las frivolidades que suelen rebajar la consistencia de la oposición, por derecha o por izquierda. Un poco de ideología no vendría mal para despejar algunas confusiones, como las que provoca Eduardo Buzzi, presidente de la Federación Agraria, cuando afirma que Luciano Miguens, su par de la Sociedad Rural, es “un buen hombre”, como si esta consideración individual pudiera justificar una alianza despojada de toda consideración histórico-política. O la ofensa de la Mesa de Enlace porque el flamante secretario de Agricultura, Carlos Cheppi, quiere recibir a las cuatro entidades por separado en lugar de reconocerles el carácter informal de bloque institucional, surgido de una decisión compartida de política pragmática de juntar fuerzas contra el Gobierno. También se enojan porque no los invitan a las ceremonias oficiales, con la idea constante en ellos de que las corporaciones son equiparables, y aun superiores, a los estamentos del Estado y de la institucionalidad democrática. Es cierto que el Gobierno no puede ignorar a los que no comulgan con sus ideas porque tiene la obligación de atender a todos los argentinos, y por lo pronto invitó a las socias de “la mesa” al Consejo del Salario Mínimo, para que comprometan su esfuerzo y su capacidad de negociación en mejorar la calidad y cantidad de los trabajadores del sector.
En la nómina de confusiones hay que subrayar el entrevero que produce Alberto Fernández, después de renunciado a la Jefatura de Gabinete, cuando de la mañana a la noche habla con periodistas para proclamar su afecto y admiración por el matrimonio Kirchner (“el mejor presidente”, “una sorprendente inteligencia”, “fueron mis jefes pero también mis amigos” son sus dichos) para puntualizar de inmediato que se fue del cargo por “diferencias de opinión” que no puede revelar, pero a continuación enumera sus personales características: “diálogo, tolerancia, flexibilidad, oídos abiertos para todos, comprensión de los roles mediáticos, rechazo de la lógica amigo-enemigo, aceptación de la realidad”, entre otras. ¿Eso quiere decir que el matrimonio no participa de las mismas prácticas, dando lugar a tales diferencias que sólo pudieron zanjarse con la renuncia? Después de escucharlo en un par de entrevistas concedidas el jueves último, el mismo día que asumió el sucesor, Sergio Massa, la audiencia desprevenida puede ser inducida a suponer que el conflicto con “la Mesa de Enlace”, que lo tuvo a él como interlocutor válido y como patrocinante de Martín Lousteau, autor de la controvertida Resolución 125, fue un grosero error de lectura de la realidad del “mejor presidente” y de “la inteligencia deslumbrante” de la presidenta Cristina. Sin ningún apunte de autocrítica en profundidad, el balance resulta demasiado menudo para un hombre que a lo largo de cinco años seguidos ocupó un espacio de decisión equiparable a los más altos niveles institucionales.
A lo mejor, el número dos de los Fernández en el gobierno no quería que su renuncia fuera aceptada, o tal vez esperaba que se llevaría puestos a quienes ubicó en veredas distintas a la propia, como el ministro Julio De Vido, el secretario general Oscar Parrilli y otros funcionarios de nivel equivalente, de manera que su salida fuera vista como una remoción general del gabinete, la llegada indispensable de energías nuevas, en vez de percibirse como un coletazo de la batalla perdida con la Sociedad Rural y sus aliadas. El tiempo, sobre todo los hechos del futuro inmediato, se encargarán de acomodar las opiniones y los egos en el debido lugar, aunque, en rigor, la salida del jefe de Gabinete es una buena oportunidad para ajustar el funcionamiento de los administradores del Estado y, en algunos casos, reemplazar el material fatigado o, para decirlo mejor, a los funcionarios que han agotado su tiempo útil en el servicio gubernamental. De acuerdo con reciente encuesta de Julio Aurelio, uno de los de mayor peso en el oficio, más del 70 por ciento de los encuestados estuvo de acuerdo con el retiro de Fernández y un porcentaje igual pide que la Presidenta aumente los relevos.
En términos generales, pese a la derrota legislativa del proyecto gubernamental sobre retenciones móviles, con la distensión por el cese del conflicto llegaron expectativas esperanzadas en la sociedad. En principio, la imagen presidencial no sólo dejó de caer en la opinión pública sino que, según la misma fuente, se recuperó hasta superar el 40 por ciento de opiniones positivas. También Julio Cobos tiene, en el ámbito bonaerense donde era desconocido, una buena puntuación, sobre todo en ambientes radicales, por lo que no sólo la Presidenta tiene pendiente un gesto hacia su compañero de fórmula. Lo más probable es que, por el momento, tenga en cuenta lo que le dicen las encuestas y el rumor de la calle, que no valorizaron el voto del vicepresidente como una traición, aunque fue irresponsable con la investidura, sino como una vía de escape para una presión que ya resultaba intolerable para la mayoría. No son fáciles las opciones que tiene por delante la presidenta Cristina ni tampoco las que deberá atender el ex presidente en sus funciones partidarias para restaurar la cadena de mandos en el PJ y relanzar la idea de la concertación plural.
El flamante jefe de Gabinete, Massa, quizá pueda aportar poco en estos temas, pero en cambio puede dar un envión decisivo a la administración del Estado –ocupación poco frecuentada por Fernández debido a sus tareas de operador político–, como por ejemplo poner orden en las cuentas de Aerolíneas Argentinas, que su antecesor había confiado en el directorio privatizado antes que asumirla como una tarea estatal. La juventud y el ímpetu del sucesor también podrán contribuir con miradas nuevas a viejos y nuevos dilemas del Gobierno. La sociedad espera con la mejor disposición para confiar y para apoyar. La pelota está en el campo gubernamental y le toca mover.
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