EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
“El Rey ya no es emperador en su reino. Es un proveedor de relatos entre otros, un candidato más en el mercado de las noticias. Los artífices del acontecimiento abren en la reunión de redacción los sobres de propuestas y deciden cuál es el mejor, según sus propios criterios. Pero el acontecimiento son ellos.”
Régis Debray, El Estado seductor
No se tiene registro de que algún gobernante haya ganado o perdido el favor popular por una conferencia de prensa. Por suerte, los ciudadanos forman su juicio por múltiples factores, en especial en defensa de sus intereses, valores y creencias. En paralelo, no hay gobierno en la tierra que no deba comunicar obsesiva y cotidianamente como parte de sus deberes y como recurso para sostener su legitimidad. Estos dos principios (muy generales) chocan en algún punto. Sucede que la conferencia de prensa es un género mediático en el que el político, máxime si se trata de una Presidenta, arriesga más de lo que puede ganar. Un exabrupto, una cavilación o un error pueden multiplicarse a la enésima potencia. Trastabillar es factible y nadie dejará de percatarse. Como alivio para el entrevistado, la conferencia masiva es menos incisiva que otros formatos, por ejemplo, que un buen reportaje realizado por uno o más periodistas con tiempo y preparación suficiente, que propicia la ilación para tratar un tópico a través de preguntas encadenadas. O una conferencia con temática más acotada.
Al cronista le parece que desde el punto de vista informativo, la conferencia a agenda abierta es un abordaje parcial, como todos. En su modesto juicio, para nada el más rico.
Visto desde un ángulo competitivo, es un juego que el protagonista debe asumir con ánimo bilardista o cuanto menos prudente: es más importante evitar sufrir goles que marcarlos. En base a ese esquema realista, la impresión del cronista es que Cristina Fernández de Kirchner salió entera de su primer entrevero, más allá del agrado o disgusto que pudieron causar sus afirmaciones.
Más aún, mirando el saldo que dejó ayer la novedad de Olivos, la pregunta que debería hacerse la Presidenta a sí misma es por qué retrasó tanto tiempo el ejercicio, que (con sus ripios y sus límites) mejora el intercambio democrático.
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Anuncios y rol playing: Un solo anuncio relevante hizo la presidenta Cristina, fue la voluntad de impulsar la Ley de Radiodifusión. La intención oficial es precederla de una discusión social previa, parangonable a la que tuvo la ley de Educación, un infrecuente caso en el que el kirchnerismo acumuló una gama enorme de consensos. Ampliar el espectro de emisores, no ceñirlo a las entidades con fines de lucro fueron finalidades enumeradas, clásicas en el discurso de quienes promueven esa norma, sojuzgada hasta ahora por el veto de varios gobiernos, incluido el actual. El dato es importante porque varios integrantes del elenco oficial pensaban que, tras la derrota en el Senado, el clima hacía aconsejable diferir (o frizar) esa iniciativa. En el círculo áulico se atribuye, con razón, esa idea a Alberto Fernández. Se soslaya que, intramuros del oficialismo, no estaba solo en esa idea.
Más allá de ese anuncio interesante, la conferencia tuvo su inevitable carga de rol playing. Los periodistas tienen que hacer preguntas inevitables, sobre la continuidad de Guillermo Moreno por ejemplo, a sabiendas que no será eyectado esa tarde. O inquirir sobre otros cambios, que si mencionaran específicamente se “comerían” el encuentro y si se admitieran en forma general habilitarían rumores en la calle y temblores en Palacio. En contrapartida, la Presidenta debe negar que haya relevos en ciernes, siendo que esa es su potestad y puede hacerlos cuando le parezca, sin muchos amagues previos.
Nadie puede eludir del todo el imperativo de su rol. Así la Presidenta “garantizó” la continuidad de Moreno, lo que era de manual. Añadió de su coleto un reproche hiperbólico: lo satanizan.
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Gustos y autocrítica: En una sociedad politizada y bastante activada en estos meses, la enorme mayoría de los espectadores del encuentro (o de los lectores de sus interpretaciones) tendría una valoración previa de la Presidenta. Cuesta suponer que puedan haber sufrido variaciones masivas. La Presidenta sostuvo sus puntos de vista sobre temas controvertidos, que disgustan a muchos como las retenciones móviles, el tren bala o el INDEC. Un viraje de ciento ochenta grados hubiera sido insólito. Pero, entrando en detalle, quizá le falte a su discurso el condimento de los matices o, aún, de la autocrítica. Esa palabra se mencionó con referencia al conflicto “del campo”. Cristina Fernández defendió sus convicciones de fondo, con sus modos argumentativos y un discurso un tanto sofisticado para la edición mediática o aun para la escucha en vivo. Y también se preció de haber derivado la decisión al Congreso y de haberse sometido a su veredicto. Es válido y hasta forzoso que sostenga sus puntos básicos, pero queda un bache en el medio que son los tres meses en los que el conflicto se embraveció sin cauces institucionales. Con la chapa a la vista, bien podría releerse que hubo un desgaste innecesario entre la propuesta inicial y su derivación al Parlamento. Ahí había lugarcito para un gesto de introspección.
El discurso de la Presidenta, en general, se planta en sus convicciones, las describe con calidad expresiva y en detalle. Ese es su bastión, lo defiende bien, da la sensación que con agrado. Deja poco lugar al matiz o a la mención de la insuficiencia, a lo que queda por delante, la imperfección, a lo discutible de cualquier acción o planteo. Néstor Kirchner, un orador menos dotado pero no menos enfático, no se priva de esa enunciación de grises: “el purgatorio”, “las verdades relativas” y lo “mucho que queda por hacer”.
El costo adicional que “paga” la presidenta es cierta abolición de mejoras pendientes. En su respuesta sobre los trenes de pasajeros esa falta se hizo sentir, pareció decir que los subsidios a los pasajes, una realidad, ponen un techo muy bajo a las mejoras imaginables.
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Too much: El tono explicativo primó en las respuestas, alargándolas a menudo. Eso puede ser funcional para no cometer errores que, como ya se comentó, son la contradicción principal. No siempre es seductor para el espectador medio. En términos de cortesía la Presidenta se esmeró mucho: llegó puntual, sonrió mucho, dio las gracias con asiduidad. Las bromas o el humor, dos recursos para distender o ganar simpatías cutáneas, no son su fuerte. En uno de esos contados momentos, supo ironizar amablemente ante el colega que le agradeció la conferencia y le pidió que las hubiera semanales, le replicó con su clásico “too much”.
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Un índice acusador: Internarse en ejemplos específicos y minuciosos es un riesgo que agrada a la mandataria, pese a algunos tropiezos que tuvo en el frenesí del enfrentamiento con las entidades agropecuarias. Su defensa del INDEC incursionó en ese terreno pantanoso, de modo poco feliz a los ojos del cronista. Comparó magnitudes no compatibles. Propuso estudiar los precios de los artículos de primera necesidad y los salarios en países limítrofes. La conclusión propuesta es que los precios son más elevados y los salarios más bajos, lo que comprobaría que los índices de precios nativos no fallan pues expresan esa relación. Pero los índices de precios no lo son del poder adquisitivo: miden la fluctuación de valores dentro de un esquema. Por usar un ejemplo ficticio vinculado a un tópico de moda: si el lomo duplica su precio en un año eso es una suba llamativa, aunque el asalariado argentino tenga más chances de consumirlo que su par uruguayo.
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Coproductores: La Presidenta afirmó que el último acontecimiento parecido al de ayer sucedió en 1999. Se le discutirá pero es un hecho que fueron muy contadas (quizá accesibles a los dedos de la mano) las conferencias de prensa en 25 años.
Hace más de veinte años, el sociólogo Oscar Landi enseñaba que los medios no se constriñen a “reflejar” la acción política, la coproducen. El acontecimiento, comenta el epígrafe de esta columna, suelen ser ellos. La demanda por conferencias de prensa fue un caso entre el kirchnerismo y los medios que siempre se arrogan la representación de “la gente”. No es fácil saber si “la gente” tiene esa cuestión entre sus prioridades, sin instrumentos de medición confiables a mano, el cronista intuye que no.
Un ejemplo algo más factible de ser mensurado son los debates preelectorales, un género excitante que es prioritario en otras sociedades. En Argentina escasean porque los candidatos han descubierto una regla empírica: no le convienen al que va primero. El pragmatismo cunde y casi nadie se ha privado de honrar esa máxima de la experiencia. La crítica periodística fue constante (incluyendo a este cronista) pero la empiria demuestra que los candidatos que rehuyeron el debate no fueron penalizados por el electorado. Una señal que no prueba que no les importe nada, pero sí que no les resulta esencial.
Más allá de formatos o registros, la democracia exige comunicación constante, interpelación a la ciudadanía, argumentación y exposición de los funcionarios. El gobierno está muy rezagado en esas materias, fue inmune a ello durante años, en estos meses le dolió bastante.
Puesta en el trance, la Presidenta (mas allá del agrado o enojo que motiven sus razonamientos o su talante) demostró que está en el primer nivel de la comunicación política local, muy por delante de casi todos sus espadachines mediáticos. Lo mismo podría decirse de Néstor Kirchner, otro estilo de orador.
Airear el espacio democrático y transmitir son deberes y necesidades. Así las cosas, nuevamente, la pregunta que debería hacerse la presidenta es por qué (y con qué rédito) prolongó tanto la tozuda negativa a estas experiencias.
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