› Por José Natanson
“Quien se pasee por entre un espectáculo así no se sentirá agobiado por su propia hilaridad ni por la de los demás. Aquí y allá un episodio humorístico le divertirá o le conmoverá. (...) Sin embargo, la impresión general es más bien triste y melancólica. La aparente alegría es bastante superficial y poco convincente. Así que, cuando usted vuelva a casa, si posee un humor tranquilo y es dado a la reflexión, sentirá más bien una cierta compasión, y después se dedicará a sus libros y sus asuntos.”
William M. Thackeray,
La feria de las vanidades
La esquizofrénica hiperkinesis de Julio Cobos (de los Midachi y Nito Artaza a la Sociedad Rural y Raúl Alfonsín) le agrega un elemento más al confuso universo opositor, constelación fluida de liderazgos con aspiraciones, estructuras partidarias desvencijadas y egos en pugna. Los análisis acerca del tema, sobredeterminados por el irremediable tacticismo de los opositores, suelen centrarse en la última invectiva de Elisa Carrió, las internas de la UCR o los milimétricos movimientos de Hermes Binner. Intentaré aquí un enfoque distinto, para tratar de ubicar al universo no peronista en perspectiva histórica. Veamos.
Pese a la incomprensión de los analistas europeos o europeizados y las ilusiones del marido de Tamara Di Tella, la política argentina no se divide en un eje izquierda-derecha sino en un mucho más criollo peronismo-antiperonismo. Así ha sido en los últimos 50 años. Y no es ni bueno ni malo; simplemente es así.
Desde 1945, el hemisferio no peronista ha estado monopolizado por el radicalismo, en sus diferentes acepciones. La democracia y las instituciones han sido –y en buena medida todavía son– su principal bandera. Un antirradical argumentará que la UCR apoyó las incursiones militares del siglo pasado y sostuvo el régimen de proscripción del peronismo, y que incluso Arturo Illia, su líder más progresista y decente hasta Alfonsín, llegó al poder gracias a la prohibición del PJ. Y es cierto, por supuesto, pero también es verdad que el radicalismo operaba en un contexto en el que el recurso a los militares era parte habitual del juego político.
Los partidos radicales no son un invento argentino. Nacieron a fines del siglo XIX o a principios del XX como expresión de la pequeña burguesía reformista que emergía en el marco de la modernización económica, con el objetivo básico de conquistar el sufragio universal y secreto y garantizar la institucionalidad democrática.
En Argentina, el radicalismo se remonta a la resistencia intransigente de Alem y las luchas por las elecciones limpias. Fue radical el primer presidente cabalmente democrático de la historia argentina (Yrigoyen), fue antirradical la primera gran dictadura (la de la Década Infame) y fue radical, también, el primer presidente del segundo gran ciclo democrático de nuestra historia (Alfonsín). Si fuera posible condensar al radicalismo hasta obtener algunas pocas gotas de esencia, se encontrarían allí varias cosas –republicanismo, liberalismo, conservadurismo, partículas sueltas de progresismo, cierta melancolía y muchos blazers azul marino– pero el elemento prevaleciente sería seguramente la democracia.
En su artículo “Los huérfanos de la política de partidos” (Desarrollo Económico Nº 168), Juan Carlos Torre analiza la historia del bipartidismo argentino desde 1982 hasta el 2003 y concluye que la frontera política esencial responde más que nada a una cuestión de subculturas: la radical asociada a las luchas cívicas por la libertad del sufragio, la peronista vinculada con los derechos sociales de los trabajadores.
Los golpes militares prolongaron la razón de ser del radicalismo: la democracia siguió siendo una bandera a defender. En 1983, Alfonsín desplegó un discurso que retomaba la vieja reivindicación pero que iba más allá: la apelación al electorado peronista, una parte del cual terminó apoyándolo, se produjo mediante una resignificación de la democracia en clave social (“con la democracia se come”), al tiempo que le añadió, anticipándose, trazos de la nueva agenda globalizada: derechos humanos, constitucionalismo. “La reiteración de los enunciados del preámbulo de la Constitución servía para reconfirmar al radicalismo como un partido de ciudadanos preocupado por el fortalecimiento de las instituciones, y se articulaba con la promesa de que la democracia se asociaría, además, al bienestar” (Ana Virginia Persello, Historia del radicalismo, Edhasa).
Pero el triunfo de Alfonsín fue también el comienzo del declive de su partido. Con la progresiva consolidación democrática, el radicalismo fue perdiendo su eje programático. En la mayoría de los países, los partidos radicales nacidos a principios del siglo XX se extinguieron una vez logrado su objetivo original. En Francia, por dar sólo un ejemplo, el otrora poderoso Partido Radical hoy araña el 2 por ciento de los votos.
En Argentina, la Alianza con el Frepaso funcionó como un pulmotor que le permitió estirar su vida útil, pero que no fue suficiente. La crisis del 2001 no golpeó del mismo modo en todos lados. Ernesto Calvo y Marcelo Escolar (La nueva política de partidos en la Argentina, Prometeo) demuestran rigurosamente que la mayor parte del voto bronca y del apoyo a los candidatos antisistema del 2001 provenían del hemisferio no peronista. Después de los cacerolazos de diciembre, el radicalismo estalló en mil pedazos. La curiosidad argentina es que, a diferencia de lo que ocurrió en otros países que atravesaron crisis de representación similares, como Venezuela o Ecuador, la hecatombe acabó aquí sólo con la mitad (no peronista) del sistema de partidos.
El kirchnerismo fue un resultado casi casual de la crisis del 2001. Se impuso con sólo el 22 por ciento de los votos y el concurso del aparato duhaldista. En sus versiones más tempranas, apareció como un fenómeno de clase media: la política de derechos humanos, la renegociación de la deuda y el tono anticorporativo y contrapejotista de los primeros discurso K produjeron un acercamiento a sectores no peronistas, cuyo emblema fue la victoria de Aníbal Ibarra contra Mauricio Macri en el 2003.
Luego, el gobierno se fue peronizando. En un artículo publicado en el número 4 de la revista Umbrales, Rosendo Fraga establece una correlación interesante al analizar las elecciones presidenciales del 2007: a mayor nivel de necesidades básicas insatisfechas (NBI), más porcentaje de voto K. En los distritos en los que el porcentaje de NBI es menor al 15 por ciento, como Córdoba, Capital y Santa Fe, Cristina sacó, en promedio, el 35 por ciento. En cambio, en los distritos con mayor nivel de NBI, la actual presidenta batió records: Formosa, 72 por ciento; Salta, 74; Santiago, 78. El corte se replica al interior del conurbano: los tres distritos en los que Cristina perdió u obtuvo un porcentaje bajo –San Isidro, Vicente López y Morón– son justamente los menos pobres.
El núcleo duro del apoyo K descansa hoy en el tradicional electorado peronista: la clase media baja en expansión –trabajadores sindicalizados, pequeños comerciantes– y los sectores de trabajadores informales, desocupados y excluidos.
El PT brasileño nació como un fenómeno de los obreros organizados del “nuevo sindicalismo”, que ocuparon 12 de los 16 cargos en la primera comisión directiva del partido, a quienes se sumaron, complementariamente, otras corrientes: movimientos sociales, organizaciones cristianas de base, intelectuales. Era un partido de clase media baja, liderado por las capas más organizadas de los trabajadores, pero de ningún modo la opción de los excluidos, que seguían respondiendo al esquema paternalista-clientelar de siempre.
El giro se produjo en las elecciones del 2006, en las que Lula obtuvo su reelección. En aquella ocasión, se produjo un cambio que ya venía anunciándose –la derrota de Martha Suplicy en San Pablo había sido una señal anticipada– pero que por primera se hizo claramente visible. El PT perdió en los estados más ricos del sur y el centro y arrasó en las periferias urbanas más pobres y las zonas más miserables del nordeste.
Como el kirchnerismo, el PT se fue plebeyizando, lo que en buena medida explica el tono cada vez más virulento de la oposición política y de algunos medios de comunicación. Dos semanas antes de la reelección de Lula, la revista Veja, la favorita de la clase media brasileña, dedicó una cobertura especial a criticar los planes sociales del gobierno. Para Veja, igual que para los analistas argentinos de pensamiento simple estilo Sergio Bergman, el triunfo del PT era una simple cuestión de clientelismo. La nota estaba encabezada por la foto de una humilde nordestina que aseguraba que votaría a Lula por la ayuda que recibía. Luego afirmaba: “El Nordeste experimenta una burbuja de crecimiento artificialmente estimulada por el aumento del consumo, que a su vez es generosamente subvencionado por los programas de asistencia financiados por los ingresos de los brasileños que trabajan y pagan impuestos”.
Sólo un proceso tan dramático como la crisis del 2001 consiguió alterar el eje natural peronismo-antiperonismo, que ya hace tiempo ha recuperado su fuerza organizativa de la competencia política. Una vez más, los dos clásicos hemisferios definen el paisaje político. Por supuesto, no son mitades ni exactas ni rígidas sino campos en movimiento, pero igual existen: hay un sector del electorado que prefiere no votar al peronismo y, dentro de él, un núcleo que no lo votará nunca.
Mi tesis, en el final de esta nota, es que el hemisferio no peronista puede construir una opción de poder. Parece difícil, pero de ningún modo hay que descartarlo. Contra lo que muchos piensan, ganarle al peronismo no es una misión imposible, tal como demuestran el triunfo de Fernando de la Rúa en 1999 y, más notable aún, el de Graciela Fernández Meijide contra Chiche Duhalde en 1997.
Desde luego, para ganarle al peronismo la oposición debe articularse detrás de un solo candidato, consolidar un discurso verosímil y construir una opción verdaderamente rentable. Y, tal vez lo más difícil de todo, encontrar una nueva razón de ser. El leitmotiv original del radicalismo –-la democracia como forma de gobierno– ya no alcanza.
Queda, sin embargo, un enorme espacio para la crítica, función esencial de la oposición en cualquier país del mundo (es curioso que tantos analistas K se sorprendan por ello). La cuestión no es la crítica en sí, sino el objeto y el tono. El Gobierno tiene muchos francos abiertos: superpoderes, funcionarios sospechados, aliados impresentables y una persistente vocación por el efectismo cortoplacista que no alcanza a disimular los enormes agujeros de la gestión.
El problema es que poner el foco en estos aspectos exige operaciones sofisticadas y arduas –es mucho más fácil gritar “¡clientelismo!” que dedicar tiempo y esfuerzo a analizar cómo funciona realmente el sistema de salud– y un discurso menos romántico y épico que la lucha contra una inexistente dictadura populista. Sin embargo, se trata de un ejercicio más cercano a la realidad y –usemos sus propias palabras– más propio de los países racionales y serios, de esos que –usemos sus remanidas metáforas– aún no se han caído del mundo.
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