EL PAíS › EL ABANDONO ES PARTICULARMENTE MARCADO CON LA TERCERA EDAD
En la edad más crítica, la atención médica es todavía peor: faltan camas y quirófanos, las demoras llevan a la muerte y no hay ni una vacante en neuropsiquiátricos. Y en las morgues se apilan los más miserables.
› Por Cledis Candelaresi
Hasta en la ciudad más rica de Argentina, afrontar la vejez con el sistema de salud público puede ser una pesadilla digna del cine. Los treinta y tres hospitales de Buenos Aires no dan abasto con la creciente demanda de ancianos que, por no ser atendidos a tiempo, quedan incapacitados o mueren. En el pico invernal, cuando bronqueolitis y neumonías son materia corriente, una ambulancia del Pami puede tardar veinticuatro horas para atender una urgencia, demora que comenzó a afectar también el servicio del Same al que son derivados los ancianos. Los problemas se complican para los homeless que, si tienen entre 60 y 65 años, no disponen de albergue. Tampoco existe en la ciudad una institución geriátrica que brinde atención psiquiátrica, pese a que ésas son las afecciones más frecuentes de la edad avanzada. El cuadro de miseria sigue hasta después de la muerte: según la Defensoría del Pueblo porteña, esta semana terminó con treinta muertos acumulados en las morgues, algunos desde fines de agosto, porque sus allegados no disponen de 1000 pesos para los trámites del sepelio.
Este panorama dramático se potencia por una cuestión demográfica. En cinco años, la expectativa de vida femenina en el país habrá superado los 80 años, justamente la edad en la que el grado de dependencia de un anciano pasa del siete al veinticinco por ciento. El dependiente es alguien que por declinación física y psíquica requiere cuidados permanentes y muchas veces profesionalizados.
La respuesta aquí es cada vez más insatisfactoria, en parte porque hay una permanente derivación de pacientes atendidos por la medicina privada que fueron desplazados a la estatal. No sólo por problemas de empleo sino por el retiro del mercado de varias instituciones. El cierre de la internación en los hospitales Israelita, Antártida, Metropolitano, Santa Rosa de Lima o Francés dejaron de atender en conjunto casi 250 mil cápitas de la obra social de los jubilados que fueron derivadas a clínicas públicas. Eso sólo justifica de por sí que una operación de cadera que debe ser realizada en no más de 72 horas, llegue a tardar un mes.
Elsa, una porteña de 76 años, es un caso ilustrativo. Ingresó al Argerich con esa lesión en la zona pélvica y tuvo que esperar tres días en la camilla de la guardia, en un box pegado a donde los esmerados profesionales atendían una sobredosis o un acuchillado. Consiguió quirófano pero no la cama de terapia necesaria para una intervención en la que es muy factible una cardiopatía. Sin la rotación permanente necesaria, su cuerpo se escaró. Al día veinticinco de su fractura fue derivada a una clínica privada de Ciudadela, pero ya estaba paralizada por accidente cerebrovascular. Murió poco después, antes del bisturí sanador.
“Los ancianos tienen un equilibrio inestable y cualquier cosa afecta su hemodinamia, estimula un pico de hipertensión o de diabetes”, explica el ombudsman porteño Eugenio Semino, enfatizando la necesidad de brindar una atención inmediata. La recomendación parece utópica, si se considera que el sistema falla desde el primer eslabón. El 9 de julio pasado una ambulancia del PAMI llegó a tardar 24 horas para acudir a un llamado, demora que fue reducida pero no superada. Algo similar ocurre con prestadoras privadas, aun en planes costosos: no hay vehículos disponibles antes de hora y media. Por ello los pacientes son derivados al Same, un eficiente servicio estatal que por la sobredemanda dejó de hacer domicilios y se limita a atender en la vía pública. Despunta otro problema de este escenario enmarañado: desalentados por el magro pago, los médicos de la obra social de jubilados se niegan a hacer atenciones en domicilios y los requerimientos se vuelcan al sistema de emergencias.
Si la infortunada Elsa hubiera sobrevivido al trance no es descartable que hubiera requerido asistencia psiquiátrica, porque las dolencias no tratadas suelen derivar en descompensaciones que hacen perder noción de tiempo y espacio. En tal caso, el calvario se habría reeditado, porque en la Ciudad no hay institución pública que la provea y conseguir una plaza en un sanatorio psiquiátrico privado es un milagro: a fines de septiembre no hay ninguna.
Para los indigentes capitalinos el desamparo es previo a cualquier cuadro demencial, leve o severo. En junio, justo cuando empezaba el frío, el gobierno de Mauricio Macri subió de 60 a 65 años la edad mínima para ingresar en un geriátrico. Pero los paradores de la Ciudad o de la Nación, donde pasan las noches los indigentes, no aceptan a mayores de 60, lo que generó un universo de excluidos sin destino. La falta de un lugar permanente en el que vivir para los viejos que no tienen casa o familia hace que muchos prolonguen su internación en hospitales de agudos, privando de lugar a otro enfermo y corriendo el riesgo de reinfectarse. Tampoco la ecuación económica es ventajosa para las arcas públicas. El costo-cama de un paciente en un hospital público es de algo más de 15 mil pesos por mes, contra los 3000 pesos promedio que demanda un interno geriátrico.
Cuando el proceso termina en muerte, se plantea otra cuestión no menos vidriosa. Con el declarado propósito de depurar un sistema sospechado de acuerdos espurios con algunas funerarias, el PAMI instrumentó el régimen de reintegro: el allegado al fallecido paga el servicio de sepelio y la obra social le reintegra seis meses o un año después los 1000 pesos que corresponden al seguro. Pero no todos los condolidos disponen de esa suma y por ello los cuerpos suelen acumularse en las morgues de los hospitales, que llegaron a no tener bandejas suficientes para contenerlos.
El viernes había dos cadáveres en el Tornú y otro en el Argerich en esa situación y, según un recuento estadístico oficioso, la cantidad de restos en esa situación llegaba a las treinta. Frente a esto, el defensor empezó a presionar para que los hospitales paguen a Pami y la Anses luego les reintegre ese desembolso. Una utópica y eventual salida desesperada para ese cuadro espeluznante.
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