EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La reapertura del canje de deuda externa por nueva deuda externa –en definitiva se trata de eso– fue una sorpresa y debería serlo también para el matrimonio comandante. Porque habían jurado varias veces que no corría chance alguna de reabrir esa negociación con quienes no la habían aceptado en su momento. ¿Qué los llevó a adoptar esa decisión y, sobre todo, qué podría indicar acerca del futuro económico de corto y mediano plazo?
La medida fue adoptada al estilo de K: en forma repentina, entre cuatro paredes y sin el concurso de prácticamente nadie. Al igual que la determinación de liquidar en un solo saque la deuda con el Club de París. O la de enviar al Congreso el debate por las retenciones agrícolas. O la de desayunarse con la situación de Aerolíneas de la noche a la mañana. La mayoría de las miradas critica ese estilo de conducción gubernamental desde el perjuicio que causa vivir mirándose el ombligo; no sólo porque conduce a perder registro de la realidad, sino también por sobreexponer la Presidencia de la Nación al costo de quedar como responsable de todo lo que sale mal. Es correcto, pero apenas una parte de la cuestión. Porque al fin y al cabo las maneras no son más que eso, y lo trascendente –al menos en política– es hacia dónde apuntan las decisiones de fondo más allá de cómo se hayan dispuesto. La duda que siembra esta súbita pretensión de reacomodar las relaciones con los acreedores externos es qué tanto de grave será lo que se percibe, como para haber producido en un par de semanas tan grandes gestos de “reconciliación”. Uno (el pago a los Estados europeos) no movió mayormente ningún pelo importante y, más aún, fue cuestionado por apelar al uso de las reservas del Banco Central. Y éste de reabrir la transacción de bonos en default queda por verse. Parecería que el mundo anda en extremo convulsionado como para prestarle mejor atención a las señales de un país de segundo o tercer orden. Si es así, no se entiende que el Gobierno salga, justo ahora, a ofrecer pruebas de amor a las pirañas financieras. Y es por ahí donde se cuelan el por qué y el para qué y no el cómo, cuando además está claro que a esa muchachada no hay aparato que la satisfaga.
La hipótesis podría ser que el estilo K responde mucho más a correr detrás de la coyuntura que a anticiparla, sea que el viento sople a favor o en contra. Bajo la primera condición, el mandato del Kirchner varón acumuló divisas provenientes del fantástico auge de la demanda y precios agrícolas. En eso debe concedérsele que tuvo perspectiva. De hecho, la conmoción mundial por el sismo estadounidense encuentra una Argentina no acorazada, pero sí con singular protección. Fue el tiempo de hacerse los cocoritos, con una dosis de retórica belicosa que la práctica concreta desmentía en buena medida: el kirchnerismo saldó deuda al exterior como ningún otro gobierno, y la propia Cristina viene de afirmar que este país les reconoció a sus acreedores externos más de lo que Enron, el monstruo energético quebrado en 2001, les pagó a sus prestamistas en Estados Unidos. Lo que primó, en consecuencia, fue una construcción de Gran Relato, ayudada por el megacanje inicial al que compelió la crisis terminal de 2001/2002. Advertencia: no se está diciendo que podía o debía haberse hecho otra cosa, sino que esa cosa no fue tal cual la pintaron. Lo cierto es que la corriente local y universal cambió casi apenas asumida Cristina, producto de errores vernáculos y de horrores globales, para dar lugar a que el “blindaje” de las reservas no alcance a despejar expectativas desfavorables. Porque al carecer de un programa de desarrollo sustentable que no anide en reventar de soja, el primer soplo o huracán negativo despierta incertidumbres profundas en torno de la capacidad de reacción argentina. ¿Acaso no puede ser ésa la causa de sobreactuar gestos al exterior, en busca de una confianza que no hay (o empezó a no haber) hacia dentro?
Esto último se ve potenciado por varias noticias de estos días, cuya base son problemas que el Gobierno persiste en trasladar hacia un adelante que nunca se sabe cuándo llegará. La inflación real es uno de ellos y no precisamente el menor: despierta justificadas presiones salariales, que en simultáneo desatan prevenciones y aprietes del establishment. Los campestres acaban de avisar que vuelven a la carga y el amigazo Buzzi pidió devaluación hecha y derecha. Y encima (aunque todavía más dentro que fuera de palacio y de las capillas de candidatos) comenzó la desembocadura electoral 2009, con todo lo que eso supone respecto del manejo de gasto público y de tensiones crecientes. Como única respuesta corroborada ante ese clima, figura la de ganar cordialidad externa en el peor momento del humor financiero mundial. Es de resultado dudoso –por lo menos– que la energía se concentre en eso y no en definir de una buena vez aspectos de gestión interna, como la política de impulso productivo, la intervención en las cadenas de los formadores de precios, la estructura salarial, el sistema impositivo, el rumbo agropecuario. Salvo por el proyecto de movilizar las jubilaciones y el ligero reacomodamiento tarifario de algunos servicios públicos, la impresión es que la economía permanece en un piloto automático de recaudación fiscal.
En su discurso del jueves pasado ante el Consejo de las Américas, la Presidenta arrojó conceptos que es muy complicado rebatir desde un pensamiento progresista. Dijo que en el mundo pasa lo que pasa por haber creído en la fantasía de la desaparición del Estado y que la inflación está distorsionada por la concentración del mercado en pocas manos. Muy bonito pero resulta que por aquí las medidas no están a la altura de las palabras, sin por eso dejar de reconocer que, dentro de los límites de un sistema capitalista, hubo algunos avances que beneficiaron a sectores populares y clase media. Esa mano estatal en la economía, sin embargo, comienza a revelarse insuficiente para la muy incierta etapa que vive el mundo y para la temperatura de los conflictos endógenos, que entre otros motivos se incrementan porque la convicción social es que Argentina ya pasó lo peor tras superar su comienzo de siglo. La distribución de la riqueza, el drama sempiterno en Educación y Salud, la ausencia de políticas activas contra la pobreza, el reparto de los impuestos con las provincias, un modelo de transporte colapsado, son desafíos extremadamente complejos que requieren de vocación correctiva y creatividad ejecutiva.
No se ve que haya eso y, para peor, se observa haber privilegiado un salvataje de bonistas. Como si retornara la historia de confiar más en la buena letra con los usureros internacionales que en las potencialidades propias.
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