EL PAíS › OPINION
› Por Ricardo Forster
“La amistad, esta relación sin dependencia, sin episodio, y en donde entra sin embargo toda la simplicidad de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino tan sólo hablarles.”
Maurice Blanchot
¿Cómo hablar del amigo ausente? ¿Qué decir, qué palabras encontrar para hurgar en la memoria y en el silencio de una conversación cuyos hilos secretos se hunden en el tiempo en el que se fue tallando la amistad? ¿Cómo hacerlo sin convertir, al amigo, en un recuerdo que se aleja? Nicolás era un tipo pudoroso e introvertido, eludía con astucia cualquier charla que girara hacia la intimidad sin, por eso, dejar de ser próximo y entrañable. Tenía la virtud de convertir a sus palabras en portadoras de las mil formas de la vida, esas que podían detenerse morosas en una anécdota de su infancia en Almagro, infancia rea, de tardes de fútbol y aventuras en los pasillos laberínticos del Abasto, o desplazarse, como un chispazo, hacia la página de un libro recién leído y cuya urgencia le exigía compartirlo en una larga conversación de café, de esas en las que podían desfilar sin aspavientos ni engolamientos su amado Hölderlin, sus incursiones por la tragedia griega o por el romanticismo alemán con una furiosa discusión alrededor de los prejuicios insoportables, para él, de la clase media porteña junto con un desvío, algo más lúdico, por la un tanto maltrecha pasión racinguista que lo persiguió con sus alegrías y desdichas a lo largo de toda su vida.
Nicolás disfrutaba con esas tenidas de café, con esos interminables diálogos en los que su apasionamiento tano a veces lo llevaba hacia el arrebato que no disminuía en nada su inteligencia argumentativa. Extraña circunstancia en la que la sangre caliente lejos de arrebatar los argumentos no hacía más que afilarlos para convertirlos en verdaderas máquinas de intensidad y profundidad. Su conversación era directa y oblicua, simple y compleja a la vez, capaz de analizar minuciosamente la historia detrás de cada palabra y de recorrer los meandros de diversas tradiciones filosóficas, estéticas y políticas sin renunciar, por eso, a la palabra directa, dura, exigente con lo pensado y diáfana para abrirse hacia una comprensión más acabada de la complejidad del mundo. Había una cierta distancia entre su oralidad y su escritura; mientras que la primera hurgaba en la memoria popular del lenguaje, esa que le salía con total espontaneidad, la que venía de la jerga del barrio y de las charlas futboleras, la segunda tenía un sesgo intransigente, una vuelta y revuelta sobre las dificultades del decir que, en él, se transformaba en una escritura ardua y bella, barroca y exigente para el lector, como quien desea reconocer que el mejor obsequio que puede hacérsele a alguien que lee lo que escribimos es no ahorrarle dificultades siendo atentos con su inteligencia.
Y Nicolás estaba convencido de la responsabilidad inmensa que se encierra en la escritura, de ahí sus búsquedas continuas, afanosas, a través de la selva del lenguaje cruzando géneros y tradiciones, la literatura con el ensayo filosófico, el resto de periodismo que marcaba sus trazos en el papel con la absoluta rigurosidad de un pensador de alturas, de un pesquisador de libros y de herencias, de argumentos que había que salir a buscar a los desvanes de la memoria y de la espontaneidad de lo que nos rodea. Nicolás estaba a sus anchas tanto en su biblioteca amplia, ecléctica y abierta a sus múltiples intereses (allí podía encontrarse una infinidad de libros sobre la Viena Fin de Siglo; sobre marxismo; sobre el arte y sus derivas históricas; sobre los caminos de la tradición utópica a la que, en un tramo de su inquietud intelectual, analizó con agudeza y vastedad; sobre, cómo no, el peronismo y sus mil rostros; sobre Sarmiento y Martínez Estrada; sobre Hegel y Heidegger; sobre Walter Benjamin y Franz Kafka... todo se guardaba en esa biblioteca de la calle Gallo que venía a expresar sus caminatas laberínticas por la cultura moderna, por el arte, por la religión en sus diversas derivas por las sendas del misticismo, de la cábala y del corpus bíblico al que recorría con fruición desde su infancia metodista y por la pasión política); pero también se sentía a sus anchas en un viejo bar conversando del mundo y sus aledaños con los amigos, que podían ser los más antiguos, los de la infancia en el Abasto, como esos otros que acompañábamos sus aventuras intelectuales y de las otras. Discusiones en las que regresaba al pasado para instalarse de un salto en el presente; en las que recordaba sus tiempos militantes y sus años de exilio en los que nunca dejaron de asaltarlo los fantasmas de un ayer familiar y argentino, de esa herencia, que le venía por el lado de la madre, de una amorosa y siempre tensa relación con el peronismo y las tradiciones nacionales y populares a las que engalanaba con su escritura empeñada en hacer circular, al mismo tiempo, a Cooke con Breton, a Evita con Novalis, a Perón con Meister Eckart, a los escritos que imaginaban la revolución en América latina con la poesía de Paul Celan, a Walsh con Sófocles. Nicolás era todos esos rostros y escritos, el conjunto de esas memorias y de esos espectros que se arremolinaban en su pensar intransigente, profunda y esencialmente atravesado por la pasión política que, en él, se inscribía en un deseo siempre insatisfecho de justicia y emancipación.
A Nicolás le dolía la Argentina, pero también la gozaba porque se sabía anclado en Buenos Aires, en sus liturgias y en sus miserias, en sus dones míticos y en sus permanentes llamadas a la catástrofe. Recuerdo esas caminatas frecuentadas a lo largo de varias décadas en las que todo se conjugaba como si fueran figuras espectrales: los años del primer alfonsinismo atravesados por los debates en torno de las herencias modernas, de la revisión del marxismo, de la renuncia de un peronismo que marchaba hacia su ahuecamiento; esos otros años dominados por la cultura embrutecedora del menemismo, que nos llevó a construir zonas de refugio y resistencia regresando sobre tradiciones filosóficas amenazadas que condujeron a la concreción de la revista de su vida, Confines; luego su ácida interpretación de la rebelión de las cacerolas en el 2001 hasta llegar a ese tiempo anómalo inaugurado por el discurso de Kirchner en mayo de 2003 y que produjo en Nicolás, y en algunos de sus amigos, un entusiasmo que unía la novedad con la nostalgia, lo actual con el ayer. Y finalmente, aunque no en menor medida ni con menos intensidad, ese regreso a la intervención pública desde esa invención que le pertenece en gran parte y que lleva el nombre de Carta Abierta, de una epístola signada en sus núcleos decisivos y fulgurantes por su escritura impaciente, urgida por los acontecimientos pero indeclinable en su rigurosidad y en sus desafíos político intelectuales.
En una de sus últimas frases se guarda todo el enigma de su pensamiento, en ella puede vislumbrarse el sentido entrañable de todas sus búsquedas: “Si las cosas ya no se escriben de otra forma, ya no se escriben más”. Allí está Nicolás, sus palabras reas y sabias, sus páginas eruditas y apasionadas, sus ensayos fulgurantes, intensos, decisivos para pensar “entre épocas” y a destiempo de lo aceptado y de lo rutinario; pero también están sus novelas, ese frutero de los ojos radiantes capaz de sumergirnos en el laberinto de la historia argentina, de una casa de Almagro, de antiguos misticismos, de fervorosos amores y de crípticas iniciaciones juveniles enmarcadas en el juego de las luces y de las sombras de un itinerario abierto hacia el misterio de la vida.
¿Despedirme del amigo tan querido? ¿Cómo? Tal vez guardando en mi memoria los secretos de toda genuina amistad sabiendo, como lo decía Blanchot en ese breve ensayo que Nicolás estaba leyendo mientras se le iba el tiempo, que “la discreción no está en el simple rechazo a hacer confidencias (lo cual verdaderamente sería muy grosero, y ya el mismo hecho de pensar en eso), sino que es el intervalo, el puro intervalo que, de mí a ese otro que es un amigo, mide todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que no me autoriza jamás a disponer de él, ni de mi saber de él (aunque sea para alabarlo) y que, lejos de impedir toda comunicación, nos pone en relación al uno con el otro en la distancia y a veces en el silencio de la palabra”. Adiós, Nicolás, mi agradecimiento infinito por haberme donado tu amistad, y por esas palabras no dichas que me permiten seguir persiguiendo las huellas dejadas en esas caminatas compartidas por la ciudad de la vida, de las ideas y del amor.
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