EL PAíS › PRIVADOS, MIXTOS Y ESTATALES, LOS DIFERENTES MODELOS PREVISIONALES DE AMERICA LATINA
Las naciones menos democráticas fueron las que impulsaron cambios más privatizadores. El promedio ponderado de cobertura cayó de 38 por ciento a 27. Dificultades para las economías informales. La hora de las contrarreformas.
› Por José Natanson
Desde la pionera reforma pinochetista de 1980, doce países latinoamericanos transformaron, total o parcialmente, sus esquemas de seguridad social, muchos de ellos inspirados en el influyente informe del Banco Mundial de 1994, titulado “Envejecimiento sin crisis”, que funcionó como base teórica de las reformas. Algunos países, como Chile, El Salvador y México, crearon modelos totalmente privados; otros, como la Argentina y Costa Rica, avanzaron en diseños mixtos o paralelos; y otros, como Brasil, mantuvieron el monopolio estatal, aunque modificándolo sustancialmente.
El profesor de la Universidad de Pittsburgh Carmelo Mesa-Lago es el principal especialista latinoamercano en sistemas de pensiones y uno de los cuatro o cinco grandes expertos mundiales (y casi el único de orientación progresista). En un artículo ya clásico (“Política y reforma de la seguridad social en América Latina”, Nueva Sociedad Nº 160), Mesa-Lago ensayó un ejercicio interesante: comparó la radicalidad de la reforma con el grado de democratización del país que la implementaba y llegó a la conclusión de que aquellas naciones menos democráticas fueron las que impulsaron las reformas más privatizadoras: el Chile de Pinochet, el Perú post autogolpe de Fujimori y el México del partido hegemónico.
De forma inversa, entre los países que modificaron sus sistemas, los de más sólida tradición democrática, como Costa Rica y Uruguay, crearon esquemas Estado-mercado más balanceados. Y no sólo como resultado del diseño institucional: en Uruguay, con su huella de estatalidad cuasi socialista, se abrió un sistema paralelo como el argentino, pero la mitad de la población prefirió quedarse en el régimen de reparto.
A la hora del balance, los argumentos contra el sistema de capitalización son contundentes. La Anses se ha ocupado de difundir las cifras para la Argentina: las AFJP contribuyeron a desfinanciar al Estado por los enormes costos de transición de un sistema a otro, no crearon un mercado de capitales amplio, no redujeron la morosidad, ni generaron competencia (de 26 empresas quedan solo diez, pero la mayor parte de los aportantes se concentra en tres). Y lo más importante de todo: no sirvieron para extender la cobertura.
Es difícil decir hasta qué punto la dificultad para mejorar la cobertura es consecuencia del diseño del sistema y en qué medida es un efecto de los cambios en los mercados de trabajo, la creciente informalidad laboral, la tendencia a la tercerización económica. En todo caso, se trata de un fenómeno común a América latina. Según el más completo informe elaborado hasta ahora (Carmelo Mesa Lago, “Evaluación de un cuarto de siglo de reformas estructurales en América Latina”, Revista de la Cepal Nº 84), el promedio ponderado de cobertura cayó de 38 por ciento antes de las reformas a 27 por ciento en 2002.
El proceso de concentración fue general: Chile pasó de tener 21 compañías a sólo 7 (las tres primeras concentran el 80 por ciento del mercado); Perú, de 8 a 4, que hoy concentran el 76 por ciento. En general, las reformas copiaron el sistema de países más grandes sin tener en cuenta que la débil supervisión y el tamaño reducido del mercado generaría un efecto de cartelización.
La esperada baja de los costos administrativos que supuestamente iba a producir la competencia nunca llegó. El porcentaje del descuento total sobre el salario llega a 38 por ciento en México y 32 por ciento en la Argentina (el segundo más alto). La mayor parte de los gastos, según el informe de Mesa-Lago, se destina al marketing, la publicidad y las comisiones de los vendedores.
Finalmente, la idea de que la privatización generaría sólidos mercados de capitales que fortalecerían el crédito y el ahorro interno tampoco pudo comprobarse, al menos no en la magnitud prometida. Entre el 57 y el 90 por ciento de las inversiones está depositado en títulos públicos. Pero aquí hay que introducir una aclaración: al menos en la Argentina, esto fue tanto una decisión de las AFJP como una imposición del Estado, que en más de una oportunidad las forzó a comprar títulos públicos altamente riesgosos.
El problema de fondo es cómo lograr que los sistemas previsionales funcionen en economías altamente informales. El paradigma bismarckiano, de la seguridad social organizada en base al aporte de los contribuyentes, resulta inadecuado en mercados laborales crecientemente informales, con un porcentaje considerable de la población en negro, cuentapropista o no aportante.
En América latina se calcula que un 55 por ciento de la población trabaja en el sector informal; en la Argentina la proporción es menor, cercana al 40 por ciento. En ambos casos, resulta insuficiente para sostener a la masa de jubilados.
En un informe elaborado para la OIT (“Reformas de los sistemas de pensiones y jubilaciones en América Latina”), Fabio M. Bertranou sostiene que, luego del auge del modelo de capitalización en los ‘90, muchos países buscan la forma de avanzar en dos objetivos simultáneos (lo que se conoce como “multipilarismo”): crear un pilar solidario, que apunte al alivio de la pobreza y la garantía para quienes no aportaron, y consolidar un segundo pilar que funcione como seguro individual para aquellas personas que sí aportaron y dejan de trabajar.
A 25 años de la privatización chilena, el hecho de que en casi todos los países la cobertura haya disminuido en lugar de aumentar marca la pauta del fracaso general de las reformas. Luis Felipe Jiménez y Jéssica Cuadros (“Ampliación de la cobertura de los sistemas de pensiones en América Latina”, Revista de la Cepal Nº 79), explican que, al final, la ampliación o contracción de la cobertura está en función de la marcha de la economía: mejora en momentos de crecimiento y se deteriora cuando llega la recesión. Al cabo de tantos diseños, todo depende del ciclo económico. En este marco, no debería sorprender que ya asome, tímidamente, una contrarreforma. A la creación de la Prestación Básica Universal en la Argentina se suma el caso de Chile. En enero, luego de un largo proceso de debate, Michelle Bachelet cumplió su promesa de reformar el sistema jubilatorio pinochetista. Y, aunque no se abrió un régimen de reparto ni se creó, como algunos proponían, una AFJP pública, al menos se estableció una jubilación mínima universal para todos los mayores de 65 años.
En noviembre del año pasado, Evo Morales anunció la creación de la “renta dignidad”, de 300 dólares, para todos los mayores de 60 años, sin importar si contribuyeron o no al sistema privado. Hoy se calcula que reciben el beneficio, financiado con los recursos obtenidos por la nacionalización de los hidrocarburos, unas 800 mil personas.
En Brasil, Lula logró, tras un durísimo trámite parlamentario, la aprobación de una reforma muy similar a la propuesta por Fernando Henrique Cardoso (y a la que el PT se había opuesto cuando era oposición) bajo el criterio de unificar las jubilaciones de los empleados públicos con los privados. Al mismo tiempo, buscó extender la cobertura a los trabajadores del sector agrícola y doméstico, que quedaban afuera.
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