EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
–Me explicaba que detrás de esta guerra del cerdo hay buenas razones.
–¿Y vos le creíste? La gente no mata por buenas razones.
–Hablaron del envejecimiento de la población y de que el número de viejos inútiles aumenta siempre (...)
–En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado...
Adolfo Bioy Casares,
Diario de la guerra del cerdo
Incluso si dejamos de lado la cuestión de la solidaridad y la cobertura intergeneracional, es interesante comprobar cómo las AFJP fracasaron en sus propios términos: no sirvieron para extender la cobertura ni crearon un sólido mercado de capitales ni bajaron las comisiones como resultado de una competencia que nunca existió. Lo cual, por supuesto, no implica que la reestatización vaya a solucionar automáticamente todos los problemas. El tema de fondo –en el cual ni oficialistas ni aefejotapetistas parecen reparar– es cómo sostener un seguro social en una economía en la que el 40 por ciento de la población trabaja en negro.
En pleno debate por la reestatización, hay algunos argumentos de tipo filosófico que conviene analizar con cuidado. El más escuchado es la supuesta afectación de la propiedad privada de los aportantes por parte del Estado, un razonamiento falaz por donde se lo mire. En primer lugar –-es hasta cansador decirlo–, la propiedad privada, como cualquier otro derecho, no es absoluto. Está supeditado a normas, leyes y fallos judiciales que lo limitan y administran en relación con otros derechos.
Además, afirmar que el aportante es el propietario de su dinero es absurdo, pues no puede disponer de él. Nadie puede ir a la AFJP y pedir que le devuelvan los fondos. Lo único que tiene es el resumen mensual, por otra parte bastante confuso. Ni siquiera al momento de jubilarse puede echar mano a esos recursos, sino obtener una renta calculada en base a ellos.
Y esto es justamente lo que le va a otorgar el Estado. Para que la afectación de la propiedad privada se compruebe, el aportante debería demostrar que lo que le podría haber pagado la AFJP es mayor que lo que le paga el Estado. Ese sí sería buen argumento, pero difícil de demostrar, porque quién sabe cuánto podría pagar una AFJP en diez, veinte o treinta años.
El otro argumento es el de la famosa caja. Se ha dicho que el único objetivo del Gobierno es fortalecerse financieramente para evitar un colapso fiscal. Es posible, desde luego, pero habría que tomar en cuenta que –como curiosamente se encargan de subrayar los mismos que critican la caja– alrededor de 50 por ciento de las inversiones de las AFJP son bonos del Tesoro y otro títulos públicos: es decir, las aseguradoras ya funcionan –guste o no– como la caja del Estado. La reestatización consolida esta situación, pero no la crea.
El régimen de capitalización generó otros efectos perversos. Atención, mujeres: al apoyarse en un paradigma que vincula el monto de la jubilación con el dinero acumulado en una cuenta individual, las mujeres, que cobran salarios comparativamente más bajos, sufren tasas de desempleo más altas y se ven afectadas por mayores niveles de informalidad, resultaron perjudicadas.
Esto se agrava por el hecho de que las mujeres tienen edades de retiro más bajas y una esperanza de vida más larga. En suma, menos dinero acumulado para ser repartido a lo largo de más años. En Chile, los fondos en las cuentas de mujeres son entre 32 y 46 más bajos que los de los hombres.
Aclarados los déficit del sistema privado, la cuestión es cómo garantizar que el dinero no se pierda en el agujero negro del Estado pacman y evitar que se destine al gasto corriente, como el pago de salarios o servicio de deuda.
Algunos legisladores opositores proponen crear un fondo intangible, lo que nos devuelve al viejo debate acerca de los fondos de asignación específica. Pero estos fondos son una ilusión. Podrán quizás existir en sistemas institucionales y económicos más sólidos, aunque la crisis financiera está demostrando que ni allí son realmente intocables. En países como la Argentina, simplemente no funcionan, pues el gobierno siempre encuentra la forma de echar mano de ellos cuando lo cree necesario.
Una alternativa, mencionada en el proyecto de ley, es la creación de una comisión bicameral de fiscalización, pero la debilidad de la comisión de seguimiento de las privatizaciones demuestra que este tipo de diseños, caracterizados por el seguimiento post facto, suelen quedar en el mero formalismo.
Quizás el problema consista en que ni el partido oficialista ni la principal fuerza opositora cuentan con credenciales adecuadas para actuar como guardianes confiables de los recursos. El PJ impulsó las reformas en los ’90 y algunos de los que hoy defienden el cambio, como el secretario general de la presidencia Oscar Parrilli, fueron entusiastas defensores de la privatización.
En cuanto al radicalismo, es cierto, como insiste por estos días Gerardo Morales, que en su momento se opuso a la reforma, pero luego toleró calladamente el mayor recorte jubilatorio desde la recuperación democrática, ordenado por el inolvidable Fernando de la Rúa.
El fracaso de las AFJP no significa que el sistema anterior funcionara adecuadamente. Habrá sido solidario al principio, pero ya antes de la privatización había dejado de serlo. No sólo por las islas de privilegio que generaba –Fuerzas Armadas, Justicia– sino porque producía –sería absurdo negarlo– un creciente déficit fiscal.
No se trata, por lo tanto, de recuperar un inexistente esquema ideal, sino de crearlo. Casi de cero. Pero no será fácil. La reforma previsional involucra aspectos prácticos y financieros, demográficos, de relaciones intergeneracionales, de sostenibilidad económica y política. Es, en suma, un tema muy complicado, al que parece difícil encontrarle una solución definitiva.
Pero habrá que buscarla, salvo que hagamos como en la guerra del cerdo y salgamos por la calle a cazar viejos.
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