EL PAíS › OPINION
› Por Irina Hauser
Una vez más, el debate sobre la inseguridad cumple con su eterno retorno ante la aparición de un crimen aberrante. Pero esta vez viene con un toque singular. El protagonismo de los reclamos duros de Juan Carlos Blumberg ha sido reemplazado por las advertencias de los más altos funcionarios nacionales y provinciales. Empezó el gobernador Daniel Scioli con su pedido de bajar la edad de imputabilidad, pero el tema creció como una bola de nieve. Repasemos. La propia presidenta Cristina Kirchner afirmó que “la policía detiene y detiene y la Justicia libera y libera”. Se sumó Néstor Kirchner al pedir que “los jueces se pongan los pantalones largos y dejen de liberar detenidos”. El ministro de Justicia, Aníbal Fernández, se deshizo en elogios a la Policía Federal, a la que describió como “un cuerpo especialmente sano” y felicitó al titular de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, por decir ante los empresarios de IDEA que “las garantías constitucionales no tienen nada que ver con la noción de puerta giratoria”. Los jueces, insistió Fernández, deberían “cumplir con la ley, ni con mano dura ni con mano blanda”.
Mostrar la cárcel como un paliativo milagroso contra el delito es una de las clásicas respuestas para apagar la fiebre del miedo. ¿Cuál es la diferencia con la mano dura? No mucha. Suena cuanto menos como una idea rara en un gobierno que ha hecho de los derechos humanos su bandera y que ha intentado importantes medidas equitativas en pos de reducir el desempleo y la pobreza. La paradoja es que la lógica de la mano dura es muy parecida al discurso hipócrita de quienes reclaman educación, salud y trabajo para los excluidos y después cortan rutas contra las retenciones que pretenden redistribuir la riqueza. Es otra forma de expulsión social.
De pronto pareciera que tenemos la mejor policía (¿por ser una máquina de arrestar?), las mejores prisiones y un sistema garantista. Los sermones que claman por más cárcel, ante una sociedad ya bastante reaccionaria, no se matizan ni se equilibran con aclarar a renglón seguido que no se trata de endurecer las leyes ni de imputar a los niños desde más chicos. Es una acotación bienvenida que han hecho algunos oradores de estos días. Pero lo dicho, dicho está. Lo peor es que la fuerza de las afirmaciones que ensalzan la política del encierro tiene poco que ver con la realidad. Como recordó el viernes el juez de la Corte santafesina Daniel Erbetta, las cifras oficiales cantan que el número de presos en la última década fue en franco aumento: eran 29.600 en 1997 y 62.400 diez años después. Más del 60 por ciento no tiene condena, son prisiones preventivas, lo cual a su vez desmentiría que haya excarcelaciones a mansalva. La gravedad de estas circunstancias la señaló la propia Corte Suprema al ordenar, en 2005, que se pusiera fin al hacinamiento en las cárceles y comisarías bonaerenses.
El otro problema de poner el foco en la privación de la libertad es que nunca se puede esperar que sea una solución en un país donde todavía las cárceles –salvo excepciones– son espacios de maltrato, violencia y tratos degradantes. Cada vez que alguien intenta poner estas cuestiones de relieve (como lo han hecho la Procuración Penitenciaria y la Comisión por la Memoria) se duda del rigor de la información y se silencia un debate eternamente pendiente. Los jueces callan al respecto y se desentienden de la situación de los detenidos. El aumento de la reincidencia es hoy uno de los grandes efectos del encarcelamiento. “El (propio) sistema es uno de los principales factores estructurales en los procesos de producción de la criminalidad”, sentencia un voto reciente del juez Erbetta.
Es todo un síntoma que la polémica sobre la inseguridad haya resurgido por el lado de la edad de imputabilidad de los menores. Hace años que está cuestionada la ley de la dictadura que permite encerrar a quienes no cumplieron 16, igual que la aplicación de la prisión perpetua por debajo de los 18, ya que ambas violarían la Convención sobre los Derechos del Niño. Nadie encara de lleno las deudas con los sectores más vulnerables. Están los que no quieren meterse con las fuerzas de seguridad y los que no quieren lidiar con los chorros, los presos ni los pobres en general.
Sobre el fin de semana brotaron “discursos-parche” que hablan de la necesidad de políticas de inclusión, los programas de contención y reinserción para quienes cometen delitos, etcétera, etcétera. Por ahora son expresiones de deseo, frases vacías. El Estado –y esto incluye a los tres poderes– todavía debe respuestas que contemplen esta trama en toda su complejidad y dejen de lado la idea de que todo se resuelve recortando derechos en lugar de sumar.
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