EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Las elecciones del 30 de octubre de 1983 marcaron el inicio de muchas cosas. Primera campaña realmente profesional, primera derrota de un candidato peronista en elecciones limpias y sin proscripción y –algo que en ese momento no todos comprendieron– el comienzo del ciclo de democracia electoral más largo de nuestra historia. Entre todas estas novedades, hay una que hoy tal vez pase inadvertida, pero que resulta crucial para entender el clima político de aquellos años: 1983 marcó el auge de la política de partidos en la Argentina.
Hasta esa fecha, el sistema partidario no existía. En un juego político pretoranizado, con los militares acechando desde sus catacumbas verde oliva y buena parte de la sociedad rindiéndoles pleitesía, los partidos eran sólo un actor más de una arena mucho más amplia. El peronismo había sido primero una fuerza de poder, más al estilo del PRI mexicano que dotada de un talante verdaderamente partidario, y luego un movimiento que giraba alrededor de un líder ausente y –al menos eso cuenta la leyenda– una épica de la resistencia. El radicalismo se parecía más, al menos en su organización interna, a un partido político moderno, pero encerraba una contradicción esencial, que le impedía presentarse como tal: construido sobre la base de las heroicas revoluciones de principios de siglo, la intransigencia de Alem y la lucha por el sufragio universal, sólo podía ganar al costo de la proscripción de la fuerza mayoritaria.
Todo esto cambió en 1983. No volveremos aquí sobre los actos multitudinarios, las campañas de afiliación masiva y los amplios debates programáticos. Digamos simplemente que a partir de ese momento el radicalismo comenzó a ser un partido institucionalizado, con sus órganos de representación y sus convenciones y comités, que definieron la democracia interna –o internismo, como cada uno prefiera– como su característica central.
El PJ demoró un tiempo más en adaptarse a las nuevas circunstancias, todavía dominado por las elites sindicales y los políticos de la vieja guardia. Sin exagerar, podríamos decir que fue la renovación capitaneada por Antonio Cafiero –y su crucial triunfo sobre Herminio Iglesias, por fuera del PJ, en las elecciones de 1985– la que le dio al peronismo la fisonomía de un verdadero partido político.
Pero lo central, más allá de las transformaciones internas experimentadas por las dos grandes fuerzas políticas, es que el juego interpartidario dominaba la escena. No parece absurdo decir que uno de los primeros en darse cuenta fue el mismo Alfonsín, quien siempre buscó asegurar el mando sobre su partido, incluso por encima de otros intereses vitales, impidiéndole de paso construir un liderazgo de recambio hasta el día de hoy.
El hecho de que la política se viviera en clave partidaria explica algunas jugadas que hoy parecen de ciencia ficción pero que en aquel momento nadie discutía: desde un candidato ampliamente favorito (Cafiero) que no sólo acepta disputar una interna, sino que además reconoce su derrota, hasta, algunos años después, un líder político opositor (Alfonsín) arrastrando a su partido a un acuerdo autodestructivo con el peronismo (el Pacto de Olivos).
Las ciencias sociales registraron el cambio de época. Tras décadas monopolizadas por los problemas del desarrollo y la dependencia viraron hacia los estudios de las transiciones a la democracia: en 1986 comenzaron a publicarse los cuatro volúmenes del monumental estudio de Guillermo O’ Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, Transitions from Authoritarian Rule: Prospects for Democracy. En Argentina, Juan Carlos Portantiero publicaba sus “Ensayos sobre la transición democrática” y se fundaba el Club de Cultura Socialista. Se imponía en los círculos académicos el debate acerca de los regímenes políticos, y muchos intelectuales, con los ojos puestos en los éxitos de la transición española y una mirada centrada en la ingeniería institucional, defendían al sistema de parlamentario como la mejor alternativa para garantizar la estabilidad política.
Todo esto ya pasó. Hoy, en plena crisis de representatividad, desafección política y gelatinización partidaria, suena a ciencia ficción, pero no deja de ser cierto: eran los partidos –y no las personalidades, ni las redes clientelares, ni siquiera la televisión– los que dominaban el juego, en el inicio de un ciclo que se extendió hasta el que se vayan todos de diciembre del 2001, cuando el sistema voló por los aires, el radicalismo implosionó patéticamente y el peronismo se convirtió en una liga de caciques pegados con plasticola.
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