EL PAíS › DOS MIRADAS SOBRE LA CRISIS FINANCIERA INTERNACIONAL Y SUS POSIBLES CONSECUENCIAS
El funcionario y politólogo Carlos Vilas analiza el rol del Estado a partir de la crisis y subraya la buena posición de América latina. Christian Castillo, del PTS, aventura el fin de un sistema y reclama el poder para los trabajadores.
Opinión
Por Carlos M. Vilas *
La crisis financiera y económica que se originó en el mundo desarrollado y el modo en que Estados Unidos y la Unión Europea están reaccionando frente a ella han dado lugar a una serie de calificaciones curiosas que revelan, detrás del manto de la ironía, una cierta incomprensión de la crisis misma, de sus causas, la proyección de sus efectos. “Socialismo estilo USA”, “nacionalismo de mercado”, “fin del neoliberalismo”, son algunas de las reacciones de muchos observadores. Se apunta básicamente a la decidida intervención estatal en el salvamento de firmas quebradas, en la compra de deudas incobrables, en el volcado de dineros públicos para resolver angustias privadas. Gracejos como los mencionados sugieren que incluso los críticos del neoliberalismo se tomaron en serio el discurso neoliberal y realmente creyeron que, en el capitalismo financiero y globalizado, el estado llegaba a su fin.
La relación entre el Estado y el capitalismo, deberíamos saberlo, no está atada a instrumentos de política o a herramientas institucionales en particular. La historia de las grandes crisis lo ilustra. “Laissez faire” e intervencionismo son modos de articulación entre el poder político institucionalizado en el Estado y el poder económico-financiero de los mercados –en realidad, de sus actores más poderosos–. Estamos viviendo algo que ya vivió en el pasado. El viraje actual desde el “Estado ausente” del neoliberalismo al Estado interventor repite lo que ocurrió, por ejemplo, tras la crisis de 1929. El poder político no hace ascos ideológicos cuando de lo que se trata es de salvar al sistema económico y social que le da sustento.
No tiene sentido discutir aquí acerca de las bondades, las alternativas o falta de ellas, a ese sistema. En todo caso es evidente que el capitalismo admite una variedad amplia de modalidades de organización y desarrollo. Pero una de sus características fundamentales por encima de esas variaciones, es que avanza de crisis en crisis en un persistente movimiento cíclico; períodos de extraordinario auge anteceden a devastadores derrumbes; gran parte de los activos físicos y financieros creados en el ascenso del ciclo se pierden en la crisis. Esto es lo que explica, junto a otros factores, la pendularidad que se advierte, en el largo plazo, entre permisividad y activismo estatal. En realidad una y otra son manifestaciones de la permanencia de la misión esencial del Estado: garantizar las mejores condiciones para la sustentabilidad del sistema económico que le sirve de base.
Evitemos confusiones y prevengámonos de autoengaños. Los gobiernos del Norte están interviniendo en defensa de los grandes acreedores y haciéndose cargo de sus malos negocios y de la carga de sus especulaciones más allá de todo criterio, no de la muchedumbre de pequeños deudores. Por debajo de la aparente heterodoxia de los instrumentos, y más allá de la enormidad de las cifras involucradas, hay una persistente ortodoxia en los objetivos y en los sesgos de clase.
Después de toda gran crisis financiera el capitalismo siempre viró hacia un mayor énfasis en la economía real, y este viraje nunca fue posible sin una decidida intervención estatal. Cuando el reciente Premio Nobel Paul Krugman señala que Estados Unidos no ha redescubierto a Karl Marx sino a Franklin D. Roosevelt, dice una verdad, pero una verdad a medias. El rescate de Roosevelt consistió ciertamente en una importante inyección de fondos al circuito financiero, pero tuvo además un pilar estratégico en una agresiva política de inversión pública en infraestructura y en la creación de mecanismos de planificación de mediano y largo plazo. La reactivación financiera estuvo ligada a la expansión de la economía real. Esto falta en el redescubrimiento de Roosevelt, si es que algo así ha ocurrido. Sus enemigos acusaron al New Deal de ser un programa socialista y al propio Roosevelt de escuchar demasiado a los socialistas y liberales, y hablaban en serio. El rescate actual sólo da lugar a ironías.
El capitalismo va a sobrevivir a esta crisis, entre otros motivos porque no tiene más enemigos que sus propias tendencias inmanentes. Cuando lo haga, resurgirá con una fisonomía más “real”, al menos por un tiempo. Solamente la economía real genera valores y permite la expansión de las fuerzas productivas materiales del sistema, estimula el desarrollo científico y técnico, y alimenta la posibilidad de obtener excedentes financieros igualmente reales para alimentar la continuidad del proceso de acumulación. Así pasó antes y así va a ocurrir ahora. Pero no nos hagamos demasiadas ilusiones. El retorno a la gravitación de lo real sobre lo financiero será, miradas las cosas en el largo plazo, “por un ratito”. No es la economía real, la de la producción de bienes y la inversión en activos físicos y en empleo de fuerza de trabajo en gran escala la que expresa el espíritu expansivo del capitalismo, sino la financiera, la única que posee la movilidad requerida para aprovechar las buenas oportunidades, huir de los peligros, descargar riesgos, crear y destruir riqueza.
A pesar de los agoreros, es innegable que en América latina estamos mejor posicionados en esta crisis que en las anteriores. Las elevadas tasas de crecimiento de lo que va de la década, la acumulación de superávit comerciales y fiscales, un manejo más eficiente de los instrumentos de política macroeconómica, coloca a las principales economías de la región en mejores condiciones para reducir daños. Tan importante como esto es el cambio de paradigma que se observa en la mayoría de los gobiernos sudamericanos respecto del papel del Estado en la promoción y administración de un capitalismo que conjugue de manera más eficaz acumulación y distribución, intereses nacionales y objetivos regionales. A diferencia de los gobiernos que se hicieron cargo de la crisis de los ochentas –regímenes autoritarios o democracias débiles– o la del “efecto tequila” –adhesión irrestricta a las recetas del Consenso de Washington– hoy predominan los gobiernos comprometidos –cada uno a su manera– con objetivos de desarrollo, inclusión social e integración regional.
Argentina se ubica con solidez en estos escenarios. Daños existirán sin duda: caída en el precio internacional de los principales productos de exportación y en el nivel general de actividad, con presión sobre los niveles de inversión, empleo, salarios y consumo. Pero el desempeño de la economía en el último quinquenio y el equilibrio de sus políticas económicas y sociales permiten albergar sensatas expectativas de una mejor capacidad de defensa de lo alcanzado, manejo de riesgos y defensa ante amenazas.
* Politólogo. Presidente del Ente Regulador de Agua y Saneamiento (ERAS), director de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno, Universidad de Lanús.
Opinión
Christian Castillo *
En diciembre de 2007, mientras algunos sostenían que hasta el 2015 se extendería una “onda larga” de crecimiento capitalista, escribíamos en la revista Estrategia Internacional que “lejos de toda visión evolutiva propia de los brokers de las finanzas, que consideran que el Banco Central norteamericano siempre podrá evitar las grandes pérdidas, y que por tanto se puede seguir arriesgando y endeudándose sin límites (...) el único pronóstico realista es prepararse para la irrupción de una crisis generalizada y profunda, lo que llevará a la expropiación de los ahorros de las clases medias, despidos masivos de trabajadores no sólo en la periferia sino también en los países centrales”. Hoy estamos viendo la materialización en gran escala de este pronóstico.
La “ofensiva neoliberal” con la que el capital respondió a la caída de la tasa de ganancia que se venía dando desde fines de la década del ‘60 permitió una recuperación relativa de la rentabilidad capitalista, aumentando en gran escala la explotación de la clase obrera y provocando –y siendo favorecida por– la restauración capitalista en la ex Unión Soviética y China. Pero la recuperación de la ganancia capitalista –siempre a niveles menores a los registrados en el llamado “boom” de la posguerra– no fue acompañada por un aumento de la acumulación capitalista duradero y generalizado, una situación que no tiene precedentes en la historia del capitalismo. Lo que sí se produjo fue un crecimiento sin precedentes de la especulación financiera (capital ficticio, como lo llamó Marx): por ejemplo, la inversión en activos “derivados” se multiplicó por cinco entre 1998 y 2007 (de 80 millones de dólares a 415 millones).
Junto con esto se expresó, en los escasos nichos de valorización productiva encontrados por el capital, una tendencia a la sobreacumulación, que dio lugar a burbujas que estallaron provocando las crisis recurrentes que vimos durante el período “neoliberal”. Durante este período los capitalistas enfrentaron las crisis “huyendo hacia delante”. El ejemplo contundente de esto es la burbuja crediticia e inmobiliaria y el endeudamiento estatal que le permitieron a Estados Unidos salir de la recesión de 2001 y actuar como el gran comprador mundial.
Hoy la crisis capitalista en curso expresa no solo la puesta en cuestión de los fundamentos en que se asentó el neoliberalismo sino también el propio equilibrio capitalista que rigió desde finales de la Segunda Guerra Mundial, con EE.UU. como potencia imperialista hegemónica. Nos enfrentamos a la perspectiva de una depresión económica que engloba a las principales economías del planeta, cuestión que agudizará los choques entre las clases y exacerbará la competencia intercapitalista y los enfrentamientos interestatales.
Contra lo que afirman algunos, China no puede actuar de motor de la economía mundial reemplazando a EE.UU.. Pese al gran crecimiento de los últimos 20 años, ocupa la posición número 100 en términos de ingreso per cápita y representa un 6% de la economía global. Ajustando su producción a la paridad de poder adquisitivo, su economía sólo equivale al 10% de la mundial. Con 1300 millones de habitantes consumió en 2007 alrededor de 1,2 billón de dólares, mientras EE.UU., con una población de 300 millones, consumió en el mismo período un total de 9,7 billones. Como ocurre con todo el mundo, China ya está siendo golpeada por la crisis, su economía se está desacelerando y la Bolsa de Shanghai perdió un 60 por ciento de su valor.
A su vez, los rescates millonarios otorgados a los capitalistas y especuladores develan de manera acuciante que “el Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, como afirmaba Marx. Mientras, las patronales están comenzando a descargar la crisis sobre los trabajadores recurriendo a despidos masivos. Pero las huelgas generales en Bélgica y Grecia o las movilizaciones masivas en Italia contra la reaccionaria reforma educativa de Berlusconi anticipan que los trabajadores y los explotados del mundo no permanecerán pasivos ante el derrumbe capitalista. Esto es sólo el comienzo. Está planteado oponer al programa de salvataje de los capitalistas uno que sostenga los intereses de los explotados y oprimidos: nacionalización de la banca y del comercio exterior bajo administración de los trabajadores; prohibición de los despidos y reparto de las horas de trabajo entre ocupados y desocupados; actualización mensual de los salarios según la inflación; nacionalización de toda empresa que cierre o despida. Son algunas de las demandas que están cobrando actualidad renovada.
Estamos en momentos de cambios vertiginosos. Son tiempos para decir con claridad que de lo que se trata no es de reformular ni pretender ilusoriamente “regular” o “humanizar” el capitalismo, sino de derrocarlo. Tenemos por delante construir la alternativa política de la clase trabajadora que pueda materializar tal objetivo. El capitalismo no va más. Que gobiernen los trabajadores.
* Dirigente nacional del PTS. Sociólogo y docente universitario.
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