EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
¿Es lo mismo el carácter histórico de un fallo judicial que su trascendencia política?
No parece haberse profundizado en la diferencia entre una cosa y la otra tras el dictamen de la Corte Suprema sobre libertad sindical. Está fuera de duda lo relevante de que elegir un delegado no sea patrimonio exclusivo de las organizaciones gremiales reconocidas por ley. Como en toda instancia de este tipo, después viene la discusión acerca de cómo se consuma. Si apenas en las empresas estatales o si también en las privadas. Pero es la Corte. La que marca la cancha, nada menos, y de allí el revuelo que se armó. Sin embargo, se ve como necesario recordar que los jugadores no los pone la Justicia ni ningún otro actor institucional. Los ubica el realismo según la dinámica de la confrontación política, y los tiempos que esa realidad determina son infinitamente más ejecutivos y veloces que un expediente. Sólo por seleccionar entre una multitud de ejemplos, meses antes de corralito y corralón el Congreso había sancionado que los depósitos bancarios eran intocables. Y reconocimientos igualmente cortesanos sobre derechos de trabajadores y jubilados terminaron al arbitrio de la razón del más fuerte, con pagos en bonos hasta más ver.
Por supuesto, disponer de una arquitectura normativa que asegure inmunidades es una condición muy importante para poder hacer tranquilo la política: es el modo en que la clase dominante resguarda su disfraz democrático. A lo largo de los ’90, el alud menemista de remate del Estado, privatizaciones, desprotección de los trabajadores, manipulación numérica de la Corte, se amparó en el andamiaje legalista que los liberales denominan “seguridad jurídica”. Sirvió para que su ofensiva dispusiera de un paraguas permisivo, pero no fue eso lo que determinó su éxito. Fue un clima de época, el apoyo popular, una oposición desguarnecida y, cómo no, la complicidad de los capitostes sindicales. La licitud fue un aporte de impunidad a esos factores principales, y en verdad siempre lo es porque opera como efecto y no como causa de las relaciones de poder. Es el imperio de los hechos lo que estipula si los reglamentos responden a un escenario real o a una abstracción. Para el caso, que vayan a aumentar las comisiones de delegados puede nacer, por cierto, desde la confianza de los trabajadores en una legislación renovada que les dé garantías protectoras. Pero su verdadera eficacia no estará dada por eso, sino por la conciencia de esos mismos trabajadores en cuanto a su lucidez política y disposición de lucha.
Visto desde una perspectiva progresista, que los gordos de la CGT estén entre alertas y furiosos por el fallo de la Corte habla de una noticia que debe ser bienvenida (aunque debe tenerse la prevención de no caer en una mirada gorila que se satisface por ese solo motivo: en silencio, el establishment más bien festeja la noticia porque colige que puede acentuar la fragmentación sindical). La medida podría afectarles los feudos porque un eventual crecimiento del número de sindicatos y centrales reconocidos mermaría la recaudación de sus cajas cautivas. O porque también podrían aumentar los habilitados para discutir salarios y convenciones colectivas. Pero puede haber la equivocación de inferir que, a partir de ahí, el camino queda casi definitivamente allanado para avanzar en una mejor defensa de los intereses de la clase trabajadora. Eso no se resuelve en la Justicia. Se lo hace en la correlación de fuerzas entre los unos y los otros, y no en la letra de una ley o sentencia jurídica. En los gestos y la determinación que adopte el Gobierno para mostrar su deseo firme, y no sólo declamado, de promover a nuevos actores sociales que impliquen apostar al bueno por conocer y no al malo conocido. En tomar nota de que, al fin y al cabo y en la mejor hipótesis, estamos hablando de la muy minoritaria porción de sindicalizados preferentemente en grandes empresas, públicas o privadas, mientras la mayoría está encerrada entre el negreo y el empleo precario (aspecto que, de vuelta, queda afuera del debate). En definitiva: en el registro de que alentar un cambio sustantivo de la influencia de los trabajadores, con más y mejores dirigentes, se estimula afectando el interés de los sectores del privilegio entre los cuales se cuentan, precisamente, las viejas guardias sindicales.
Según todo lo indica, lo fallado por la Corte dejó en el kirchnerismo mucho más disgusto, o preocupación, que complacencia. A más de que las declaraciones de los funcionarios consistieron en apartarse del asunto, superpuesto con el fallo le pegaron una patada al superintendente del servicio de Salud y lo reemplazaron con un hombre muy cercano a Hugo Moyano, a pesar de que pudiera no ser el candidato de éste y de que cuenta con el aval de Graciela Ocaña. Es cierto que la imagen que pesaba sobre el desplazado Héctor Capaccioli por su manejo de fondos ya no daba para más, tanto como su enfrentamiento con la ministra. Pero es muy difícil no relacionar lo decidido con el golpe acusado por la CGT tras el veredicto de la Corte. Los burócratas cegetistas son interpretados como indispensables para aplacar la conflictividad social, que encima aparece azuzada por el influjo de la crisis económica mundial; y llovido sobre mojado, se viene un año de elecciones nacionales. La apuesta oficial es antes por el control que por la fuga hacia delante. Y es así que sigue sin hablarse una palabra de cambios en el sistema impositivo, capaz de continuar castigando a los sectores medios y populares. O en el mundo financiero, por fuera de algunas medidas técnicas insustanciales en comparación con su eterno festín de operaciones desgravadas. El Gobierno juega a salvarse con lo que hay, sin por eso dejar de reconocer algunas iniciativas, como la reestatización jubilatoria, que apuntan a recuperar poder del Estado sobre áreas clave del ingreso (aunque no sobre su distribución). Entre las estrellas de ese pragmatismo está la protección de los caciques sindicales. El fallo de la Corte coloca al oficialismo en la disyuntiva de aprovecharlo o hacerse el desentendido. Lo primero, reconociendo de una vez por todas la personería gremial de la CTA, significaría que el Gran Relato de su discurso progre avanza hacia un asentamiento real. Lo segundo, sencillamente lo contrario.
Pasó algo muy importante en un tribunal. En el máximo. Pero cabe recordar que significativo, representativo y trascendente no son la misma cosa. La sentencia de los supremos significa un paso judicial inédito y representa que hay una Corte que, por fin, merece respeto. Si tiene trascendencia, en cambio, sólo se verá en el mundo político real, con el Gobierno a la cabeza.
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