EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
El retorno de Perón empalmó con las corrientes profundas de la expectativa nacional. Eran flujos internos colectivos que podían presuponerse fácilmente. Se sabían; estaban de antes. El alfonsinismo se tornó también una corriente profunda, tocó nervios subyacentes que intentaban invocar un vitalismo democrático. No eran fácilmente detectables; se los conoció después. La Alianza no dejó huellas, aunque por momentos se acopló al implícito deseo de reparación cívica. Flaqueó en traducirlo acabadamente. En cuanto al kirchnerismo, intenta actuar al lado de las corrientes profundas, aquellas sin las cuales no hay gobierno, en la medida que un gobierno hasta puede no enfatizar especialmente un proyecto institucional clásico –es el caso—, pero no puede privarse de dialogar con formas de vida y pulsiones internas de la sociedad, nunca fácilmente localizables.
Son los sentimientos oscuros, intangibles, poco verbalizables que recorren como “heraldos negros” a las comunidades contemporáneas, yacimientos fangosos de donde también saben obtener pitanza las derechas. A ellas “lo que les importa es captar los reflejos espontáneos de la gente, apropiarse de sus secretos más íntimos y sus prejuicios no siempre expresados pero intactos en sus deseos”, escribe Ricardo Forster.
El kirchnerismo buceó en las corrientes profundas, entendiendo que había un utopismo quebrantado que databa de treinta años atrás, voces derribadas que deseaban decir que aquel tejido de efusiones pasadas aún ofrecía un gran texto, verdaderamente una ofrenda de entusiasmo vacante. Kirchner supo desde el primer día que debía levantar esos pedazos hundidos, revelándose tácitamente hijo de ellos, presuponiendo que no se entendería que se trataba de una homologación de manera plagiaria con esos tiempos, sino de declararlos un patrimonio utópico, una manera reparatoria general, una forma genérica anunciadora del futuro.
El gesto reparador no reclama literalidad, pues así sería apenas un proyecto de reanudar la historia en un punto en que ella habrá cesado, haciéndola costumbrista, juridizante, vengadora o cíclica. Bienvenidas las instituciones de derechos humanos. Pero se trataba de algo más, se trataba de mantener como cátedra profunda, como corriente didáctica no escrita, el léxico de los panteones sociales del siglo XX. Para tanto, había que construir un lenguaje y eso no ha ocurrido enteramente.
Las derechas profundas, que entendieron la naturaleza ética del gesto, prefirieron ver allí la reproducción intacta de un peligro que ya habían derrotado, así como las izquierdas intelectuales influidas por la idea de “invención de la historia” vieron un mero disfraz de estuco, una engañifa para nostálgicos a fin de tener las manos libres para lo que importaba. Hasta aquí, el kirchnerismo mostraba que no venía a reproducir lo dado y a recrear lo idéntico, sino a forjar un gobierno con fuerte operatoria de símbolos. ¿Pero con qué idea de los símbolos? Tenemos ahora un tema. Esos símbolos debían ser esencialmente abiertos, no alegorías concluidas, selladas.
A un símbolo –creemos—, siempre le falta la última interpretación. Siempre deben ser alusivos o indirectos. Por eso, es hora de introducir un debate con respecto a cómo aparecen simbolismos de cambio social que no pocas veces se cierran con un inadecuado estruendo conceptual. Hace tiempo se habla en la Argentina de “capitalismo serio”, mucho antes de este gobierno. Es más bien una expresión de los tiempos de la Alianza. Ahora el kirchnerismo parece retomarla. Este es un caso de cierre simbólico. ¿Habría una meta de esa índole, tan desfallecida, tan sin capacidad de entusiasmar a nadie? ¿Habría algún mero emprolijamiento económico, como avatar juicioso, que ante cualquier gran brete histórico redima las palabras culpables consiguiendo que vibren las conciencias? No ofrece la historia ejemplos que lo confirmen.
No es que se deba tener un nombre adecuado que proporcione la vía regia para salir de esta crisis. Justamente –reconozcamos—, no hay nombre. Estamos en una época sin nombres para lo popular activo. Los hechos vinculados con las “corrientes profundas” se refieren a lo que se está dispuesto a perder para obtener un horizonte mayor de justicia o lo que se está dispuesto a arriesgar para cumplir con lo que se desea como una forma íntima de reparación. Nada hay más que eso, sin documento fijo ni denominaciones prestadas. Las cuestiones relacionadas con el petróleo, las aerolíneas, la ciencia aplicada, la tecnología, la explotación de recursos minerales, la infraestructura de transportes, la transferencia a la esfera pública de los aportes jubilatorios, la legislación sobre representación sindical, la preservación de los equilibrios de la naturaleza, deben ser temas que broten desde el palpitar de las corrientes profundas reparatorias. Nunca una reparación así concebida tiene nombre absoluto, ya dispuesto. Hay que descubrirlas en su estado desnudo, efectivo, huérfanas. Puede entrañar ilusiones de reapropiación social, desde luego, pero el nombre “que será bandera” surgirá de tratos aún no sabidos con el propio andar de las reivindicaciones, sus posibilidades y obstáculos.
La crisis deja sueltos utensilios reutilizables de los sistemas desfallecidos, pero no es conveniente marchar con el nombre de esos sistemas recauchutados. Por eso un gobierno requiere grandes ensayos pedagógicos. Un gobierno debe ser el agente de esos ensayos de didáctica histórica aplicada, sin perder nunca su excedente utópico en tiempo presente. No nombres remendados. Mejor sin nombre y con la insinuación utópica en ristre. De ahí que el horizonte de recreación de la esfera pública para la actuación de las empresas sociales y públicas del Estado debe aún dejar su nombre en suspenso. Como pasatiempo, momento de espera o remembranza capaz de emitir señales, podrá decirse “keynesiano” o “estatista”. Vale. Pero el verdadero nombre está en suspenso. No caigamos en las garras de los puritanos citadores o en cartillas obligatorias para tranquilizar a los mismos que se critica.
Ahora bien, todo gobierno es también un aparato de lecturas de la realidad. Llamamos realidad aquí también al enmarañado y oscuro complejo de corrientes y contracorrientes colectivas, impalpables para los encuestadores, que sin embargo saben que a ese enigma de la subjetividad raramente consiguen interrogarlo. Hay ríos insondables contrapuestos en el replegado sentido común de las sociedades. Como detritus a descifrar, viaja el torrente de los que piden que se respete su divina necedad o los que piden la pena de muerte como consuelo para sus pesadillas urbanas, fraguadas en el retiro de domicilios blindados, como ciudadanos acosados por los fantasmas imaginarios de un homérico pillaje.
El kirchnerismo sostiene un aparato de lectura realista de esos contrapuntos. A veces, parece atenerse a las corrientes profundas desde las que se intuye la realización de un nuevo país con osadía crítica, promoción de la bravura cívica, de la virtud de una justicia visible y de una literatura social no condescendiente con los fantoches y cretinos que pululan por doquier. A veces se las pierde de vista y, en la lectura de la correlación de fuerzas, puede extraviarse la línea principal y congeniarse pro tempore con las napas lóbregas de la sociedad. Muchas veces faltan palabras, o están pero no son las apropiadas; otras veces, se usan rápidamente las palabras oficiales en curso que no cuajan bien con un rápido alternativismo que se les quiere adosar. Se percibe el problema. Hay por hacerse un salto hacia una lengua política de más calidad.
Porque las corrientes profundas que pueden acompañar una transformación nacional, con más que la intuición o con menos que un definitivo programa emancipativo, siempre piden lo otro. No saben bien qué es. Pero buscan ensamblar con lo hondo que desagravia y remedia. Un gobierno, en efecto, lee todas las corrientes, las favorables y las adversas, incluso el lugar donde ellas se conjugan. Pero no puede privarse de decir quién es y qué elige, para ser respetado en el vaivén de sus propias navegaciones. Un gobierno, frágil como éste y como todos los de nuestra región, explora aguas turbias, modula lenguajes miméticos y habla a veces como los otros, pone nombres de otros y vuelve luego a sus propios nombres, o redescubre aliviadamente que su modo de ser otro no está escrito en el capital semántico de las neoderechas. Todos sabemos que no hay gobierno si solo hubiese adecuación oscilante al desfile recóndito del inconsciente colectivo –por decirlo así—, con armas alucinadas sobre sus hombros de sonámbulos del escarmiento.
El kirchnerismo es atrevido pero sumario a la vez, lanza variadas temeridades pero puede no interesarle expandir su área de lenguajes y notaciones. No estaría bien que sea así. Sabe lo de las corrientes profundas, lo ha practicado, aunque se tienta por momentos con dejar dormir su voz inicial y a veces pronuncia algunas frases con que aspira a tranquilizar a los otros ríos oscuros, los de la contracorriente. Puede comprenderse el dilema, que brota de prácticas donde se enlazan pragmatismos varios y huellas utópicas. Pero no pueden omitirse las preocupaciones que suscita. Hoy no se hace política de otro modo, y las derechas también saben que no es tan necesario un programa político como un enlace con los cansados pánicos nacionales, esa forma de intimidación disfrazada de civismo.
Hay que seguir buceando sin prejuicios donde dormita desde hace muchas décadas la idea de reconstitución de la justicia pública nacional en las estructuras productivas, científicas, morales y simbólicas del país y dialogar con los afluentes profundos sin dejar de decirse qué se es. O quién se es, o quién se deberá ser cuando queden expuestos los papeles que lo digan, en efectiva relación con los justos caudales subterráneos que piden ser interpretados.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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