EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
“Todos nos hemos convertido en vecinos inmediatos, de manera que cualquier sacudida en cualquier lugar del planeta se difunde con velocidad extraordinaria a toda la población mundial. Pero este presente común no hace pie en un pasado común ni garantiza en absoluto un futuro común. (...) Puede que en la marea del peligro todos (en la expresión tan bonita) ‘vayamos en el mismo barco’ pero también aquí hay capitanes, pasajeros, pilotos, maquinistas y ahogados.”
Ulrich Beck,
La sociedad del riesgo mundial
La CTA pidió la suspensión de despidos por seis meses. Lo hizo en una conferencia de prensa que exteriorizó su revitalizada mística interna, luego del resonante fallo de la Corte sobre representación sindical.
La CGT mantiene a la palestra su moción de duplicar o eventualmente triplicar la indemnización por despido incausado. Las demandas tienen diferencias pero su norte es similar, revelador de la existencia de preocupaciones y diagnósticos compartidos por las dos centrales de trabajadores.
El objetivo común es evitar que, en la puja distributiva de los efectos de la crisis mundial, los trabajadores se queden con la peor parte. La traducción política de la emergencia, proponen las dos centrales, debe ser una normativa que refuerce la protección y la solidaridad social.
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Leyes añejas: La Constitución garantiza a los trabajadores “protección contra el despido arbitrario”. Las leyes laborales desde los ’40 en adelante fijaron, como regla, que esa protección no equivalía a suprimir los despidos ajenos a la responsabilidad del trabajador (“estabilidad propia”) sino a arbitrar una indemnización compensatoria (“estabilidad impropia”). La indemnización (tarifada por ley) no funciona como una sanción al abuso patronal sino como un disuasivo económico (por un lado) y una compensación “alimentaria” para el trabajador.
La jurisprudencia habilitó compensaciones más generosas o aun reincorporación frente a ciertos excesos patronales, por ejemplo discriminación, despido con ribetes dañosos particulares. Las leyes también trataron de limitar la disponibilidad patronal en casos considerados dignos de cobertura más vasta: los estatales, los representantes sindicales, las mujeres embarazadas, sin agotar la nómina.
Pero, yendo de vuelta al promedio, el principio es que el empleador puede prescindir de su dependiente, pagando una cifra predispuesta por ley, predecible de antemano.
Ese esquema parido entre los ’40 y los ’70 tenía un implícito como telón de fondo: la existencia de pleno empleo, que posibilitaba en un plazo prudencial la reincorporación del despedido al mercado de trabajo. Ese contexto era exótico en América del Sur e infrecuente en el Primer Mundo, una excepcionalidad argentina que capotó en el último cuarto del siglo XX. La rareza explicaba (dejamos de lado, en esta nota, si justificaba) la falta de seguro de desempleo. La lógica sindical predominante lo consideraba un distractivo individualista, un obstáculo para la cultura del trabajo que tenía como bandera (factible y no utópica) el pleno empleo. La carencia de esa red se mantuvo cuando el contexto cambió, por falta de capacidad adaptativa o por atavismos de dirigentes y de sucesivos gobiernos.
La CGT y la CTA toman el centro de la escena y reclaman una interpretación aggiornada del artículo 14 bis. A su ver, el despido infundado, en la actual contingencia, deviene arbitrario. El proyecto de la CTA los castiga con la nulidad. El cegetista, de su asesor y actual diputado Héctor Recalde, agrava su peso económico para desalentarlos pero no los invalida.
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La república desangelada: Un déficit hermana a muchos payadores que cantan loas a la república o a “los mercados”: es la sustracción del conflicto. Los despidos no son sólo un costo eventual de las empresas, son (cuanto menos, pueden ser) un recurso en las relaciones de fuerzas. Nadie lo expresó mejor que Carlos Menem cuando enunció “ramal que para, ramal que cierra”. No era ese un mensaje técnico sino de autoridad. El punto no era el equilibrio financiero sino quién tenía la manija. Mutatis todo lo que usted quiera mutar: acá y ahora, cuando las corporaciones patronales y las sindicales debaten si hay que acentuar o relajar la protección contra el despido, hablan de poder. También de cómo se prorratean los costos de la posible merma del crecimiento.
El Gobierno activa los procedimientos de crisis que, bien usados, son otro modo de politización. La imposición de un trámite administrativo, bajo la tutela del Estado, atempera la iniciativa patronal, la ralenta. “Y cuando es necesario, hacemos el dos-uno con los muchachos”, futbolizan cerca del ministro Carlos Tomada. El espíritu de la institución, la mediación, aseguran en Trabajo y en la Rosada, es retraducido en forma de apoyo a los trabajadores.
El mecanismo, de cualquier manera, es paliativo, operativo en plazos cortos. Su eficacia aminora cuando se alarga el tiempo del conflicto. Concuerda con el activismo y con la concepción “paso a paso” del kirchnerismo, tanto como con su renuencia a innovar en derechos sustanciales.
Un déficit hermana a tantos republicanos y comunicadores: cuando se habla de seguridad jamás se alude a la estabilidad de los trabajadores en cuanto tales. Las reglas defensivas de esa seguridad se cuestionan por “rígidas”. La “seguridad jurídica” es la de los dueños del capital, la “seguridad urbana” la de todos.
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Silencios estrepitosos: Las principales fuerzas de oposición miran para otro lado, no se sienten concernidas por estos temas. Elisa Carrió cuestionó la triple indemnización personalizando con Hugo Moyano pero no aportó una idea, menos una propuesta. A la par de los radicales, la Coalición Cívica y el PRO, los compañeros peronistas disidentes no tienen discurso para nada que no provenga del Gobierno.
Lo que está en cuestión, sin embargo, es esencial. Las propuestas de la CGT y la CTA son discutibles pero tienen el mérito de dar cuenta del problema y de avivar el debate. Nadie podrá tildarlas de revolucionarias ni de estructurales. Son entre moderadas y reformistas, transitorias, expresan conductas democráticas y sistémicas. Claro que, aun así, cortan a contrapelo de las experiencias argentinas en los últimos 30 años, cuando las coyunturas de zozobras socioeconómicas “derivaron” en debilitamiento de los derechos de los trabajadores. La dictadura arrasó con la Ley de Contrato de Trabajo y con muchas salvaguardas construidas en décadas. El peronismo en su estadío menemista y luego la Alianza se valieron de la flexibilización como llave maestra para disciplinar la protesta y así poder manejar a su guisa las variables económicas.
Las corporaciones patronales reclaman manos libres, un Estado activo a la hora de subsidiarlos pero manco para intervenir en el conflicto social. Para varios dirigentes empresarios la crisis, como de costumbre, es una oportunidad para tener a raya a los sindicatos y a un gobierno que no perciben como propio. Eso sí, no se les cae una idea que no atrase décadas, ni una que implique algún esfuerzo o cooperación sectorial. La chatura intelectual de las gremiales empresarias autóctonas no es una novedad, pero no deja de impresionar.
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